De manera que Eduard había alejado el peligro más inminente; el futuro de su carrera pedagógica estaba ahora exclusivamente en manos de la directora y él lo constataba con cierta satisfacción: se acordaba del comentario que le había hecho una vez su hermano acerca de que a la directora siempre le habían gustado los chicos jóvenes y, con toda la inestabilidad de su joven confianza en sí mismo (unas veces acallada, otras exagerada), tomó la decisión de ganarle la partida a la que le dominaba conquistándola como hombre.
Cuando, como habían acordado, fue a visitarla unos días más tarde a su despacho de directora, intentó adoptar un tono ligero y utilizar todas las oportunidades de introducir en la conversación algún detalle íntimo, un ligero piropo, o para, con discreta ambigüedad, subrayar su condición de hombre en manos de una mujer. Pero no le fue permitido establecer él mismo el tono de la conversación. La directora le habló con amabilidad pero de una forma absolutamente distante; le preguntó qué leía y después citó ella misma los títulos de algunos libros y le recomendó que los leyese, porque evidentemente pretendía iniciar un trabajo a largo plazo para modificar su forma de pensar. Aquel breve encuentro terminó con una invitación a visitarla a su casa.
El distanciamiento de la directora hizo que la confianza de Eduard en sí mismo se desinflara, de modo que entró en su apartamento con humildad y sin la intención de dominarla con su encanto varonil. Ella le invitó a sentarse en el sillón y adoptó un tono muy amistoso; le preguntó qué quería tomar: ¿café? Dijo que no. ¿Entonces algún licor? Se quedó casi perplejo:
—Si tiene coñac… —y en seguida tuvo miedo de haber cometido un atrevimiento.
Pero la directora dijo amablemente:
—No, coñac no, sólo tengo un poco de vino —y trajo una botella semivacía, cuyo contenido llegó justo para llenar dos copas.
Después le dijo que Eduard no debía ver en ella a una inquisidora; todo el mundo tiene naturalmente derecho en su vida a creer en lo que considere correcto. Claro que otra cosa es (añadió de inmediato) si, en tal caso, vale o no vale para maestro; por eso tuvieron (aunque a disgusto) que convencer a Eduard para hablar con él y quedaron muy contentos (al menos ella y el inspector) de que hablase abiertamente y no ocultase nada. Dijo que después había estado hablando largo rato de Eduard con el inspector y que habían decidido que al cabo de medio año volverían a reunirse con él; hasta entonces la directora debía ayudarle con su influencia. Y volvió a subrayar que sólo pretendía ayudarle amistosamente y que no era un inquisidor ni un policía. Recordó al maestro que había atacado tan violentamente a Eduard y dijo:
—Ése no sabe ni lo que dice y por eso está dispuesto a mandar a los demás a la hoguera. Y la conserje también va diciendo por todas partes que estuvo usted terco y atrevido y que no dio su brazo a torcer. No hay manera de convencerla de que no hay que expulsarle del colegio. Yo no estoy de acuerdo con ella, por supuesto, pero tampoco hay que extrañarse. A mí tampoco me gustaría que a mis hijos les diera clase alguien que se santigua públicamente en la calle.
De esta manera la directora le expuso a Eduard, en un único chorro de palabras, tanto las atractivas posibilidades de su caridad como las amenazadoras posibilidades de su severidad y después, para demostrar que el encuentro era realmente amistoso, cambió de tema: empezó a hablar de libros, condujo a Eduard a la biblioteca, se derritió al hablar de El alma encantada, de Rolland, y se enfadó con él por no haberlo leído. Más tarde le preguntó qué tal le iba en el colegio y tras recibir una respuesta convencional se puso a hablar de ella misma durante mucho tiempo: dijo que estaba agradecida por el trabajo que le había deparado el destino, que le gustaba su trabajo en el colegio porque al educar a los niños estaba en realidad en permanente contacto con el futuro; y que sólo el futuro puede, a fin de cuentas, justificar todo el sufrimiento que, dijo, podemos ver («sí, hay que reconocerlo») a nuestro alrededor.
—Si no supiera que vivo para algo más que para mi propia vida, creo que sería absolutamente incapaz de vivir.
Aquellas palabras sonaban de pronto con mucha veracidad y no quedaba claro si la directora pretendía con ellas confesarse o iniciar la esperada polémica ideológica sobre el sentido de la vida; Eduard decidió que era mejor interpretarlas en un sentido íntimo y por eso preguntó en voz baja y discreta:
—¿Y su propia vida?
—¿Mi vida? —repitió ella.
