La oficialidad que servía a las órdenes del coronel Lanser instaló su cuartel general en el palacete de la municipalidad. Eran cinco hombres, además del coronel. El mayor Hunter, fuerte en números, hombrecillo que por ser un ente en quien se podía confiar clasificaba a los demás en personas en quienes se podía confiar y en personas que no tenían derecho a vivir, era ingeniero, pero, salvo en caso de guerra, a nadie se le hubiera ocurrido darle mando, pues ponía a los hombres en hilera, como si fueran números, y los sumaba, restaba y multiplicaba. Era más bien un aritmético que un matemático. Jamás le había entrado en la cabeza el humorismo, la música o el misticismo de las matemáticas superiores. Los hombres podrían tener distinta estatura, peso o color, se podrían diferenciar como el 6 del 8, pero, aparte eso, había entre ellos pocas diferencias. Se había casado varias veces y no sabía por qué habían llegado sus mujeres a estar en un terrible estado de nervios antes de abandonarle.
El capitán Bentick era un hombre que amaba la vida de familia, los perros, los niños sonrosados y las Navidades. Demasiado viejo para no ser nada más que capitán, su falta de ambición le había impedido ascender de esa graduación. Antes de la guerra admiraba extraordinariamente a los terratenientes ingleses, vestía trajes ingleses, tenía perros ingleses, fumaba en pipa inglesa una mezcla que le enviaban de Londres, estaba suscrito a revistas de agricultura inglesas y se pasaba la vida discutiendo sobre los respectivos méritos de los setters ingleses y de los setters Gordon. Además pasaba las vacaciones en Sussex y le gustaba que en Budapest o en París lo tomaran por inglés. La guerra cambió todo eso exteriormente, pero el capitán Bentick había fumado demasiado tiempo en pipa y había usado bastón demasiado tiempo para renunciar demasiado bruscamente a esas cosas. Cinco años antes había escrito al Times una carta sobre la desaparición del pasto en los Midlands y la había firmado Edmund Twitchell, Esq.; y lo que es más, el Times la había publicado.
Si el capitán Bentick era demasiado viejo para capitán, el capitán Loft era demasiado joven. El capitán Loft era todo lo capitán que uno se pueda imaginar. Vivía y respiraba capitanía. No tenía momentos civiles. Una potente ambición le había hecho ascender rápidamente. Subió como sube la crema en la leche. Juntaba los talones con la perfección de un bailarín. Conocía todas las reglas de la cortesía militar e insistía en aplicarlas. Los generales le temían porque de conducta militar sabía más que ellos. Creía que el grado más elevado de la evolución animal es el soldado. Si pensaba en Dios, pensaba en Él como en un viejo general cargado de honores, retirado y cano, que vivía de recuerdos de batallas y para depositar coronas de flores en las tumbas de sus oficiales varias veces al año. Creía también que todas las mujeres se enamoraban de un uniforme, y no comprendía cómo podía ser de otra manera. En el curso normal de los acontecimientos hubiera llegado a general de brigada a los cuarenta y cinco años, y se habría visto retratado en los diarios ilustrados, entre mujeres altas, pálidas y masculinas, tocadas con sombreros de ala ancha adornados con encajes.
Los tenientes Prackle y Tonder, dos mocosos, estudiantes de universidad, formados en la política actual, tenían tal fe en el nuevo gran sistema inventado por un genio, que nunca se habían tomado la molestia de comprobar sus resultados. Jóvenes sentimentales, se abandonaban con facilidad a las lágrimas y a la furia. El teniente Prackle guardaba en la parte posterior del reloj un rizo de pelo envuelto en un pedacito de seda azul, pero como el pelo se escapaba y se enredada constantemente en el áncora, para saber la hora tenía que llevar un reloj de pulsera. Bailarín profesional en su vida civil, a pesar de ser un chico alegre, sabía fruncir el ceño como el Líder y cavilar como el Líder. Odiaba el arte degenerado y había destrozado varios lienzos con sus propias manos. Le solían salir tan bien en los cabaret los apuntes a lápiz, que muchas veces le habían dicho que se debía haber dedicado al arte. Tenía varias hermanas rubias y estaba tan orgulloso de ellas que una vez que creyó que las habían insultado armó un tremendo escándalo; y las hermanas se turbaron un poco porque temían que alguien se pusiera a demostrar que no eran insultos sino verdades, cosa que no hubiera sido difícil. La mayor parte del tiempo que tenía libre la pasaba soñando en seducir a la hermana del teniente Tonder, robusta rubia a quien le gustaba ser seducida por hombres de más edad y que no le desarreglaran el pelo como se lo desarreglaba el teniente Prackle.
