Capítulo primero

Para las once menos cuarto había terminado todo. El pueblo estaba ocupado, los defensores habían sido derrotados, la guerra había concluido. El invasor había preparado aquella campaña con el mismo cuidado que otras más importantes. El domingo por la mañana, el cartero y el vigilante habían salido a pescar en el bote a vela que el popular comerciante Corell les había prestado para todo el día, y estaban varias millas mar adentro cuando vieron que pasaba en silencio un pequeño y oscuro transporte cargado de soldados. Como el asunto les concernía personalmente en su calidad de funcionarios, decidieron enterarse de lo que sucedía, mas para cuando llegaron al puerto los soldados se habían apoderado de él. Ni siquiera pudieron llegar a sus oficinas de la municipalidad, y cuando insistieron en sus derechos los apresaron y los encerraron en la cárcel.

También las fuerzas locales —doce hombres— estaban fuera del pueblo aquella mañana de domingo, pues el popular comerciante Corell les había proporcionado el almuerzo, blancos, cartuchos y premios para un concurso de tiro que se celebraba a seis millas de distancia en una encantadora pradera de su propiedad. Las fuerzas locales, fuertes muchachotes, oyeron el ruido de los aviones, vieron a lo lejos los paracaídas y apretaron el paso para volver al pueblo. Cuando llegaron, el invasor había enfilado las ametralladoras en la carretera. Los chicarrones, con poca experiencia de la guerra y ninguna de la derrota, abrieron entonces fuego con sus fusiles. Tabletearon un momento las ametralladoras y seis de los muchachotes se convirtieron en seis bultos muertos, acribillados a balazos; otros tres quedaron moribundos y los tres restantes huyeron al monte con sus fusiles.

A las diez y media la banda de música de los invasores tocaba una hermosa pieza sentimental en la laza del pueblo ante los vecinos, que, boquiabiertos y con ojos asombrados, la escuchaban y miraban a los soldados de casco gris y fusil-ametralladora al brazo.

A las diez y treinta y ocho minutos se enterraba a los muertos, quedaban plegados los paracaídas y el batallón se alojaba en el depósito que Corell tenía en el dique, donde había mantas y catres para un batallón.

A las once menos cuarto el intendente Orden había recibido la petición oficial de una audiencia para el coronel Lanser, jefe de los invasores, fijada para las once en punto en el palacio —cinco habitaciones— de la municipalidad.

El salón de la municipalidad era muy agradable y acogedor. Las doradas sillas de gastado tapiz y dispuestas rígidamente parecían criados que no tuvieran nada que hacer. Al lado del hogar de mármol donde ardía la cestita de un fuego sin llamas había una carbonera adornada con pinturas. Dos ventrudos jarrones flanqueaban en la repisa a un gran reloj de porcelana en que abundaban rollizos querubines. El papel de las paredes era rojo oscuro con figuras doradas; el friso de madera, blanco y bonito, estaba muy limpio. Los cuadros reflejaban principalmente el asombroso heroísmo de unos perrazos que acudían en auxilio de unos niños en peligro. Ni el agua, ni el fuego, ni los terremotos podían hacerle nada a un niño mientras hubiera perros como aquéllos.

Sentado al lado del fuego, el viejo doctor Winter, hombre barbado, sencillo y con cara de bueno, historiador y médico del pueblo, tenía en los ojos una expresión de asombro mientras, cruzadas las manos sobre las piernas, sus pulgares giraban uno en torno a otro. Hombre tan sencillo que sólo un hombre profundo podía saber que era profundo, de pronto miró a Joseph, criado del intendente, para saber si había observado los asombrosos giros de sus pulgares, y le preguntó:

—¿Es a las once?

Joseph contestó abstraído:

—Sí, señor. La nota decía que a las once.

—¿La ha leído usted?

—No, señor. Me la ha leído su excelencia.

