Capítulo IV

A las once nevaba copiosamente a grandes copos y no se veía el cielo. La gente se apresuraba a través de la nevada. Se amontonaba la nieve en los quicios de las puertas, sobre la estatua de la plaza y en las vías que iban de la mina al puerto. Resbalaban los carritos de mano. Sobre el pueblo se cernía una oscuridad más densa que la de la noche, y se cernían también una callada tristeza y un odio creciente. La gente no se detenía mucho en la calle, sino que entraba en las casas, y las puertas se cerraban, y parecía que desde detrás de las ventanas atisbaban unos ojos, y cuando pasaban unos soldados o la patrulla recorría la calle principal, sobre ellos se posaban unas miradas duras y sombrías. Los vecinos iban a los almacenes a comprar cosas de comer, y pagaban y se marchaban sin dar los buenos días al vendedor.

Las luces encendidas en el salón del palacete de la municipalidad brillaban en la nieve que caía fuera. Se estaba celebrando el consejo de guerra. A la cabecera de la mesa estaba Lanser. A su derecha se sentaban Hunter y Tonder y, en el otro extremo, el capitán Loft, quien tenía unos papeles delante. A su izquierda estaban el intendente y Prackle, que garrapateaba en un bloque de papel. Los dos soldados —bayoneta calada, casco de acero— parecían dos imágenes de madera. Entre ellos estaba Alex Morden, joven de complexión recia, frente estrecha, ojos hundidos y nariz larga y afilada. Fuerte el mentón, grande y sensual la boca, era ancho de espalda y estrecho de caderas y hacía constantemente ruido con las esposas que le sujetaban las manos. Vestía pantalón oscuro, camisa azul, abierta en el cuello, y chaqueta también oscura, abrillantada por el uso.

El capitán Loft leyó:

—«Cuando se le ordenó que se pusiera de nuevo a trabajar, se negó y, al repetírsele la orden, atacó al capitán Loft con el picachón. El capitán Bentick se interpuso…».

El intendente tosió y, cuando Loft interrumpió la lectura, dijo:

—Siéntese, Alex. Tráiganle una silla uno de ustedes, soldados.

Uno de los soldados que custodiaba a Alex le llevó una silla sin titubear.

—La costumbre es que el acusado esté de pie —replicó Loft.

—Déjele que se siente —repuso el intendente—. No lo sabrá nadie más que nosotros. En el informe puede usted decir que ha permanecido de pie.

—No es costumbre decir falsedades en los informes —añadió Loft.

—Siéntese, Alex —repitió el intendente.

El corpulento Alex se sentó. Sus esposadas manos descansaron en las piernas.

—Esto es contrario a… —empezó a decir Loft.

—Déjele que se siente —le interrumpió el coronel.

Loft carraspeó:

—«El capitán Bentick se interpuso y recibió en la cabeza un golpe que le partió el cráneo». Hay un informe médico. ¿Quieren ustedes que lo lea?

—No hay necesidad —contestó Lanser—. Termine lo antes posible.

—«Estos hechos han sido presenciados por varios de nuestros soldados y en el sumario figuran sus declaraciones. El consejo de guerra resuelve que el acusado es culpable de asesinato y le condena a la pena de muerte». ¿Quieren que lea las declaraciones de los soldados?

Lanser suspiró:

—No. —Y dirigiéndose a Alex le preguntó—: No niega usted haber matado al capitán, ¿verdad?

Alex sonrió tristemente:

—Yo le di un golpe. No sé si lo he matado.

—Bien dicho —replicó el intendente, y los dos hombres se miraron como amigos.

—¿Quiere usted decir que lo ha matado algún otro? —preguntó Lanser.

—No sé —contestó Alex—. Yo le di un golpe, y después me dieron otro a mí.

—¿Quiere usted manifestar algo? No creo que lo que diga influya en la sentencia, pero le escucharemos.

—Me permito indicar respetuosamente que el coronel no debiera haber dicho eso, que parece una indicación de que el consejo no es imparcial —exclamó el capitán Loft.

El intendente soltó una risita. El coronel le miró y sonrió:

—¿Tiene usted algo que manifestar? —preguntó a Alex.

Alex levantó una mano para iniciar un ademán, y la otra le acompañó. Estaba turbado. Poco después bajaba otra vez las manos:

—Enloquecí. Soy hombre de bastante mal genio. El oficial me dijo que debía trabajar. Como soy un hombre libre, enloquecí y le golpeé. Creo que le di un golpe fuerte, pero me equivoqué de persona. —Y, señalando a Loft, añadió—: El hombre a quien quería golpear era ése.

—No importa quién fuera el hombre a quien quiso golpear —replicó Lanser—. El hecho hubiera sido el mismo. ¿Siente usted haber hecho lo que hizo? —añadió moviéndose para quedar de costado a la mesa—. Haría buen efecto en el sumario.

—¿Si lo siento? —preguntó Alex—. No; no lo siento. ¡Decirme a mí, a un hombre libre, a un hombre que ha sido concejal, que tenía que trabajar!

—¿Lo sentirá usted si la pena es de muerte?

Alex bajó la cabeza e intentó pensar:

—No. Lo que me pregunta es si lo volvería a hacer, ¿verdad?