El teniente Tonder era poeta, un poeta amargo que soñaba en el amor perfecto e ideal que un joven idealista puede sentir por una muchacha pobre. Romántico, de un romanticismo impreciso, su visión era tan amplia como su experiencia. A veces hablaba mentalmente en verso libre con imaginarias mujeres morenas. Soñaba con morir en el campo de batalla, y veía en el fondo a sus padres llorando, y al Líder, animoso pero triste ante la juventud que moría. Se imaginaba frecuentemente cómo sería su muerte, iluminada por un rubio sol de ocaso que reluciría en los rotos arreos militares. Rodeado de sus hombres con la cabeza baja, sobre una densa nube galoparían las valquirias de pecho opulento, madres y amantes en una sola pieza, mientras a lo lejos estallaba un trueno. Sabía hasta las palabras precisas que diría al morir.
Ésos eran los oficiales del coronel Lanser, cada uno de los cuales jugaba a la guerra como los niños juegan a los trompos. El mayor Hunter pensaba en la guerra como en un problema aritmético que tenía que resolver para poder volver a su hogar; el capitán Loft, como en la carrera más adecuada para un joven bien criado, y los tenientes Prackle y Tonder, como en un sueño en que nada era real. Y su guerra había sido hasta entonces un juego: buenas armas y planes bien trazados contra enemigos inermes y sin planes. No habían perdido ninguna batalla y habían sufrido poco daño. En momentos difíciles eran tan cobardes o tan valientes como cualquiera. El único que de todos ellos sabía realmente lo que era la guerra era el coronel Lanser.
Veinte años antes había estado en Bélgica y en Francia, y procuraba no pensar en lo que sabía: que la guerra es traición y odio, y torpezas de generales ineptos, tortura, y muerte, y náuseas, y cansancio; y que cuando todo ha pasado, lo único que queda son nuevos desalientos y nuevos odios. Se decía a sí mismo que él era un soldado a quien le daban órdenes que tenía que cumplir, y que no esperaban de él que las analizara, ni que pensara, sino que las cumpliera; y procuraba apartar los recuerdos de la otra guerra y la idea segura de que ésta sería igual. Ésta será distinta, se decía cincuenta veces al día, ésta será distinta.
En los desfiles, en las aglomeraciones, en los partidos de fútbol y en la guerra, los contornos se difuminan, las cosas reales se convierten en irreales y en la mente se levanta la niebla. La tensión, la excitación, la fatiga y el movimiento se funden en un gran sueño gris, y cuando pasa se hace difícil recordar cómo era aquello de matar o de ordenar que murieran. Y cuando otros que no estuvieron cuentan cómo era, se contesta vagamente: «Sí, creo que así era».
Los oficiales ocuparon tres habitaciones del piso alto del palacete de la municipalidad. En los dormitorios habían puesto sus catres, sus mantas y sus equipos, y de la habitación contigua, que quedaba sobre el salón del piso bajo, habían hecho, con unas sillas y una mesa, una especie de club, no muy confortable, donde escribían cartas, leían cartas, conversaban, se hacían servir café, planeaban operaciones y descansaban. En los cuadros, puestos entre las ventanas, se veían vacas, lagos y pequeñas granjas. Desde las ventanas la vista alcanzaba hasta la orilla del mar por encima del pueblo, y se veían los muelles donde atracaban las gabarras para cargar carbón y volverse al mar; y el pueblo, que torcía en la plaza para llegar a la ribera, y los barquitos de pesca anclados en la bahía con las velas recogidas. De la ribera llegaba el olor de pescado puesto a secar.
El mayor Hunter estaba sentado ante una mesa grande que había en medio de la habitación. Sobre las piernas y apoyado en la mesa tenía un tablero en que, con ayuda de una regla y una escuadra, trazaba el plano de una desviación de línea ferroviaria. Pero la falta de fijeza del tablero le iba irritando tanto que acabó por llamar: «¡Prackle!», y después: «¡Teniente Prackle!».