Y se puso a tocar las sillas para ver si se habían movido desde la última vez que las había puesto en su sitio. Habitualmente rezongaba a los muebles, pues esperaba que se mostraran impertinentes, o picaros, o que tuvieran polvo. En el mundo en que el intendente Orden era líder de hombres, Joseph era líder del moblaje, de los cubiertos de plata y de la vajilla. Hombre de cierta edad, enjuto y serio, su vida era tan complicada que sólo un hombre profundo hubiera comprendido que era un hombre sencillo. En el giro de los pulgares del doctor Winter no veía nada asombroso; lo que le producía era irritación. Sospechaba que algo importante pasaba en el pueblo cuando habían llegado tropas extranjeras y los soldados locales habían muerto o caído prisioneros. Tarde o temprano necesitaba una opinión clara sobre la cosa. No quería que hubiera frivolidad, ni que los pulgares del médico giraran, ni esperaba tonterías de los muebles. El doctor Winter movió la silla unas pulgadas desde el sitio de ritual y Joseph esperó con impaciencia que llegara el momento en que pudiera volver a ponerla en su sitio.

—Entonces, a las once estarán aquí. Es gente puntual —exclamó el médico.

—Sí, señor —replicó Joseph sin escuchar.

—Es gente puntual.

—Sí, señor.

—Parecen máquinas.

—Sí, señor.

—Corren hacia su destino como si no los estuviera esperando. Empujan al mundo para que gire más de prisa.

—Así es —contestó Joseph, simplemente porque se iba cansando de decir: «Sí señor».

A Joseph no le gustaba aquella clase de conversación, porque no le ayudaba a formarse opiniones sobre nada. No tendría sentido que después dijera a la cocinera: «Es gente puntual, Annie». Annie le preguntaría: «¿Qué gente?» y «¿Por qué?», y acabaría diciéndole: «No diga usted tonterías, Joseph». Joseph había intentado antes contar abajo cosas que decía el médico, y siempre había resultado lo mismo: a Annie le parecían tonterías.

El médico alzó la vista, fija en los pulgares, y observó la disciplina que Joseph imponía en las sillas:

—¿Qué hace el intendente?

—Está vistiéndose para recibir al coronel.

—¿Y no le ayuda usted? Si se viste solo se va a vestir mal.

—Le está ayudando Madame. Quiere que tenga la mejor facha posible. Le está —y Joseph se ruborizó un poco— arrancando los pelos de las orejas. Como eso hace cosquillas no me deja que se los arranque yo.

—Claro que hace cosquillas —contestó el doctor Winter.

—Madame insiste en arrancárselos.

El doctor Winter se echó a reír, se levantó y alargó las manos hacia el fuego. Joseph se lanzó hábilmente a colocar la silla donde debía estar.

—Somos admirables —exclamó el médico—. El país se hunde, han conquistado el pueblo, el intendente se dispone a recibir al conquistador y Madame le sujeta del cuello para poder dominar su forcejeo y arrancarle los pelos de las orejas.

—Se estaba abandonando mucho —replicó Joseph—. También sus cejas tienen necesidad. A su excelencia le molesta aún más que le arranquen las cejas que el que le arranquen los pelos de las orejas. Dice que el arrancar cejas hace daño. No sé si Madame conseguirá arrancárselas.

—Lo intentará.

—Quiere que tenga la mejor facha posible.

En el cristal de la puerta se vio una cara y un casco. Se oyó una llamada y se hubiera dicho que en el salón se había apagado una cálida luz y que todo se ponía gris.

El doctor Winter miró al reloj y dijo a Joseph:

—Llegan antes de la hora. Que pasen.

Joseph se acercó a la puerta y la abrió. Un soldado —capote largo, casco, fusil-ametralladora al brazo— entró, dirigió una rápida mirada a derecha e izquierda y dejó paso. En el umbral apareció un oficial en cuyo sencillo uniforme no se conocía la graduación sino en las hombreras. Parecía el retrato —exagerado— de un gentleman inglés. Un poco cargado de hombros, cara roja y nariz larga, pero simpática, vestido de uniforme tenía el aire de desdichado que suelen tener la mayoría de los oficiales ingleses y, plantado en el umbral, miró fijamente al doctor Winter.

—¿Es usted el intendente Orden?

El médico sonrió:

—No, no soy el intendente.

—¿Es usted funcionario de la municipalidad?

—No; soy el médico del pueblo y amigo del intendente.

—¿Dónde está el intendente?

—Vistiéndose para recibirles. ¿Es usted el coronel?

