La gente del pueblo circulaba con aire sombrío. De sus ojos se había disipado parte del asombro, pero no lo había sustituido aún el brillo de la cólera. En la mina, los mineros empujaban sombríamente las vagonetas. Los pequeños comerciantes estaban detrás de los mostradores, pero no tenían a quién servir. La gente se hablaba en monosílabos; todos pensaban en la guerra, en sí mismos, en el pasado y en lo bruscamente que había cambiado todo.
En el salón del palacete de la municipalidad ardía el fuego y estaban encendidas las luces, porque el día era gris y en el aire flotaba la escarcha. Hasta el salón sufría un cambio. Estaban moviendo las sillas tapizadas y retirando las mesitas, y Joseph y Annie se esforzaban en meter una gran mesa cuadrada de comedor por la puerta de la derecha. Tenían que meterla de costado. En el umbral asomaba la cara roja de Annie. Joseph, que estaba en el salón, maniobrando para meter las patas, le dijo:
—¡No empujes, Annie! ¡Ahora!
—Ya voy —le contestó Annie, la de la nariz roja, la de la cara roja, la malhumorada. Era mujer de mal genio, y los soldados, aquel trabajo y la ocupación no se lo habían mejorado. Pero lo que en muchos años se habían interpretado como mal genio resultaba ahora ser una emoción patriótica. Echando agua hirviendo a los soldados había adquirido cierta reputación de paladín de la libertad. Cierto que se la hubiera echado a cualquiera que se hubiese asomado a la trasera de la casa, pero de todos modos se había convertido en heroína y, como el éxito lo debía al enojo, se preparaba para otros éxitos alimentándolo y redoblándolo.
—No la roces —dijo Joseph. La mesa estaba a mitad de camino en el umbral—. Sostenía bien.
—La sostengo bien —contestó Annie.
La dejaron en el suelo y, mientras Annie cruzaba los brazos y le miraba, Joseph se apartó para estudiar la cosa y después probó agarrando de una pata.
—No empujes, no empujes tanto. —Y consiguió meter la mesa él solo. Annie le siguió con los brazos cruzados.
—Ahora vamos a ponerla derecha —dijo Joseph. Annie le ayudó a ponerla sobre las cuatro patas y llevarla al centro de la habitación.
—Ya está —exclamó Annie—. Si no me lo hubiera ordenado su excelencia, no lo habría hecho. ¿Qué derecho tiene a mover las mesas?
—¿Qué derecho tenían a venir aquí? —replicó Joseph.
—Ninguno —contestó Annie.
—Ninguno —repitió Joseph—. A mí me parece que no tienen ningún derecho, pero han venido con sus fusiles y sus paracaídas; han venido, Annie.
—No tienen derecho. Además, ¿para qué quieren aquí una mesa? Esto no es un comedor.
Joseph llevó una silla hasta la mesa, la puso donde debía estar y afinó la colocación:
—Van a celebrar un juicio. Van a juzgar a Alexander Morden.
—¿Al marido de Molly? —preguntó Annie.
—Al mismo.
—¿Por haber atravesado a ese individuo con el picachón?
—Sí.
—¡Si es un hombre muy bueno! No tienen derecho a juzgarle. El día del cumpleaños de Molly le regaló un vestido rojo ¿Qué derecho tienen a juzgar a Alex?
—Ha matado a ese individuo.
—¿Y qué? Me han dicho que el individuo ése le dio órdenes, y a Alex no le gusta que se las den. En su tiempo fue concejal, como su padre. Y Molly Morden hace una torta muy buena, aunque se le endurece un poco la crema de adorno. ¿Qué le harán, a Alex?
—Lo fusilarán —contestó sombríamente Joseph.
—No le pueden fusilar.
—Trae las sillas, Annie. Sí; le pueden fusilar y lo fusilarán.
Annie le agitó ante la cara un dedo muy tieso y le replicó furiosa:
—Acuérdate de lo que te digo. A la gente no le va a gustar que le hagan daño. Tiene muchas simpatías. ¿Ha hecho alguna vez daño a alguien? ¡Contéstame!
—No —contestó Joseph.