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció el teniente con la cara medio cubierta de espuma y la brocha en la mano:
—¿Qué?
El mayor agitó el tablero.
—¿No ha aparecido todavía en el equipaje el trípode de mi tablero?
—No sé, mi comandante —contestó Prackle—. No he mirado.
—Pues haga el favor de mirar. Ya basta con tener que trabajar con esta luz. Tendré que volver a dibujar esto antes de pasarlo a tinta.
—En cuanto termine de afeitarme miraré —replicó Prackle.
—Esta desviación es más importante que su belleza —le dijo el mayor, irritado—. Vea si en el montón del dormitorio hay una bolsa de lona que parece de palos de golf.
Prackle desapareció en el dormitorio. Se abrió la puerta de la derecha y entró el capitán Loft con su casco puesto, prismáticos de campaña colgados del cuello y arma al brazo. De todas partes le colgaban estuchitos de cuero. En cuanto entró empezó a desembarazarse de su equipo.
—Bentick está loco. Le he visto salir de servicio con el gorrito cuartelero —exclamó mientras dejaba los prismáticos en la mesa y se quitaba el casco y la bolsa de la máscara. Pronto había un montón sobre la mesa.
—No deje usted esas cosas ahí —le dijo Hunter—. Tengo que trabajar. ¿Por qué no se va a poner Bentick el gorrito? Hasta ahora no ha habido ningún jaleo. Estoy harto de los cascos. Son pesados y no dejan ver.
—La costumbre de no usarlo es mala —replicó Loft con cierta impertinencia—. Influye en el respeto de la gente. Hay que mantener una actitud militar, alerta, y no cambiarla. No hacerlo es buscar complicaciones.
—¿Qué le hace a usted pensar eso? —le preguntó Hunter.
Loft se contuvo un poco. Su seguridad —aquella seguridad que hacía que tarde o temprano le diera a todo el mundo ganas de asestarle un puñetazo en la nariz— le afinó los labios:
—No es que lo crea. No hacía más que parafrasear el Manual X-12 referente a la conducta en países ocupados —replicó; y cuando iba a continuar: «Debería…», lo cambió por: «todos deberían leer detenidamente el Manual X-12».
—Me gustaría saber si su autor estuvo alguna vez en país ocupado. Esta gente es inofensiva; parece buena, obediente —contestó Hunter.
En la puerta apareció Prackle con la cara aún medio cubierta de espuma. Traía un tubo de lona parda. Detrás de él entró el teniente Tonder.
—¿Es éste? —preguntó Prackle.
—Sí; sáquelo y ármelo.
Prackle y Tonder armaron el trípode, lo probaron y lo pusieron cerca de Hunter. El mayor atornilló el tablero, lo inclinó a la derecha y a la izquierda y acabó por acomodarse refunfuñando.
—¿Sabe usted que tiene jabón en la cara? —le preguntó Loft a Prackle.
—Sí, mi capitán. Me estaba afeitando cuando el mayor me ha dicho que le buscara el trípode.
—Más le valdría quitárselo —le contestó Loft—. Podría verle el coronel.
—No le diría nada. No le importan esas cosas.
Tonder miraba por encima del hombro de Hunter para ver cómo trabajaba.
—Es posible que no le importen, pero no está bien —repuso Loft.
Prackle sacó un pañuelo y se limpió la mejilla. Tonder señaló con el dedo un dibujito de uno de los ángulos del tablero del mayor:
—Bonito puente, mi comandante. Pero ¿dónde diablos vamos a construirlo?
Hunter miró el dibujo que le había señalado Tonder y se volvió para mirarle a él:
—¡Ah! Ese puente no lo vamos a construir. El trabajo que vamos a hacer es este otro.
—¿Qué hace usted entonces con ese puente?
Hunter pareció turbarse un poco:
—Verá usted. En el patio de mi casa tengo un modelo de línea ferroviaria y pensaba trazar un puente sobre una ondulación, pero no he llegado a ponerlo y he querido proyectarlo mientras estaba fuera.
El teniente Prackle sacó del bolsillo una página en rotograbado y la desplegó. Era el retrato de una chica rubia y rolliza —toda pantorrillas, vestidito y pestañas, medias negras caladas y escote bajo— que fisgaba por detrás de un abanico negro de encaje. Y después de contemplarlo bien, sosteniéndolo en alto, exclamó:
—Qué cosa más bonita, ¿eh?