—No; soy el capitán Bentick. —Y al decirlo inclinó la cabeza para saludar al médico, quien le devolvió ligeramente el saludo. Después el capitán añadió como un poco turbado por lo que tenía que decir—: Nuestras ordenanzas prescriben que antes de que el jefe entre en una habitación veamos si hay armas. No se trata de faltar al respeto, señor doctor. —Y por encima del hombro gritó—: ¡Sargento!

El sargento se acercó rápidamente a Joseph y le palpó los bolsillos:

—No tiene nada, mi capitán.

El capitán se dirigió al médico:

—Espero que sabrá disculparlo.

El sargento se acercó al médico, le palpó también los bolsillos y sus manos se detuvieron en el del interior del saco, del que rápidamente extrajo un aplastado estuche de cuero que entregó al capitán. El capitán lo abrió, vio que contenía unos sencillos instrumentos quirúrgicos —dos escalpelos, unas agujas de suturar, unas pinzas y una aguja de inyecciones—, volvió a cerrarlo y se lo devolvió al médico.

El doctor Winter explicó:

—Soy médico de pueblo y una vez tuve que hacer una apendicectomía con un cuchillo de cocina. Desde entonces llevo siempre esas cosas encima.

El capitán abrió un estuchito de cuero que llevaba en el bolsillo y replicó:

—Creo que éste contiene armas de fuego.

—¡Qué bien hacen ustedes las cosas!

—Sí; el hombre que teníamos aquí ha trabajado una buena temporada.

—Supongo que no querrá usted decirme quién es —exclamó el médico.

—Como ya ha terminado su labor, no creo que haya ningún inconveniente. Se apellida Corell.

El médico hizo un gesto de asombro:

—¿George Corell? ¡No puede ser! Ha hecho mucho por el pueblo; ha concedido hasta premios para el concurso de tiro que se iba a celebrar en las afueras. —Y sus ojos empezaron a ver lo que había sucedido, y su boca se cerró lentamente mientras decía—: Ahora lo comprendo; por eso organizó el concurso de tiro. Sí, sí, ya lo comprendo. Pero así y todo me parece imposible que pueda ser George Corell.

Se abrió la puerta del otro lado y apareció el intendente escarbándose el oído derecho con un meñique. Vestía de chaqué, ostentaba el collar del cargo y tenía un bigotazo blanco que caía como una ducha y dos bigotes más pequeños, uno sobre cada ojo. Se había pasado el cepillo de cabeza tan recientemente que el pelo empezaba entonces a esforzarse para recobrar su libertad y enderezarse. Llevaba tanto tiempo siendo intendente que personificaba la idea «intendente». Hasta las personas mayores le veían en la imaginación cuando veían impresa o escrita la palabra «Intendente». Su cargo y él eran una sola cosa. El cargo le había dado dignidad, y él había puesto calor en el cargo.

Detrás del intendente apareció Madame, mujer pequeña, arrugada y decidida. Madame entendía que era ella quien de una pieza de paño había creado a aquel hombre; que era ella quien lo había inventado, y estaba segura de que si tuviera que hacerlo de nuevo le saldría mejor. Sólo una o dos veces le había comprendido totalmente en la vida, pero la parte de él que conocía la conocía al detalle y bien. No se le escapaban jamás su falta de apetito ni ningún dolor que pudiera sentir, sus descuidos ni sus mezquindades; pero ninguno de sus pensamientos, sueños ni nostalgias le llegó nunca, a pesar de que varias veces había contemplado las estrellas.

En aquella ocasión se adelantó un poco y, como le hubiera sacado de la boca el dedo a un niño que estuviera chupándoselo, le agarró de la mano para sacarle el meñique de la oreja, le puso la mano en el costado en que debía tenerla y dijo:

—Nunca he creído que haga tanto daño como dices. —Y, dirigiéndose al médico, añadió—: No me deja que le arregle las cejas.

—Hace daño —replicó el intendente.

—Muy bien; si quieres tener la facha que tienes, no es mía la culpa —repuso Madame, quien se dirigió otra vez al médico—: Me alegro de que esté usted aquí, doctor. —Después alzó la vista y miró al capitán Bentick—: ¡Ah, el coronel!

—No, señora; estoy preparando la llegada del coronel —contestó el capitán—: ¡Sargento!