—Pues ya verás. Si le hacen daño, la gente se va a poner furiosa, y yo también. No estoy dispuesta a aguantarlo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Joseph.
—Mataré a unos cuantos yo misma —contestó Annie.
—Y luego te fusilarán a ti —replicó Joseph.
—¡Que me fusilen! Te digo que para todo hay límites… en eso de entrar y salir a todas horas y de matar gente.
Joseph colocó una silla a la cabecera de la mesa y se convirtió en cierto modo en un conspirador. Luego llamó a Annie en voz baja:
—¡Annie!
Annie hizo una pausa, percibió algo extraño en el tono de su voz y se le acercó.
—¿Sabes guardar un secreto? —le preguntó Joseph.
Annie lo miró con un poco de admiración porque hasta entonces Joseph no había sabido nunca ningún secreto:
—Sí. ¿Qué pasa?
—William Deal y Walter Doggel se han fugado anoche.
—¿Que se han fugado? ¿Adónde?
—Se han ido a Inglaterra en un bote.
Annie suspiró de contento y de curiosidad satisfecha:
—¿Lo sabe ya todo el mundo?
—No, todo el mundo no —contestó Joseph—. Todo el mundo menos… —Y señaló rápidamente el techo con el pulgar.
—¿Cuándo se han ido? ¿Cómo es que yo no sabía nada?
—Estabas ocupada —replicó Joseph, y su cara adquirió una fría expresión cuando prosiguió—: ¿Conoces a Corell?
—Sí.
Joseph se le acercó:
—Me parece que no va a vivir mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Annie.
—Que la gente está hablando.
Annie suspiró de excitación:
—¡Ah… h… h!
Joseph tenía opiniones al fin:
—La gente se une. No les gusta la conquista. Van a pasar cosas. Ten los ojos abiertos, Annie. También tú vas a tener que hacer cosas.
—¿Qué hay de su excelencia? ¿Qué va a hacer? ¿En qué posición está? —preguntó Annie.
—Nadie lo sabe. No dice nada.
—No se va a poner en contra de nosotros.
—No dice nada —replicó Joseph.
Giró la manija de una de las puertas y entró lentamente el intendente. Tenía cara de cansado. Parecía haber envejecido. Detrás entró el doctor Winter.
—Bien, Joseph. Gracias, Annie. Ha quedado muy bien —dijo el intendente.
Joseph volvió la cabeza en el umbral antes de cerrar la puerta cuando salió con Annie.
El intendente se acercó al fuego y se quedó de espaldas a él. El médico tomó la silla de la cabecera de la mesa y se sentó.
—No sé cuánto tiempo podré mantener esta posición —exclamó el intendente—. Ni el pueblo ni el enemigo confían en mí. No sé si lo que hago está bien.
—Tampoco yo —replicó Winter—. Tú confías en ti mismo, ¿verdad? ¿No te asalta ninguna duda?
—¿Duda? No. Hay muchas cosas que no comprendo. —Y señaló la mesa—. No sé por qué han de celebrar aquí el juicio. Van a juzgar a Alex Morden por asesinato. ¿Recuerdas a Alex? Su mujer es muy bonita.
—La recuerdo —replicó Winter—. Fue maestra una temporada. Sí, la recuerdo muy bien. Es tan bonita que no quería ponerse anteojos, aunque los necesitaba. Bueno: la cosa es que Alex ha matado a un oficial. Nadie lo pone en duda.
—Nadie lo pone en duda —contestó el intendente, con amargura—. Pero ¿por qué lo juzgan? ¿Por qué no lo fusilan? No se trata de dudas ni de injusticia. En este asunto no entra ninguno de esos conceptos. ¿Por qué han de juzgarlo… y en mi casa?
—Eso lo hacen para la galería —repuso Winter—. No es ninguna tontería. Cuando se cumplen ciertas formalidades se consigue resultados, y a veces la gente queda satisfecha con las formalidades. Nosotros teníamos tropas, soldados con fusiles, pero no era un ejército. Al celebrar un juicio, los invasores esperan convencer al pueblo de que en este asunto está implicada la justicia. Al fin y al cabo Alex mató al capitán.