El teniente Tonder lo miró con ojos críticos y replicó:
No me gusta.
—¿Qué es lo que te gusta?
—No me gusta ella. ¿Para qué guardas su retrato?
—Porque me gusta, y estoy seguro de que a ti también —le contestó Prackle.
—A mí no me gusta —replicó Tonder.
—¿Me quieres decir que no le darías una cita si pudieras?
—No se la daría.
Prackle se acercó a una de las cortinas:
—Estás loco. Voy a ponerlo aquí arriba para que pienses un poco en ella.
Y fijó el retrato en la cortina con un alfiler.
—Ahí no queda muy bonito —exclamó el capitán Loft, que estaba recogiendo su equipo—. Es preferible que lo quite, teniente. No produciría muy buena impresión en la gente del pueblo.
Hunter alzó la vista: «¿Qué es lo que no produciría buena impresión?». Y, cuando vio el retrato, preguntó:
—¿Quién es?
—Una actriz —contestó Prackle.
Hunter lo miró detenidamente:
—¿La conoce usted?
—Es una golfa —replicó Tonder.
—¡Ah, entonces usted la conoce! —repuso Hunter.
Prackle miró fijamente a Tonder.
—¿Cómo sabes que es una golfa?
—Tiene cara de golfa —contestó Tonder.
—¿La conoces?
—No, ni quiero.
Prackle empezó a decir: «Entonces ¿cómo sabes que…?», cuando le interrumpió Loft:
—Es preferible que lo quite de ahí. Póngalo encima de su catre si quiere. Esta habitación tiene algo de despacho oficial.
Prackle le miró en actitud rebelde y le iba a decir algo, pero el capitán Loft le cortó:
—Es una orden, teniente.
El pobre Prackle dobló el papel, se lo metió en el bolsillo e intentó alegremente cambiar de conversación:
—En este pueblo hay chicas bonitas. En cuanto normalicemos un poco la vida y todo marche bien, me voy a dedicar a conocer unas cuantas.
—Más le vale leer X-12. Hay un capítulo que trata de asuntos sexuales —le contestó Loft antes de salir llevándose su mochila, sus prismáticos y el resto del equipo.
El teniente Tonder seguía mirando por encima del hombro de Hunter.
—Eso está muy bien. Los camiones cargados de carbón llegan desde la mina hasta el mismo barco.
Hunter dejó lentamente de trabajar y replicó:
—Tenemos que darnos prisa; hay que poner el carbón en movimiento. Es mucha labor. Me alegra mucho que la gente de aquí sea tranquila y sensata.
Loft volvió sin su equipo, se plantó ante la ventana y contempló la bahía y la mina de carbón:
—Si son tranquilos y sensatos, es porque nosotros somos tranquilos y sensatos. El mérito es nuestro. Por eso insisto en la conducta. Está cuidadosamente pensada.
Se abrió la puerta y entró el coronel Lanser quitándose el capote. Sus oficiales le hicieron el saludo militar, no con demasiada rigidez, pero con la suficiente.
—¿Quiere usted ir a relevar a Bentick, capitán? —preguntó Lanser a Loft—. No se siente bien. Dice que le dan vahídos.
—A la orden, mi coronel —replicó Loft—. ¿Puedo indicar que hace un momento que he vuelto del servicio?
El coronel le miró fijamente:
—Espero que no tendrá usted ningún inconveniente, capitán.
—Ninguno, mi coronel. Lo digo para que se mencione.
Lanser se calmó y se echó a reír:
—Le gusta que le mencionen en los informes, ¿eh?
—No le he comprendido, mi coronel.
—Y cuando le mencionen unas cuantas veces tendrá usted un colgajo en el pecho, ¿verdad?
—Son mojones de la carrera militar, mi coronel.
—Pero no será eso lo que recordará usted, capitán.
—No le he comprendido, mi coronel.
—Quizá comprenda usted más tarde lo que quiero decir.
El capitán Loft se puso rápidamente el equipo: «A la orden, mi coronel». Y salió. Sus pasos resonaron en la escalera de madera. El coronel le siguió con la vista con cierto regocijo y exclamó en voz baja:
—Ahí va un soldado nato.
Hunter alzó la vista, dejó el lápiz y replicó:
—Un asno nato.