El sargento, que había estado dando vuelta a los cojines y mirando detrás de los cuadros, se acercó al intendente y le palpó los bolsillos.

—Perdone usted, señor intendente. Lo mandan las ordenanzas —dijo el capitán. Después dirigió la mirada a un librito que tenía en la mano—. Excelencia, creo que tiene usted dos armas de fuego.

—¿Armas de fuego? —replicó el intendente—. Supongo que se refiere usted a las escopetas. Sí; tengo una escopeta y un fusil de caza. —Y añadió en un tono un poco quejumbroso—: Ya no salgo mucho de caza. Siempre tengo la intención de salir, pero cuando empieza la temporada no salgo. Ya no me gusta tanto como antes.

El capitán Bentick insistió:

—¿Dónde están las armas, excelencia?

El intendente se frotó una mejilla e intentó recordar:

—Creo que… —y se volvió hacia Madame—. ¿No estaban en el fondo del armario del dormitorio, juntamente con los bastones?

—Sí, y hasta la última prenda huele a aceite. Ya podías guardarla en otro sitio —contestó Madame.

A la voz de «¡Sargento!» dada por el oficial, el subordinado entró en el dormitorio. El capitán Bentick exclamó:

—Es un deber desagradable. Perdonen ustedes.

El sargento volvió trayendo una escopeta de dos caños y un buen rifle de caza y los dejó al lado de la puerta de entrada.

—Eso es todo; gracias, excelencia; gracias, Madame —dijo el capitán, y, volviéndose hacia el médico, añadió—: Gracias, doctor. El coronel Lanser vendrá en seguida. Buenos días.

Y salió seguido por el sargento, que llevaba la escopeta y el rifle en una mano y el fusil-ametralladora en el brazo derecho.

—Por un momento había creído que era el coronel. Es bastante buen mozo —dijo Madame.

El médico comentó irónicamente:

—Ha venido para proteger al coronel.

Madame estaba pensando: «¿Cuántos oficiales vendrán?». Pero cuando miró a Joseph y vio que estaba escuchando desvergonzadamente, meneó la cabeza y le frunció el ceño, y Joseph se volvió a las cositas que estaba haciendo y continuó quitando el polvo.

—¿Cuántos cree usted que vendrán? —preguntó Madame al médico.

El médico movió escandalosamente una silla y se sentó:

—No sé.

—Hemos estado hablando de qué es lo que les podríamos ofrecer: si una taza de té o una copa de vino. Si les ofrecemos algo, no sé cuántos van a ser, y si no les ofrecemos nada, ¿qué vamos a hacer?

El médico meneó la cabeza y sonrió:

—No sé. Hace tanto tiempo que no hemos conquistado nada o que no nos han conquistado, que no sé lo que se debe hacer.

El intendente se había vuelto a llevar un dedo a la oreja:

—Me parece que no debemos ofrecerles nada. Creo que al pueblo no le gustaría. No sé por qué, no quiero beber con ellos.

Madame apeló al médico:

—¿No solía la gente en otros tiempos, quiero decir, los jefes, dirigirse cumplidos mutuos y tomar una copa de vino?

El médico asintió: «Sí, sí», meneó lentamente la cabeza y contestó:

—Es posible que entonces fuera distinto. Los reyes y los príncipes jugaban a la guerra como los ingleses juegan a la caza. Cuando el zorro moría se reunían a desayunar. Pero el intendente tiene probablemente razón: al pueblo no le gustaría que brindara con el invasor.

—Annie me ha dicho que el pueblo está oyendo la música, y si ellos pueden hacer eso, ¿por qué no hemos de portarnos nosotros como personas civilizadas? —contestó Madame.

El intendente la miró fijamente un instante y habló en tono duro:

—Con tu permiso, creo que no se va a beber nada. La gente está perpleja. Han vivido en paz tanto tiempo que no acaban de creer en la guerra. Cuando crean se acabará la perplejidad. A mí me eligieron para que no me quede perplejo. Esta mañana han muerto seis chicos del pueblo, y no nos vamos a reunir en un desayuno de caza. La gente no hace la guerra por deporte.

Madame bajó un poco la cabeza. En varias ocasiones de su vida, su marido había sabido ser intendente, y ella había aprendido a no confundir al intendente con el marido.