—Sí; ya lo comprendo —exclamó el intendente.
—Si la solución sale de tu casa, de la cual el pueblo espera justicia… —prosiguió el médico.
Le interrumpió la apertura de la puerta del lado derecho, por la que entró una mujer joven, de unos treinta años y muy bonita, con los anteojos en una mano, vestida con mucha sencillez, bien arreglada y muy excitada:
—Annie me ha dicho que entre, señor intendente.
—Ha hecho usted bien —replicó el intendente—. ¡Ah, usted es Molly Morden!
—Sí, señor intendente. Soy Molly Morden. Dicen que van a juzgar y a fusilar a Alex.
El intendente miró al suelo un momento. Molly prosiguió:
—Dicen que le va a sentenciar usted; que serán sus palabras las que le llevarán a la muerte.
El intendente alzó la vista sobresaltado:
—¿Cómo? ¿Quién dice eso?
—La gente del pueblo —replicó Molly, manteniéndose muy erguida. Después añadió medio suplicando y medio afirmando—: No sería usted capaz de hacer eso, ¿verdad, señor intendente?
—¿Cómo sabe la gente lo que yo no sé? —preguntó el intendente.
—Ése es el gran misterio que ha intrigado a los gobernantes de todo el mundo; cómo se entera la gente —intervino el médico—. Según dicen, a los invasores les preocupa ahora la forma en que la noticias eluden la censura, la forma en que la verdad se filtra. Es un gran misterio.
En el salón oscureció repentinamente. Molly levantó la cabeza y parecía haberse asustado.
—Es una nube —exclamó—. Dicen que va a nevar, y además es temprano.
El médico se acercó a la ventana, entornó los ojos para mirar al cielo y replicó:
—Sí; hay un nubarrón, pero es posible que pase.
El intendente encendió una lámpara que no despedía más que un circulito de luz y, apagándola otra vez, exclamó:
—Una lámpara encendida de día queda muy sola.
Molly se le acercó:
—Alex no es un asesino. Tiene genio vivo, pero nunca ha faltado a la ley. Goza de respeto.
El intendente le puso una mano en un hombro.
—Le conozco desde su infancia. Conocí a su padre y a su abuelo. ¿Sabe usted que su abuelo fue cazador de osos?
Molly no le prestó atención:
—No sería usted capaz de sentenciarle, ¿verdad?
—No —contestó el intendente—. ¿Cómo le iba a poder sentenciar?
—El pueblo dice que lo sentenciará para mantener el orden.
El intendente se puso detrás de una silla a cuyo respaldo se agarró con las dos manos:
—¿Quiere el pueblo que haya orden?
—No sé. Quiere libertad.
—Bien; pero ¿saben cómo lograrla? ¿Saben qué métodos emplear contra un enemigo armado?
—No —contestó Molly—. No creo que sepan.
—Es usted una chica inteligente, Molly. Pues bien: ¿sabe usted qué métodos emplear?
—No, señor intendente; pero creo que el pueblo sabe que si obedece dócilmente está vencido. Y quieren demostrar que no están vencidos.
—No tienen ninguna probabilidad de ganar la pelea. La lucha contra las ametralladoras es muy desigual —replicó el médico.
—¿Me informará usted, Molly, cuando sepa lo que quieren hacer? —le preguntó el intendente.
Molly le dirigió una mirada cargada de sospechas:
—… Sí.
—Quiere usted decir «no». No confía usted en mí.
—¿Qué me dice usted de Alex? —le preguntó Molly.
—Yo no lo sentenciaré. No ha cometido ningún crimen contra nuestro pueblo —replicó el intendente.
Molly titubeó:
—¿Le van a…, le van a matar?
El intendente la miró fijamente:
—Molly, querida Molly…
Molly adoptó una postura rígida:
—Gracias.
El intendente se le acercó, pero Molly le dijo en tono apagado:
—No me toque. Haga el favor de no tocarme. ¡Haga el favor de no tocarme!
El intendente dejó caer la mano. Molly se quedó un momento quieta y, volviéndose rígidamente, salió del salón.