—No —contestó Lanser—. Es soldado como otros son políticos. Antes de mucho estará en el estado mayor de algún general y, como verá la guerra desde arriba, le seguirá gustando.
—¿Cuándo cree usted que terminará la guerra, mi coronel? —le preguntó el teniente Prackle.
—Terminar, terminar, ¿qué quiere usted decir?
—¿Cuándo cree usted que la ganaremos?
Lanser meneó la cabeza:
—¡Ah, no sé! El enemigo vive todavía.
—Pero lo aplastaremos —replicó Prackle.
—¿Cree usted? —le preguntó el coronel.
—¿Usted no?
—Sí, sí; siempre conseguimos aplastar —contestó Lanser.
—¿Cree usted que si hay tranquilidad por Navidad concederán algunas licencias? —le preguntó Prackle muy animado.
—No sé. Esa clase de disposiciones las toman en el ministerio —le contestó el coronel—. ¿Quiere usted ir a casa por Navidad?
—Me gustaría.
—Tal vez vaya usted —le contestó el coronel—. Tal vez vaya usted.
—¿Cree usted que dejaremos este trabajo cuando termine la guerra, mi coronel? —preguntó el teniente Tonder.
—No sé. ¿Por qué lo pregunta?
—Este país es agradable; la gente es simpática. Nuestros hombres, por lo menos algunos, podrían quedarse aquí.
—¿Ha visto usted algún sitio que le gusta? —le preguntó el coronel en tono de broma.
—Hay granjas muy hermosas. Juntando cuatro o cinco no es mal sitio para quedarse.
—¿No tiene usted tierras propias?
—No, mi coronel. Se las llevó la inflación.
Lanser se había cansado ya de hablar con niños:
—Bueno: todavía tenemos la guerra por delante. Por ahora nos tenemos que ocupar del carbón. ¿Cree usted que para poner en explotación estos países podemos esperar a que termine la guerra? Esa clase de órdenes vienen de las alturas. Así se lo diría a usted el capitán Loft. —Después cambió de tono—: Hunter, su acero llega mañana. Esta semana podrá usted empezar el trazado de la vía.
Se oyó una llamada a la puerta y asomó la cabeza de un centinela:
—El señor Corell quiere verle, mi coronel.
—Dígale que pase —contestó el coronel, añadiendo para los demás—: Es el que hizo el trabajo preliminar. Es posible que nos dé algunos disgustos.
—¿Lo hizo bien? —preguntó Tonder.
—Sí, lo hizo bien, y no va a tener gran popularidad en el pueblo. Es posible que no la tenga tampoco entre nosotros.
—No hay duda de que ha hecho méritos —replicó Tonder.
—No, y no creo que dejará de invocarlos —repuso el coronel.
Corell entró frotándose las manos. Irradiaba buena voluntad y camaradería. Vestido con el mismo traje negro del día anterior, tenía en la cabeza un vendaje sujeto con una cruz de esparadrapo, y, avanzando hasta el centro de la habitación, exclamó:
—Buenos días, mi coronel. Debía haberle visitado ayer, después del disgusto de abajo, pero pensé que estaría usted muy ocupado.
—Buenos días —contestó el coronel, y con un ademán presentó—: Mis oficiales.
—Buenos mozos —repuso Corell—. Han actuado bien. También es verdad que yo les había preparado bien el terreno.
Hunter bajó la mirada, tomó una plumilla, la mojó en el tintero y se puso a pasar a tinta el plano.
—Lo había preparado usted bien, pero ojalá no hubiera matado usted a aquellos seis hombres; ojalá no hubieran vuelto —repuso Lanser.
Corell abrió los ojos complacido:
—Seis hombres no son muchos para un pueblo como éste, donde hay una mina de carbón.
Lanser replicó seriamente:
—No me opongo a matar cuando es necesario, pero a veces es mejor no matar.
Corell, que había estado mirando bien a los oficiales, desvió la mirada:
—¿Podríamos hablar… a solas, mi coronel?
—Si usted quiere, sí. Teniente Prackle, teniente Tonder, hagan el favor de pasar a su habitación. El mayor Hunter está trabajando, y cuando trabaja no oye nada de lo que se dice. Hunter alzó la mirada, sonrió mansamente y volvió a fijarla en el tablero. Cuando los tenientes salieron, el coronel añadió:
—Bueno, ya estamos. ¿No quiere usted sentarse?
