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Sus suposiciones se confirmaron cuando la conserje lo detuvo dos días más tarde en el pasillo y le comunicó en voz muy alta que debía presentarse al día siguiente a las doce en el despacho de la directora:

—Tenemos que hablar contigo, camarada.

Eduard estaba angustiado. Por la tarde se encontró con Alice para vagar, como de costumbre, una o dos • horas por las calles, pero Eduard no siguió con su fervor religioso. Estaba deprimido y tenía ganas de confesarle a Alice lo que le había ocurrido; pero no se atrevió porque sabía que para salvar aquel empleo al que no amaba (pero que le era indispensable) estaba dispuesto a la mañana siguiente a traicionar a Dios, sin dudarlo ni un momento. Por eso prefirió no decir ni una palabra de la citación, con lo cual tampoco obtuvo consuelo sintiéndose totalmente abandonado.

En la habitación le aguardaban cuatro jueces: la directora, la conserje, un colega de Eduard (pequeñito y con gafas) y un señor desconocido (canoso) al que los demás llamaban camarada inspector. La directora le pidió a Eduard que se sentara y luego le dijo que le habían invitado para mantener una conversación totalmente amistosa y extraoficial, porque todos estaban preocupados por la forma en que Eduard se comportaba en su vida extraescolar. Al decir esto miró al inspector y éste hizo un gesto de aprobación con la cabeza; luego volvió la vista al maestro de gafitas, que había estado durante todo ese tiempo mirándole atentamente y que ahora, en cuanto advirtió su mirada, inició inmediatamente un discurso; queremos educar, dijo, a una juventud sana y sin prejuicios, y somos plenamente responsables de ella, porque le servimos (nosotros, los maestros) de ejemplo; por eso no podemos tolerar en nuestras aulas la presencia de santurrones; desarrolló esta idea durante mucho tiempo y finalmente afirmó que la conducta de Eduard era una vergüenza para todo el colegio.

Hacía tan sólo unos minutos, Eduard estaba convencido de que iba a abjurar del Dios que recientemente había adquirido, confesando que lo de ir a la iglesia y santiguarse en público no era más que una pantomima. Pero ahora, de cara ante la situación real, sintió que no podía hacerlo; no era posible decirle a estas cuatro personas, tan serias y llenas de preocupación, que no se habían preocupado más que por un malentendido, por una especie de estupidez; comprendía que con ello, involuntariamente, se estaría riendo de su seriedad; y también era consciente de que lo único que esperaban ahora de él eran excusas y disculpas y que estaban preparados de antemano a rechazarlas; comprendió (de pronto, no había tiempo para prolongadas reflexiones) que lo más importante en este momento era parecerse lo más posible a la verdad o, para ser más precisos, parecerse a la imagen que se habían hecho de él; para conseguir modificar hasta cierto punto esa imagen tenía que hacerles, también hasta cierto punto, el juego. Por eso dijo:

—Camaradas, ¿puedo hablar con sinceridad?

—Claro —dijo la directora—. Para eso está aquí.

—¿Y no se van a enfadar?

—Hable, hable —dijo la directora.

—Bien, se lo confesaré —dijo Eduard—. Yo creo de verdad en Dios.

Miró a sus jueces y le pareció que todos habían suspirado de satisfacción; la conserje fue la única en atacar:

—¿En la época actual, camarada? ¿En la época actual?

Eduard prosiguió:

—Sabía que se iban a enfadar si les decía la verdad. Pero no sé mentir. No pretendan que les mienta.

La directora dijo (con suavidad):

—Nadie pretende que usted mienta. Hace bien en decir la verdad. Pero, dígame, ¿cómo puede creer en Dios un hombre joven como usted?

—¡Hoy, cuando somos capaces de volar hasta la luna! —se enfadó el maestro.

—No puedo evitarlo —dijo Eduard—. Yo no quiero creer en él. De verdad. No quiero.

—¿Cómo es posible que crea si no quiere? —tomó parte en la conversación (en un tono extraordinariamente amable) el señor canoso.

—No quiero creer pero creo —repitió Eduard en voz baja su confesión.

El maestro se rió:

—¡Pero eso es una contradicción!

—Camaradas, es tal como se lo digo —afirmó Eduard—. Sé perfectamente que la fe en Dios nos aleja de la realidad. ¿Adónde iría a parar el socialismo si todos creyesen que el mundo está en manos de Dios? Nadie haría nada y todos confiarían únicamente en Dios.

—Precisamente —asintió la directora.

—Nadie ha demostrado aún que Dios exista —afirmó el maestro de gafitas.

Eduard continuó:

—La historia de la humanidad se diferencia de la prehistoria porque la gente se ha apoderado de su propio destino y ya no necesita a Dios.

—La fe en Dios conduce al fatalismo —dijo la directora.

—La fe en Dios pertenece a la Edad Media —dijo Eduard, y después volvió a decir algo la directora y dijo algo el maestro y dijo algo Eduard y algo el inspector y todos se complementaban armónicamente hasta que por fin el maestro explotó, interrumpiendo a Eduard:

—¿Y entonces por qué te santiguas en la calle si sabes todo eso?

Eduard lo miró con una mirada inmensamente triste y dijo:

—Porque creo en Dios.

—¡Pero eso es una contradicción! —repitió satisfecho el maestro.

—Sí —reconoció Eduard—. Lo es. Es una contradicción entre el saber y la fe. El saber es una cosa y la fe otra. Yo reconozco que la fe en Dios nos conduce al oscurantismo. Reconozco que sería mejor que no existiese. Pero es que yo, aquí dentro… —señaló con un dedo su corazón— siento que existe. Por favor, camaradas, se lo digo tal como es, es mejor que lo confiese porque no quiero ser un hipócrita, quiero que ustedes sepan, de verdad, cómo soy —y agachó la cabeza.

La inteligencia del maestro no era de mayor estatura que su cuerpo; no sabía que hasta para el más severo de los revolucionarios la violencia no es más que un mal necesario, mientras que el verdadero bien de la revolución es la reeducación. Él, que había adoptado las convicciones revolucionarias de un día para el otro, no gozaba de las simpatías de la directora y no se percataba de que Eduard, quien se había puesto a disposición de sus jueces como un complejo pero maleable objeto de reeducación, tenía un valor mil veces superior al suyo. Y como no se percataba de ello, atacó ahora salvajemente a Eduard, afirmando que las personas que son incapaces de romper con las creencias medievales forman parte de la Edad Media y deben abandonar la escuela actual.

La directora esperó a que terminara de hablar para expresar su recriminación:

—No me gusta que corten cabezas. El camarada ha sido sincero y nos ha contado las cosas como son. Debemos valorar su actitud —después se dirigió a Eduard—: Claro que los camaradas tienen razón en decir que los santurrones no pueden educar a nuestra juventud. Díganos usted mismo qué es lo que propone.

—No sé qué hacer, camaradas —dijo Eduard apesadumbrado.

—Yo opino lo siguiente —dijo el inspector—. La lucha entre lo viejo y lo nuevo no sólo tiene lugar entre las clases, sino también en el interior de cada persona. Una lucha como ésa es la que se desarrolla en el interior del camarada. La razón le dice una cosa, pero el sentimiento le hace retroceder. Tienen ustedes que ayudar al camarada para que su razón triunfe.

La directora hizo un gesto de asentimiento. Después dijo:

—Yo misma me haré cargo de él.