El intendente miró al reloj, y cuando apareció Joseph con una taza de café la tomó distraídamente, dio las gracias y bebió un sorbo:

—Quiero que se me comprenda claramente —dijo al médico en tono de disculpa—. En buena… ¿Cuántos crees tú que son los invasores?

—No muchos —contestó el médico—. No creo que pasen de doscientos cincuenta; pero cada uno lleva su pequeña ametralladora.

El intendente tomó otro sorbo de café y le hizo otra pregunta:

—¿Qué pasa en el resto del país?

El médico se encogió de hombros.

—¿No ha habido resistencia en ninguna parte? —prosiguió el intendente, desalentado.

El médico se volvió a encoger de hombros:

—No sé. Se han apoderado de las líneas telegráficas o las han cortado. No hay noticias.

—¿Y nuestros chicos, nuestras tropas?

—No sé…

—He oído que… Annie ha oído que… —interrumpió Joseph.

—¿Qué sabe usted?

—Han muerto tres chicos. Annie ha oído que otros tres han quedado heridos y caído prisioneros —contestó Joseph.

—Eran doce.

—Annie ha oído que tres han huido.

—¿Quiénes son los que han huido? —preguntó el intendente volviéndose bruscamente.

—No sé. Annie no lo ha oído.

Madame, que estaba inspeccionando una mesa para ver si tenía polvo, exclamó:

—Quédese usted cerca del timbre cuando vengan. Es posible que necesitemos algo. Y póngase la otra chaqueta, la de los botones. —Y, después de pensar un momento, añadió—: Y cuando termine de hacer lo que se le diga, salga del salón. Hace mala impresión el verle escuchando. Eso es de provinciano.

—Sí, señora —contestó Joseph.

—No se servirá vino, Joseph, pero tenga a mano la cajita de plata con cigarrillos. Para encenderle uno al coronel no raspe el fósforo en la suela del zapato, ráspelo en la caja.

—Sí, señora.

El intendente se soltó el chaqué, sacó el reloj, lo guardó y se volvió a abotonar el chaqué, pero se lo abotonó demasiado arriba. Madame se le acercó y se lo abotonó correctamente.

—¿Qué hora es? —preguntó el médico.

—Las once menos cinco.

—Es gente puntual —replicó el médico—. Llegarán a la hora. ¿Quieren ustedes que me vaya?

El intendente se sobresaltó y se rió suavemente:

—¿Si queremos que te vayas? No, no; quédate. Tengo un poco miedo. —Y añadió en tono de disculpa—: Bueno, miedo no; estoy un poco nervioso. Hace mucho tiempo que no nos han conquistado…

Se detuvo para escuchar. A lo lejos se oía una banda de música, una marcha. Madame, el intendente y el médico se volvieron para prestar atención.

—Ya vienen. Espero que no sean demasiados. Este salón no es muy grande —dijo Madame.

—¿Preferiría usted disponer del Salón de los Espejos de Versalles? —replicó irónicamente el médico.

Madame se mordió los labios, dirigió una mirada en torno y musitó: «Es un salón muy pequeño». Su imaginación estaba ya distribuyendo los conquistadores.

La música se hinchó un poco y luego fue extinguiéndose. Llamaron suavemente a la puerta.

—¿Quién puede ser? Joseph: si es alguien, dígale que venga más tarde. Estamos ocupados —dijo Madame.

Volvieron a llamar. Joseph se acercó a la puerta, la entreabrió y acabó por abrirla un poco más. En el umbral se vio una silueta gris, con casco y guanteletes:

—El coronel Lanser saluda a su excelencia y le ruega que lo reciba.

Joseph abrió la puerta de par en par. El soldado entró, recorrió rápidamente el salón con la mirada y se apartó:

—El coronel Lanser.

En el salón entró otro soldado con casco. Sólo en las hombreras se le conocía la graduación. Detrás de él entró un hombrecillo vestido de negro. El coronel —hombre de cierta edad, pelo gris, expresión dura y cara de cansado— tenía las cuadradas espaldas de los soldados, pero a sus ojos les faltaba la inexpresividad que suelen tener los del soldado. El hombrecillo vestido de negro era calvo y sonrosado, con unos ojitos negros y una boca sensual.