Corell se sentó detrás de la mesa:
—Gracias, mi coronel.
Lanser le miró al vendaje de la cabeza:
—¿Qué? ¿Ya le han querido matar?
Corell se lo palpó:
—¿Esto? Me lo ha hecho una piedra que ha caído del monte.
—¿Está seguro de que no se la han tirado?
—¿Qué quiere usted decir? Esta gente no tiene nada de feroz. Hace cien años que no han tenido ninguna guerra. Han olvidado lo que es guerrear.
—Ha vivido usted aquí y debe usted de saberlo —le contestó el coronel acercándose—. Pero si no le pasa nada, es que esta gente es muy distinta de la del resto del mundo. Yo he participado en otras ocupaciones. Hace veinte años estuve en Bélgica y en Francia.
Y, meneando la cabeza como para alejar los pensamientos, añadió ásperamente:
—Ha actuado usted bien y le debemos agradecimiento. Le he mencionado en mi informe.
—Gracias, mi coronel —contestó Corell—. He hecho lo posible.
El coronel añadió con aire un poco cansado:
—¿Qué piensa usted hacer ahora? ¿Le gustaría volver a la capital? Si tiene prisa, lo podemos mandar en una gabarra de carbón. Sí prefiere esperar, irá en un destructor.
—No quiero volver. Quiero quedarme aquí. —Lanser analizó un momento el deseo de Corell:
—Ya sabe usted que no tengo muchos hombres. No puedo prestarle una protección adecuada.
—No necesito protección. Ya le he dicho que esta gente no es violenta.
Lanser le miró un instante el vendaje. Hunter levantó la vista, y exclamó:
—Más le vale empezar a usar casco —y siguió trabajando.
Corell se adelantó un poco en la silla:
—Quería hablar con usted de una cosa, mi coronel. He pensado que podría ser útil en la administración civil.
Lanser se volvió sobre sus talones, se acercó a la ventana, contempló el paisaje y, volviéndose, replicó en tono suave:
—¿Qué proyectos tiene usted?
—Le diré. Ustedes necesitan una autoridad civil en quien confiar. He pensado que el intendente Orden podría dejar de serlo y…, bueno, si asumo yo el cargo, la autoridad militar y la civil funcionarían de perfecto acuerdo.
Lanser —a quien pareció que se le agrandaron y abrillantaron los ojos— se le acercó y le dijo con dureza:
—¿Ha mencionado eso en su informe?
—Naturalmente. Lo he mencionado en… mi análisis…
—¿Ha hablado usted con alguien del pueblo, excepto el intendente, desde que hemos llegado? —le interrumpió Lanser.
—No. Ya comprenderá usted que todavía están un poco sobresaltados. No esperaban esto —contestó Corell, soltando una risita—. No, mi coronel; indudablemente no esperaban esto.
Pero Lanser insistió:
—¿De modo que no sabe usted lo que piensan?
—Saber… no; están sobresaltados. Están como en un sueño.
—¿No sabe lo que piensan de usted?
—Tengo muchos amigos. Conozco a todo el mundo.
—¿Ha ido algún comprador esta mañana a su tienda?
—No. Es natural que haya habido una interrupción en los negocios. Nadie compra nada.
Lanser se calmó repentinamente, se acercó a una silla, se sentó, cruzó las piernas y replicó en tono suave:
—Su servicio es difícil y requiere valor. Habría que recompensarle bien.
—Gracias, mi coronel.
—Con el tiempo le odiarán.
—No me importa. Son enemigos.
Lanser titubeó mucho tiempo antes de hablar y le contestó en el mismo tono suave:
—No va usted a tener ni siquiera nuestro respeto.
Corell se puso en pie de un salto y replicó excitado:
—Esas palabras están en contradicción con las del líder. El líder ha dicho que todos los servicios son igualmente dignos.
—Espero que esté en lo cierto. Espero que sepa adivinar lo que piensan los soldados —replicó en tono muy suave el coronel. Después en un tono casi compasivo, añadió—: Habría que concederle a usted una gran recompensa. —Y, callándose un momento, concentró de nuevo sus pensamientos y prosiguió—: Ahora, vamos a precisar. El mando lo tengo yo. Mi labor consiste en extraer carbón. Para extraerlo tengo que mantener el orden y la disciplina, y para eso necesito saber lo que piensa el pueblo. Tengo que prever la rebelión, ¿comprende usted?