—Eso es.

—No; no creo que lo siento —contestó Alex pensativamente.

—Escriba usted que el acusado está abrumado por el remordimiento —replicó Lanser—. La sentencia es automática, ¿comprende? —dijo a Alex—. El consejo no tiene otra salida; le declara culpable y le condena a ser fusilado inmediatamente. No veo ninguna razón para seguir torturándole. Capitán Loft, ¿he olvidado algo?

El intendente se puso en pie, apartó la silla y se acercó a Alex:

—Me ha olvidado a mí.

Por la fuerza de la costumbre, Alex se puso de pie respetuosamente.

—Alexander, yo soy el intendente elegido por el pueblo.

—Ya lo sé, señor intendente —contestó Alex.

—Alex, estos hombres son invasores. Se han apoderado de nuestro país por sorpresa, a traición y por la fuerza.

—Mi coronel, esto no se debiera permitir —exclamó el capitán Loft.

—Shh… —replicó el coronel—. Es preferible oírlo. ¿Hubiera preferido usted que se lo susurrara al oído?

El intendente continuó como si no le hubieran interrumpido:

—Cuando llegaron, el pueblo quedó confundido, y yo también. No sabíamos qué hacer ni qué pensar. El primer acto fue el suyo. Su cólera personal era el comienzo de la cólera pública. Ya sé que en el pueblo se dice que estoy colaborando con estos hombres. Yo podría demostrar al pueblo que…, pero usted va a morir, y quiero que sepa la verdad.

Alex bajó la cabeza y volvió a levantarla:

—Ya sé cuál es, señor intendente.

—¿Está listo el pelotón? —preguntó Lanser.

—Sí, mi coronel. Ahí afuera.

—¿Quién lo va a mandar?

—El teniente Tonder, mi coronel.

Tonder levantó la cabeza, apretó los dientes y contuvo el aliento.

—¿Tiene usted miedo, Alex? —le preguntó el intendente.

—Sí, señor intendente —contestó Alex.

—No le puedo decir que no lo tenga. Yo también lo tendría, y también lo tendrían estos jóvenes…, dioses de la guerra.

—Tome el mando del pelotón —dijo el coronel a Tonder.

Tonder se levantó rápidamente y se acercó a la puerta.

—Ahí está.

A través de la puerta abierta de par en par se veía a los soldados con sus cascos.

—Alex, sepa que estos hombres no conocerán un solo día de tranquilidad hasta que se hayan ido o hayan muerto —le dijo el intendente—. Usted unirá al pueblo. Es una triste idea y sirve de poco consuelo, pero así es. No conocerán un solo día de tranquilidad.

Alex cerró los ojos con fuerza. El intendente se le acercó y le dio un beso en la mejilla.

—¡Adiós, Alex!

Los soldados que custodiaban a Alex le agarraron y se lo llevaron hacia la puerta. Alex caminaba con los ojos cerrados. El pelotón de soldados dio media vuelta y se alejó de la casa. La nieve ponía sordina en sus pasos.

Los hombres sentados alrededor de la mesa permanecieron en silencio. Mirando por la ventana, el intendente vio que unas manos ágiles limpiaban de nieve un círculo, lo contempló fascinado y desvió la mirada con un movimiento rápido:

—Supongo que saben ustedes lo que están haciendo —dijo al coronel.

El capitán Loft recogió sus papeles.

—¿En la plaza, capitán? —le preguntó el coronel.

—Sí, en la plaza. Hay que hacerlo en público —contestó el capitán.

—Supongo que lo saben ustedes —repitió el intendente.

—Mire usted: lo sepamos o no, hay que hacerlo —replicó Lanser.

En el salón se hizo silencio. Todos prestaban atención. No esperaron mucho. Se oyó a lo lejos una descarga. Lanser lanzó un profundo suspiro. El intendente se llevó una mano a la frente y llenó de aire los pulmones. En esto se oyó un tiro suelto y el cristal de la ventana saltó hacia adentro hecho añicos. El teniente Prackle se tambaleó y se llevó una mano al hombro.

Lanser se incorporó de un salto.

—¡Ya empieza! ¿Está usted malherido, teniente?

—Me han dado en el hombro —contestó Prackle.

Lanser se puso a dictar órdenes:

—Capitán Loft, en la nieve habrá huellas. Quiero que se haga un registro en todas las casas. Todo el que tenga un arma quedará de rehén. Usted, señor intendente, queda bajo custodia de protección. Y haga el favor de comprender lo que le voy a decir; por cada uno de los nuestros que caiga fusilaremos cinco, diez o ciento de los suyos.

—¡El hombre que tenía ciertos recuerdos! —exclamó suavemente el intendente.

Lanser interrumpió la orden que estaba dando y posó la mirada en el intendente:

—¡El hombre que no tiene recuerdos! —Hubo un momento en que se comprendieron mutuamente, pero Lanser añadió—: Quiero que se recojan todas las armas del pueblo. Traigan a todo el que se resista. ¡Pronto: antes de que desaparezcan las huellas!

Los oficiales se pusieron el casco, desenfundaron las pistolas y salieron. El intendente se acercó a la ventana y exclamó:

—El dulce y frío olor de la nieve.