El coronel se quitó el casco e hizo un rápido saludo de cabeza: «¡Excelencia!». Después saludó a Madame: «¡Madame!», y añadió: «Haga el favor de cerrar la puerta, cabo».

Joseph se apresuró a cerrarla y miró con aire de triunfo al cabo.

El coronel preguntó con la mirada quién era el médico. El intendente lo presentó:

—El doctor Winter.

—¿Tiene algún cargo?

—Es el médico del pueblo, y podría decir que su historiador.

El coronel le dirigió un leve saludo:

—No quisiera ser impertinente, doctor, pero en su historia va a haber quizá una página…

—Quizá muchas —replicó el médico sonriendo.

El coronel se volvió ligeramente hacia su acompañante:

—Creo que conoce usted al señor Corell.

—¿A George Corell? Ya lo creo que le conozco. ¿Qué tal está usted, George?… —exclamó el intendente. El médico le interrumpió bruscamente para decir en tono solemne:

—Excelencia, nuestro amigo George Corell preparó la invasión del pueblo. Nuestro bienhechor George Corell ha alejado del pueblo a nuestros soldados. George Corell, a quien hemos sentado frecuentemente a nuestra mesa, había hecho una lista de todas las armas que había en el pueblo. Ése es nuestro amigo George Corell.

—Trabajo en pro de mis ideas y creo que es un trabajo honrado —replicó Corell, indignado.

Con la boca abierta, lleno de perplejidad, el intendente miraba tan pronto al médico como a Corell:

—¡No es verdad, George! ¡No puede ser verdad! Ha comido usted en mi casa, ha bebido oporto conmigo, me ha ayudado a proyectar el hospital. ¡No puede ser verdad!

Y al decirlo le miraba fijamente, y Corell le devolvía una mirada de desafío. Hubo un largo silencio. El intendente se volvió hacia el coronel. Su cara había adquirido una expresión dura y solemne. Su postura era rígida:

—No quiero hablar en presencia de este caballero.

—Tengo derecho a estar aquí —replicó Corell—. Soy un soldado como los demás. La diferencia está en que no visto uniforme.

—No quiero hablar en presencia de este caballero —replicó el intendente.

—Señor Corell, ¿quiere usted hacer el favor de dejarnos? —preguntó el coronel.

—Tengo derecho a estar aquí —contestó Corell.

—¿Quiere hacer el favor de dejarnos? —le repitió con dureza el coronel—. ¿Tiene usted más categoría que yo?

—No, señor.

—Pues haga el favor de salir. Corell dirigió una furiosa mirada al intendente, se volvió y salió del salón. El médico soltó una risita irónica y exclamó:

—Creo que con eso tengo para escribir un párrafo bastante bueno en mi historia.

El coronel fijó un momento la mirada en él, pero no replicó.

En aquel momento se abrió la otra puerta y apareció Annie con su pelo pajizo, ojos con gestionados y cara de enojada.

—En la trasera hay tres soldados, Madame.

—No entrarán —dijo el coronel—. Es una simple medida militar.

—Annie, si tiene que decirme algo, que venga Joseph a decírmelo —replicó Madame fríamente.

—He creído que querían entrar —dijo Annie—. Han olido el café.

—¡Annie!

—Sí, señora —replicó Annie, retirándose.

—¿Puedo sentarme? —preguntó el coronel—. Hace mucho tiempo que no dormimos.

El propio intendente pareció despertar de un sueño:

—Sí, sí; siéntese.

El coronel miró a Madame y, cuando Madame se sentó, se sentó él también con un movimiento de cansado. El intendente continuó de pie. Seguía estando medio en sueños.

—Queremos entendernos todo lo bien que podamos —empezó el coronel—. Esto tiene mucho de asunto comercial. Necesitamos la mina de carbón y la pesca. Procuraremos molestar lo menos posible.

—¿Qué pasa en el resto del país? No he tenido noticias —replicó el intendente.

—Lo hemos ocupado totalmente. La operación estaba bien planeada.

—¿No ha habido resistencia en ninguna parte?

El coronel lo miró compasivamente:

—¡Ojalá no la hubiera habido! Sí; ha habido cierta resistencia, pero no ha servido más que para derramar sangre. Lo habíamos planeado todo muy bien.

—Pero ¿ha habido resistencia? —insistió el intendente.