Acababa de cerrar la puerta cuando entró Joseph:
—Perdón, señor intendente. El coronel desea verlo. Como yo sabía que estaba aquí la señora de Morden, le he dicho que estaba usted ocupado. También Madame desea verlo.
—Diga a Madame que venga —replicó el intendente.
En seguida de salir Joseph entró Madame:
—No sé cómo se puede gobernar una casa en donde hay más gente de la que cabe. Annie está malhumorada constantemente.
—Sh… —le hizo el intendente.
Madame le miró asombrada.
—No sé…
—Sh… —repitió el intendente—. Sarah, quiero que vayas a casa de Alex Morden, ¿comprendes? Quiero que estés al lado de Molly Morden mientras te necesite. No hables; limítate a estar a su lado.
—Tengo cien cosas… —replicó Madame.
—Sarah, quiero que estés al lado de Molly Morden. No la dejes sola. Vete ahora mismo.
Madame lo comprendió lentamente:
—Bueno. Ahora mismo voy. ¿Cuándo… habrá pasado todo?
—No lo sé —replicó el intendente—. Mandaré a Annie cuando llegue el momento.
Madame le dio un besito en la mejilla y se marchó. El intendente se acercó a la puerta:
—Joseph, puede venir el coronel.
Entró Lanser. Vestía uniforme nuevo y bien planchado, con un puñalito ornamental en el cinturón:
—Buenos días, señor intendente. Quisiera hablar con usted extraoficialmente. —Y, mirando a Winter, añadió—: Pero a solas.
Winter se acercó lentamente a la puerta, pero antes de que saliera le llamó el intendente:
—¡Doctor!
El médico se volvió:
—¿Qué?
—¿Vendrá esta noche?
—¿Tendrá trabajo para mí? —le preguntó el médico.
—No… no. Es que no quiero estar solo.
—Bueno: vendré —replicó el médico.
—¿Le ha parecido que Molly tenía buena cara?
—No me ha hecho mal efecto. Está en un estado un poco histérico, pero es fuerte. Es fuerte; hay raza. No olvide que es una Kenderley.
—Lo había olvidado —replicó el intendente—. Es verdad que es una Kenderley.
El médico se fue y cerró suavemente la puerta.
Lanser había estado esperando cortésmente y vio como se cerraba. Después miró a la mesa y a las sillas:
—No necesito decir cuánto siento todo esto. Ojalá no hubiera sucedido.
El intendente le hizo una inclinación de cabeza. Lanser prosiguió:
—Le tengo simpatía y le respeto, señor intendente, pero espero que comprenderá que tengo que cumplir con mi deber.
El intendente le miró fijamente a los ojos sin replicar. Lanser prosiguió:
—No obramos basándonos únicamente en nuestro propio juicio.
Y aunque entre párrafo y párrafo esperaba una réplica, la réplica no llegaba.
—Tenemos que aplicar unas reglas, unas reglas dictadas en la capital. Ese hombre ha matado a un oficial.
—¿Por qué no lo han fusilado? Aquél era el momento oportuno —replicó al fin el intendente.
Lanser meneó la cabeza:
—Aunque estuviera de acuerdo con usted, el resultado sería el mismo. Usted sabe tan bien como yo que el principal propósito del castigo consiste en contener al criminal en potencia. Por eso, ya que el castigo es más para otros que para el castigado, hay que darle publicidad. Incluso hay que dramatizarlo. —Y, poniendo un dedo detrás del cinturón, hizo que bailara el puñalito.
El intendente se alejó y miró al cielo oscuro a través de la ventana:
—Esta noche va a nevar.
—Señor intendente, usted sabe que nuestras órdenes son inexorables. Tenemos que extraer carbón. Si su gente no guarda orden, tendremos que imponerlo a la fuerza —replicó el coronel, cuya voz iba adquiriendo dureza—. Si es necesario, fusilaremos. Si quiere usted evitar sufrimientos a su gente, tiene que ayudarnos a mantener el orden. Ahora bien, mi gobierno entiende que lo discreto es que el castigo emane de la autoridad local. Ese principio contribuye a mejorar el orden.
