10

El domingo por la tarde los dos enamorados regresaron a la ciudad; estaban solos en el compartimento (la muchachita estaba otra vez charlando alegremente) y Eduard se acordaba de cómo había deseado encontrar en su relación voluntaria con Alice algo serio en la vida, ya que sus obligaciones no se lo ofrecían, y advertía apenado (el tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles) que la historia de amor que había vivido con Alice no tenía consistencia, estaba hecha de casualidad y errores, carecía de toda seriedad y de todo sentido; oía las palabras de Alice, veía sus gestos (le apretaba la mano) y se le ocurrió pensar que eran signos desprovistos de significado, monedas sin coberturas, pesas de papel a las que no podía dar más valor que Dios a la oración de la directora desnuda; y de pronto le pareció que todas las personas con las que se había encontrado en su nuevo lugar de trabajo eran sólo rayas absorbidas por un papel secante, seres con posturas intercambiables, seres sin una esencia firme; pero lo que es peor, lo que es mucho peor (siguió pensando), él mismo no es más que una sombra de todas esas gentes hechas de sombras, no ha empleado su inteligencia más que en adaptarse a ellas, en imitarlas, y aunque las imitara riéndose para sus adentros, sin tomárselo en serio, aunque al hacerlo procurara burlarse de ellas en secreto (justificando así su adaptación), eso no cambia en nada las cosas, porque una imitación malintencionada sigue siendo una imitación y una sombra que se burla sigue siendo una sombra, subordinada y derivada, pobre y simple.

Aquello era humillante, aquello era terriblemente humillante. El tren golpeteaba idílicamente contra las uniones de los rieles (la muchachita seguía parloteando) y Eduard dijo:

—Alice ¿eres feliz?

—Sí —dijo Alice.

—Yo estoy desesperado —dijo Eduard.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Alice.

—No debimos haberlo hecho. No tenía que haber sucedido.

—¿Qué se te ha metido en la cabeza? ¡Si eras tú el que quería!

—Sí, quería —dijo Eduard—. Pero ése fue mi gran error y Dios nunca me lo perdonará. Ha sido un pecado, Alice.

—¿Pero qué te pasa? —dijo la muchachita con tranquilidad—. ¡Si eras tú el que siempre decía que lo que quiere Dios es ante todo amor!

Cuando Eduard oyó que Alice se apoderaba tranquilamente, ex post, del sofisma teológico con el que tiempo atrás se había lanzado él, con tan poco éxito, al campo de batalla, se enfureció:

—Sólo te lo decía para ponerte a prueba. ¡Ahora me he dado cuenta de cómo sabes serle fiel a Dios! ¡Pero el que es capaz de traicionar a Dios, es capaz de traicionar con mucha mayor facilidad a otra persona!

Alice seguía sin encontrar respuestas, pero era mejor que no las encontrara porque lo único que conseguía era excitar aún más la vengativa rabia de Eduard. Eduard seguía y seguía hablando y habló (utilizó incluso las palabras repugnancia y repugnancia física) hasta obtener por fin de aquel rostro sereno y tierno, suspiros, lágrimas y quejidos.

—Adiós —le dijo en la estación y la dejó llorando.

Hasta varias horas después, en casa, cuando ya había desaparecido aquella extraña rabia, no se dio plenamente cuenta de lo que había hecho; se imaginó el cuerpo de ella, que aquella misma mañana había brincado desnudo ante él y, al darse cuenta de que aquel cuerpo hermoso se iba porque él mismo lo había echado voluntariamente, se llamó idiota y tuvo ganas de darse de bofetadas.

Pero lo pasado pasado estaba y ya no tenía arreglo.

Además, hemos de decir, para ser sinceros, que, aunque la idea de aquel hermoso cuerpo que desaparecía le produjo a Eduard ciertos sufrimientos, bastante pronto se rehizo de aquella pérdida. La escasez de relaciones amorosas que hasta hacía un tiempo le había hecho padecer y le había producido nostalgia, era la escasez transitoria de quien cambia de residencia. Eduard ya no sufría esta escasez. Una vez a la semana visitaba a la directora (la costumbre había liberado a su cuerpo de la angustia inicial) y estaba dispuesto a seguir visitándola hasta que su situación en el colegio quedase del todo aclarada. Además procuraba dar caza, con creciente éxito, a bastantes más mujeres y chicas. Como resultado de ello, empezó a apreciar mucho más los ratos en que estaba solo y se aficionó a los paseos solitarios que, a veces, combinaba (hagan el favor de prestar atención, por última vez, a esto) con visitas a la iglesia.

No, no teman, Eduard no se hizo creyente. Mi relato no pretende coronarse con tan forzada paradoja. Pero Eduard, aunque está casi seguro de que Dios no existe, se entretiene, con placer y nostalgia, en imaginárselo.

Dios es pura esencia, en tanto que Eduard no ha encontrado (y desde la historia de Alice y de la directora ha pasado ya una buena cantidad de años) nada esencial ni en sus amores, ni en su colegio, ni en sus ideas. Es demasiado perspicaz para aceptar que ve esencialidad en lo inesencial, pero es demasiado débil para no seguir anhelando secretamente la esencialidad.

¡Ay, señoras y señores, triste vive el hombre cuando no puede tomar en serio a nada y a nadie!

Y por eso Eduard anhelaba a Dios, porque sólo Dios está exento de la dispersante obligación de aparecer y puede simplemente ser; porque únicamente él representa (él solo, único e inexistente) la contrapartida esencial de este inesencial (pero por ello tanto más existente) mundo.

Y así Eduard se sienta de vez en cuando en la iglesia y mira pensativo hacia la cúpula. Despidámonos de él precisamente en uno de esos momentos: es por la tarde, la iglesia está silenciosa y vacía. Eduard está sentado en un banco de madera y le da lástima que Dios no exista. Y precisamente en ese momento su lástima es tan grande que de las profundidades de ella surge de pronto el verdadero, vivificante rostro de Dios. ¡Mírenlo! ¡Sí! ¡Eduard sonríe! Sonríe y su sonrisa es feliz…

Consérvenlo, por favor, en su memoria con esta sonrisa.