—Sí; ha habido quienes han cometido la tontería de resistir. Lo mismo que aquí, la resistencia ha quedado sofocada inmediatamente. Ha sido una pena y una tontería el querer resistir.

El médico insistió en lo que más interesaba al intendente:

—Habrá sido una tontería, pero ¿han resistido?

—Sólo unos cuantos, y han huido. En general, la gente está tranquila —contestó el coronel.

—La gente no sabe todavía lo que ha sucedido —replicó el médico.

—Empieza a averiguarlo, y no harán más tonterías —añadió el coronel. Su voz se animó después de carraspear—: Ahora, hablemos del asunto. Estoy realmente cansado, pero si quiero dormir necesito dejar arregladas las cosas. —Y, sentándose más derecho, prosiguió—: Yo tengo más de ingeniero que de militar. Para mí, todo esto es más una empresa de ingeniería que una conquista. Hay que extraer carbón y embarcarlo. Tenemos técnicos, pero la gente del pueblo seguirá trabajando en la mina. ¿Está claro? No queremos ser duros.

—Está claro, pero suponga usted que la gente no quiera trabajar —replicó el intendente.

—Espero que querrán, pues tienen le obligación. Necesitamos carbón.

—¿Y si no trabajan?

—Tienen que trabajar. Es gente de orden y no querrán tener disgustos. —Y, al ver que el intendente no decía nada, acabó por preguntarle—: ¿No es así, señor intendente?

El intendente retorció la cadena entre los dedos:

—No sé, coronel. Es gente de orden cuando les manda su propio gobierno. No sé cómo serán bajo su mando. Eso es terreno desconocido. Organizar nuestro gobierno nos ha costado cuatrocientos años…

—Lo sabemos, y nos proponemos conservarlo —le interrumpió rápidamente el coronel—. Usted seguirá siendo intendente, dando órdenes, imponiendo castigos y concediendo recompensas. De esa manera no crearán dificultades.

El intendente miró al médico:

—¿Qué le parece?

—No sé —contestó el médico—. Sería interesante verlo. Yo creo que habría dificultades. Nuestra gente puede ser dura.

—Tampoco yo sé —replicó el intendente y, dirigiéndose al coronel, añadió—: Son mi gente y, sin embargo, no sé lo que harán. Quizás usted lo sepa. Quizá resulte algo muy distinto de lo que usted y yo sabemos. Hay pueblos que aceptan a jefes impuestos y los obedecen. Pero a mí me hizo el pueblo, y puede deshacerme. Tal vez me deshaga si cree que me he pasado al bando de ustedes. No lo sé.

—Les prestará usted un servicio si los hace obedecer —dijo el coronel.

—¿Un servicio?

—Sí, un servicio. Tiene usted el deber de preservarlos de todo daño. Si se rebelan, correrán peligro. Nosotros tenemos que obtener carbón, y nuestros jefes no nos dicen cómo; nos ordenan que lo obtengamos. Usted tiene que hacer trabajar a su gente para que puedan vivir seguros.

—Suponga usted que no quieren vivir seguros.

—En ese caso tiene usted que pensar por ellos.

—Mi pueblo no quiere que nadie piense por ellos —replicó el intendente con cierto orgullo—. Es posible que sea distinto del suyo. Estoy en una confusión, pero tengo la seguridad de que no quiere.

En esto entró apresuradamente Joseph, se detuvo y se inclinó, reventando por decir a Madame.

—¿Qué pasa, Joseph? —le preguntó Madame—. Traiga la caja de plata con los cigarrillos.

—Perdón, señora. Perdón, excelencia.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó el intendente.

—Se trata de Annie. Se está poniendo de muy mal humor.

—¿Qué pasa? —preguntó Madame.

—No le gustan los soldados que están en la trasera.

—¿Han molestado? —le preguntó el coronel.

—Están mirándola a través del cristal de la puerta, y no le gusta.

—Cumplen órdenes. No hacen daño a nadie —dijo el coronel.

—Pero a Annie no le gusta nada —replicó Joseph.

—Dígale que ande con cuidado, Joseph —le dijo Madame.

—Sí, señora.

El cansancio le cerraba los ojos al coronel.

—Quiero preguntarle otra cosa, señor intendente. ¿Habría posibilidad de que mis oficiales y yo nos alojáramos aquí?