—Bueno: yo puedo averiguar lo que quiere usted saber. Como intendente seré muy eficiente —contestó Corell.
Lanser meneó la cabeza:
—Sobre eso no tengo instrucciones. Tengo que decidirlo yo mismo. Creo que usted no volverá a saber nunca más lo que aquí pasa. Creo que nadie volverá a hablarle; creo que no se le acercarán más sino quienes viven para el dinero, quienes pueden vivir para el dinero. Si no le presto protección, corre usted grave peligro. Me agradaría mucho que regresara a la capital para que le concedan la recompensa que merece.
—Mi sitio está aquí —contestó Corell—. Me lo he hecho yo. En mi informe se habla de todo.
Lanser prosiguió como si no lo hubiera oído:
—El intendente Orden no es ya un intendente. Es uno del pueblo. Para saber lo que el pueblo piensa y hace no necesita preguntar, porque piensa como él. Vigilándolo a él, los conoceré. Debe continuar en su cargo. Ésa es mi decisión.
—La labor que he hecho merece mejor trato que el de mandarme marchar de aquí —replicó Corell.
—Es verdad, pero creo que para la otra labor más importante no será usted sino un obstáculo. Si no le odian todavía, le odiarán. El primero a quien matarían en la primera rebelión sería a usted. Creo que voy a sugerir que lo llamen.
—Me permitirá usted esperar la contestación al informe que he enviado a la capital, ¿verdad? —replicó Corell con cierta sequedad.
—Naturalmente. Pero le aconsejo que vuelva, por su propia seguridad. Francamente, señor Corell, aquí no vale usted ya para nada. Pero…, bueno, debe de haber otros planes para otros países. Es posible que ahora le manden a algún pueblo de otro país. Adquirirá usted prestigio en otro campo de actividad. Es posible que lo destinen a un pueblo más grande, incluso a una ciudad, donde la responsabilidad será mayor. Le voy a recomendar encarecidamente por la labor que aquí ha hecho.
Los ojos de Corell brillaron de satisfacción:
—Gracias, mi coronel. He trabajado duramente. Quizá tenga usted razón. Pero le ruego que me permita esperar la respuesta de la capital.
Lanser le dijo con dureza, entornando los ojos:
—Use casco, quédese en casa, no salga de noche y, sobre todo, no beba. No confíe en ninguna mujer ni en ningún hombre, ¿entendido?
Corell le dirigió una mirada compasiva:
—Creo que no comprende usted. Tengo una casita. Me cuida una campesina. Creo que hasta me quiere un poco. Esta gente es sencilla, pacífica. Yo los conozco bien.
—¿Cuándo aprenderá usted que no hay gente pacífica? ¿No puede comprender que no hay gente pacífica? Les hemos invadido el país a traición, mediante una traición preparada por usted. —Y añadió alzando la voz y con la cara roja—: ¿No puede usted comprender que estamos en guerra con esa gente?
—Los hemos derrotado —replicó Corell un poco impertinentemente.
El coronel se puso en pie y abrió los brazos desalentado. Hunter alzó la mirada, alargó una mano para evitar que se moviera el tablero y exclamó:
—Cuidado, mi coronel. Estoy pasando a tinta el proyecto y no quisiera tener que volver a empezarlo.
—Perdón —le contestó el coronel mirándole. Después continuó como si estuviera explicando en un aula—: La derrota es cosa momentánea, dura poco. Nosotros fuimos derrotados, y ahora atacamos. ¿No comprende usted que una derrota no significa nada? ¿Sabe usted lo que susurran detrás de las puertas?
—¿Lo sabe usted? —le replicó Corell.
—No, pero lo sospecho.
Corell dijo en tono insinuante:
—¿Tiene usted miedo, mi coronel? ¿Está justificado el miedo del jefe de esta ocupación?