En su cara apareció una amarga sonrisa y en ese momento Eduard casi sintió pena. Era enternecedoramente horrenda: el pelo negro ensombrecía su cara alargada y huesuda y el vello negro que tenía bajo la nariz adquiría la expresividad de un bigote. De pronto se imaginó toda la tristeza de su vida; percibía sus rasgos agitanados, que evidenciaban su sensualidad, y percibía su fealdad, que evidenciaba la imposibilidad de que esa sensualidad se realizase; se la imaginaba transformándose apasionadamente en una estatua viviente del dolor ante la muerte de Stalin, asistiendo apasionadamente a cientos de miles de reuniones, luchando apasionadamente contra el pobre Jesús, y comprendió que todos aquellos no eran más que tristes cauces de recambio para su deseo, que no podía discurrir por donde quería. Eduard era joven y su compasión aún no estaba gastada. Miraba a la directora con comprensión. Ella en cambio, como si se avergonzase por su silencio inintencionado, le dio a su voz una ágil entonación y continuó:
—Pero eso, Eduard, no tiene la menor importancia. El hombre no vive sólo para sí mismo. Vive siempre para algo —lo miró más fijamente a los ojos—: Lo que importa es para qué se vive. ¿Para algo real o para algo inventado? Dios es una hermosa invención. Pero el futuro de la gente, Eduard, eso es la realidad. Y yo siempre he vivido para eso, a eso se lo he sacrificado todo.
Incluso frases como éstas las decía con tal convicción íntima que Eduard no dejaba de sentir aquella comprensión humanitaria que se había despertado dentro de él hacía un momento; le pareció ridículo estar mintiendo a otra persona (a su prójimo) así, cara a cara, y pensó que aquel momento de intimidad en la conversación le ofrecía la oportunidad de deshacerse finalmente de ese indigno (y además difícil) papel de creyente.
—Pero si yo estoy completamente de acuerdo con usted —respondió con rapidez—, yo también prefiero la realidad. Lo de mi religión no se lo tome tan en serio.
Inmediatamente se dio cuenta de que no hay que dejarse llevar por un sentimiento alocado. La directora lo miró y dijo con notable frialdad:
—No finja. Me gustaba cuando era sincero. Ahora está tratando de hacerse pasar por lo que no es.
No, a Eduard no le estaba permitido quitarse el ropaje religioso que se había puesto; se resignó rápidamente a ello y procuró corregir la mala impresión:
—Pero no, no pretendía aparentar. Por supuesto que creo en Dios, eso nunca lo negaré. Lo único que quería decir es que también creo en el futuro de la humanidad, en el progreso y en todo eso. Si no creyese en eso, ¿para qué serviría todo mi trabajo como maestro, para qué iban a nacer los niños y para qué íbamos a vivir? Pero estaba pensando precisamente en que también la voluntad divina quiere que la sociedad vaya cada vez mejor. Estaba pensando que uno puede creer en Dios y en el comunismo, que se pueden unir las dos cosas.
—No —sonrió la directora con maternal autoritarismo—, esas dos cosas no se pueden unir.
—Ya sé —dijo Eduard con tristeza—. No se enfade conmigo.
—No me enfado. Es usted joven y defiende con terquedad sus convicciones. Nadie podrá comprenderle mejor que yo. Yo también he sido joven como usted. Yo sé lo que es la juventud. Y su juventud me gusta. Me es usted simpático.
Por fin había llegado la oportunidad. Ni antes ni después, sino precisamente ahora, exactamente en el momento preciso. (No lo había determinado él, más bien podía decirse que aquel momento lo había utilizado a él para poder realizarse). Cuando la directora dijo que le era simpático, respondió sin excesiva expresividad:
—Usted a mí también.
—¿De verdad?
—De verdad.
—No me diga. Una mujer vieja como yo… —protestó la directora.
—Eso no es cierto —tuvo que decir Eduard.
—Sí que lo es —dijo la directora.
—No es usted vieja en absoluto —tuvo que decir con gesto decidido.
—¿Usted cree?
—Da la casualidad de que me gusta mucho.
—No mienta. Ya sabe que no debe mentir.
—No miento. Es guapa.
—¿Guapa? —la directora puso cara de incredulidad.
—Sí, guapa —dijo Eduard, y como se asustó de lo descaradamente increíble que era su afirmación, trató en seguida de buscar algo en qué apoyarla—: Morena. Eso me gusta mucho.
—¿A usted le gustan las morenas? —le preguntó la directora.
—Mucho —dijo Eduard.
—¿Y por qué no vino a verme desde que está en el colegio? Tenía la sensación de que trataba de esquivarme.
—Me daba vergüenza —dijo Eduard—. Todos hubieran dicho que le estaba haciendo la pelota. Nadie hubiera creído que venía a verla sólo porque me gusta.
—Pero ahora ya no tiene por qué avergonzarse —dijo la directora—. Ahora se ha tomado la decisión de que tiene que venir a verme de vez en cuando.
Lo miró a los ojos con sus grandes pupilas castañas (reconozcamos que, de por sí, eran hermosas) y al despedirse le acarició suavemente la mano, de modo que aquel incauto salió de casa con una eufórica sensación de triunfo.