—¡Ah, el pueblo lo sabía! ¡Qué misterio! —masculló entre dientes el intendente, añadiendo en voz alta—: ¿Desean ustedes que condene a muerte a Alexander Morden después de juzgarlo aquí?
—Sí; y la condena evitará que se derrame más sangre.
El intendente se acercó a la mesa, atrasó la gran silla de la cabecera, se sentó y de pronto parecía ser el juez, y Lanser el acusado. Después tamborileó con los dedos en la mesa:
—Ni ustedes ni su gobierno comprenden. Su gobierno y su pueblo son los únicos del mundo que registran derrota tras derrota durante siglos, y la causa constante es que no comprenden ustedes al pueblo. —Hizo una pausa—. Esa regla que usted me dicta no se puede cumplir. En primer lugar, yo soy el intendente. No tengo facultades para condenar a muerte. En el pueblo no hay nadie que la tenga. Si yo dictara una sentencia de muerte, violaría la ley tanto como ustedes.
—¿Que nosotros hemos violado la ley? —replicó Lanser.
—Al entrar en el pueblo han matado a seis hombres. Con arreglo a nuestras leyes, todos ustedes son culpables de asesinato. ¿Por qué se empeña tontamente en hablar de leyes, coronel? Entre ustedes y nosotros no hay leyes. Esto es la guerra. ¿No sabe usted que tendrán que matarnos a todos para que con el tiempo no les matemos nosotros? Al entrar en el pueblo han destruido ustedes las leyes, y en su lugar funcionan otras. ¿No lo sabe usted?
—¿Puedo sentarme? —preguntó el coronel.
—¿Por qué me lo pregunta? Esa pregunta es otra mentira. Si usted quiere puede tenerme a mí de pie.
—No. Lo crea usted o no, le respeto personalmente y respeto su cargo —replicó el coronel, llevándose momentáneamente una mano a la frente—. Lo que piense yo, hombre de cierta edad y que tiene ciertos recuerdos, carece de importancia, señor intendente. Aunque estuviera de acuerdo con usted, las cosas no cambiarían. Mi labor militar y política tiene ciertas tendencias y ciertas prácticas invariables.
—Y desde el comienzo del mundo ha quedado demostrado que esas tendencias y esas prácticas eran equivocadas en todos los casos —repuso el intendente.
Lanser profirió una risa amarga:
—Yo, hombre que tengo ciertos recuerdos, podría estar de acuerdo con usted; podría incluso añadir que una de las tendencias del espíritu y de la mentalidad militar consiste en la incapacidad para aprender, en la incapacidad para ver más allá del matar que constituye nuestra labor. Pero no soy hombre que se abandona a los recuerdos. Al minero hay que fusilarlo en público, porque la teoría es que así otros se abstendrán de matar.
—Entonces no necesitamos hablar más —dijo el intendente.
—Sí; tenemos que hablar. Queremos que nos ayude usted.
El intendente quedó callado un momento y repuso:
—Le diré lo que voy a hacer. ¿Cuántos eran los hombres que manejaban las ametralladoras que mataron a nuestros soldados?
—No creo que fueran más de veinte —contestó el coronel.
—Muy bien. Si ustedes los fusilan, yo condeno a muerte a Morden.
—¡No lo dirá usted en serio!
—Completamente en serio.
—Usted sabe que eso no se puede hacer.
—Sí. Pero tampoco se puede hacer lo que usted pide.
—Me lo figuraba. Después de todo, habrá que hacer intendente a Corell —exclamó el coronel, levantando la vista en un movimiento rápido—. ¿Se quedará usted para el juicio?
—Sí; me quedaré. Alex no se sentirá tan solo.
Lanser le miró y sonrió un poco tristemente:
—¡Qué labor nos ha tocado!, ¿eh?
—Sí —replicó el intendente—. La única que no se puede realizar.
—¿Cuál es?
—Quebrantar para siempre la moral del hombre —contestó el intendente; e, inclinando un poco la cabeza hacia la mesa, añadió sin mirar—: Ha empezado a nevar. No ha esperado a que llegara la noche. Me gusta el dulce y frío olor de la nieve.