El coronel se sentó pesadamente:
—Es posible que sea eso. —Luego exclamó en tono de disgusto—: Estoy cansado de la gente que nunca ha estado en la guerra y sabe perfectamente lo que es. —Y apoyando la barbilla en la palma de la mano, añadió—: Me acuerdo de una viejecita de Bruselas. Tenía cara de buena, pelo blanco, manos arrugadas de vieja y una palidez en que las venas parecían casi negras. Cantaba nuestras canciones nacionales envuelta en un chal negro contra el que destacaba su pelo blanquiazul. Siempre sabía dónde encontrar un cigarrillo o una virgen. —Y al decirlo retiró la mano y se sorprendió a sí mismo como si se hubiera quedado dormido—. No sabíamos que habíamos fusilado a un hijo suyo. Para cuando la fusilamos había matado doce hombres con un alfiler de sombrero. Lo tengo todavía en casa. Tiene una cabeza de esmalte con un pajarito azul y verde.
—¿La fusilaron ustedes? —preguntó Corell.
—¡Claro que la fusilamos!
—¿Y acabaron los asesinatos?
—No; los asesinatos no acabaron. Y cuando nos retiramos al fin, el pueblo cortaba el paso a los rezagados, y a unos los quemaban vivos, y a otros les arrancaban los ojos, y a algunos llegaron a crucificarlos.
—Esas cosas no se deben decir —dijo Corell, alzando la voz.
—Esas cosas no se deben recordar —replicó Lanser.
—No debería ser el jefe si tiene miedo —le dijo Corell.
—Es que yo sé guerrear —contestó suavemente Lanser—. Y cuando se sabe, por lo menos no se cometen equivocaciones tontas.
—¿Habla usted así a los oficiales jóvenes?
Lanser meneó la cabeza:
—No; no me creerían.
—¿Y por qué me habla así a mí?
—Porque su labor ha terminado. Recuerdo que una vez… —Y mientras hablaba se oyeron unos pasos en la escalera y se abrió bruscamente la puerta. Asomó la cabeza de un centinela y entró el capitán Loft, quien, rígido, fríamente, con aire militar, exclamó:
—Ha habido una alteración de orden, mi coronel.
—¿Una alteración de orden?
—Tengo que informarle de que han matado al capitán Bentick, mi coronel.
—¡Ah…, sí…, Bentick! —exclamó el coronel.
Se oyeron otros pasos en la escalera y entraron dos camilleros con una camilla en la que yacía un cuerpo cubierto con unas mantas.
—¿Está usted seguro de que ha muerto? —preguntó el coronel a Loft.
—Completamente seguro, mi coronel —contestó secamente el capitán.
Del dormitorio salieron los tenientes con las bocas entreabiertas y con caras de un poco asustados.
—Póngala ahí —ordenó el coronel, señalando el espacio que había entre las ventanas. Y cuando los camilleros salieron, se arrodilló, levantó una punta de la manta, la volvió a dejar inmediatamente como estaba y, arrodillado, preguntó a Loft—: ¿Quién es el autor?
—Un minero —contestó Loft.
—¿Cuál ha sido la causa?
—Estaba yo presente.
—Entonces, infórmeme usted, hombre. ¡Maldita sea!
Loft se contuvo y explicó en tono solemne:
—Cumpliendo órdenes suyas, mi coronel, acababa de relevar al capitán Bentick; y cuando el capitán Bentick estaba a punto de marcharse he tenido una cuestión con un minero terco que quería dejar el trabajo y gritaba que él era un hombre libre. Le he ordenado que se pusiera a trabajar y se ha lanzado contra mí con un pico. El capitán Bentick ha querido interponerse… —Y señaló vagamente el cadáver.
Lanser, que seguía arrodillado, asintió lentamente:
—Bentick era un hombre curioso. Quería a los ingleses. Le gustaba todo lo inglés. Creo que no le gustaba mucho guerrear… ¿Ha detenido usted al minero?
—Sí, mi coronel.
Lanser se incorporó lentamente y habló como para sí mismo:
—Ya empezamos de nuevo. Ahora fusilaremos al minero y nos haremos veinte nuevos enemigos. Eso es lo único que sé con seguridad, lo único que sé con seguridad.
—¿Qué dice usted, mi coronel? —preguntó Prackle.
—Nada, nada —contestó Lanser—. Estaba pensando. —Y volviéndose hacia Loft ordenó—: Salude usted al intendente en mi nombre y ruéguele que venga a verme inmediatamente; dígale que se trata de un asunto muy importante.
El mayor Hunter alzó la mirada, secó cuidadosamente la plumilla y la guardó en un estuche forrado de terciopelo.