—Esta casa es pequeña; hay otras más grandes y más cómodas —le contestó el intendente después de pensarlo un momento.

Joseph volvió con la caja de cigarrillos, la abrió y se plantó delante del coronel y, cuando el coronel tomó uno, se lo encendió con cierta ostentación. El coronel aspiró con ganas una bocanada:

—Eso no importa. Hemos descubierto que cuando algunos oficiales viven bajo el mismo techo que la autoridad local hay más tranquilidad.

—¿Quiere usted decir que el pueblo saca la impresión de que hay una colaboración?

—Puede que sea eso.

El intendente dirigió una desesperanzada mirada al médico, pero como el médico no pudo devolverle más que una sonrisa forzada, replicó en voz baja:

—¿Puedo rechazar ese honor?

—Lo siento, pero no puede usted —le contestó el coronel—. Son órdenes superiores.

—Al pueblo no le va a gustar.

—Siempre saca usted al pueblo a relucir. El pueblo está desarmado. El pueblo no pinta nada.

El intendente meneó la cabeza:

—No lo sabe usted bien, coronel.

Al otro lado de la puerta se oyó una colérica voz de mujer, un ruido sordo y un grito de hombre. Poco después franqueaba la puerta Joseph arrastrando los pies:

—Les ha echado agua hirviendo. Está furiosa.

Se oyeron unas voces de mando y un ruido de pasos. El coronel se levantó pesadamente:

—¿No tiene usted autoridad sobre sus criados?

El intendente sonrió:

—Muy poca. Cuando está contenta es buena cocinera. ¿Ha lastimado a alguien? —preguntó a Joseph.

—Necesitamos realizar nuestra labor. Es una labor de ingeniería. Tendrá usted que imponer disciplina a su cocinera —dijo el coronel.

—No puedo —le contestó el intendente—. Se irá.

—En estas circunstancias no puede irse.

—Entonces echará agua —replicó el médico.

Se abrió la puerta y apareció un soldado:

—¿Llevo detenida a esta mujer, mi coronel?

—¿Hay alguno lastimado? —preguntó el coronel.

—Ha abrasado a uno y mordido a otro. La hemos tenido que sujetar, mi coronel.

Éste tenía cara de no saber qué hacer:

—Suéltenla y aléjense un poco de la casa.

—A la orden, mi coronel. —Y la puerta se cerró detrás del soldado.

—Podría fusilarla, o podría encarcelarla —exclamó el coronel.

—Nos quedaríamos sin cocinera —replicó el intendente.

—Mire usted —le dijo el coronel—: A nosotros nos dan instrucciones de que nos entendamos bien con la gente.

—Perdone usted, coronel, pero voy a ver si los soldados han lastimado a Annie —exclamó Madame.

El coronel se puso de pie y se dirigió al intendente:

—Le he dicho que estoy muy cansado y que necesito dormir. Haga el favor de cooperar en bien de todos. —Y, como el intendente no dijera nada, añadió—: En bien de todos, ¿entiende?

—Este pueblo es pequeño. No sé. El pueblo está sumido en una confusión, y yo también.

—¿Procurará usted cooperar?

El intendente meneó la cabeza:

—No sé. Cuando el pueblo decida qué es lo que quiere hacer, probablemente cooperaré.

—La autoridad es usted.

El intendente sonrió:

—No lo creerá usted, pero es cierto: la autoridad está en el pueblo. No sé cómo ni por qué, pero así es. Eso significa que no podemos obrar con tanta rapidez como ustedes, pero cuando nos fijamos una dirección obramos de acuerdo. Ahora estoy en una confusión. Todavía no sé nada.

—Espero que nos entenderemos bien. Será mucho más conveniente para todos. Espero poder confiar en usted. No quiero pensar en las medidas que habría que adoptar para mantener el orden.

El intendente se quedó callado.

—Espero poder confiar en usted —repitió el coronel.

El intendente se llevó un dedo a la oreja, agitó la mano y replicó:

—No sé.

En la puerta apareció Madame:

—Annie está furiosa. Ha ido a la casa de al lado a hablar con Christine. También Christine está furiosa.

—Christine es aún mejor cocinera que Annie —dijo el intendente.