Era un desastre. Hemos de recordar (para aquellos a quienes se les escapen las circunstancias históricas del relato) que, si bien a la gente no le estaba prohibido ir a la iglesia, la visita no estaba exenta de cierto peligro.
No es difícil entenderlo. Quienes han participado en eso a lo que se llama revolución, alimentan en su interior un gran orgullo que se denomina: estar del lado bueno del frente. Cuando han pasado ya diez o doce años desde entonces (como sucedía, aproximadamente, en el momento en que tenía lugar nuestra historia), la línea del frente comienza a diluirse y, con ella, también el lado bueno. No es de extrañarse que los partidarios de la revolución se sientan engañados y busquen por eso rápidamente frentes de recambio; gracias a la religión pueden entonces (como ateos contra creyentes) volver gloriosamente a estar del lado bueno, conservando así el acostumbrado y preciado patetismo de su superioridad.
Pero, a decir verdad, a los otros también les vino bien el frente de recambio y no anticipamos excesivamente los acontecimientos al confesar que entre éstos se contaba precisamente Alice. Así como la directora quería estar del lado bueno, Alice quería estar del lado contrario. Durante la revolución al papá de Alice le habían nacionalizado la tienda y Alice odiaba a quienes le habían hecho eso. Pero ¿cómo podía manifestarlo? ¿Debía coger un cuchillo e ir a vengar a su padre? Eso no suele hacerse en Bohemia. Pero Alice tenía un modo mejor de manifestar su posición contraria: empezó a creer en Dios.
Así Dios venía en ayuda de ambos bandos (que ya casi estaban a punto de perder los motivos vivos de sus banderías) y gracias a Él Eduard se encontró entre dos fuegos.
Cuando el lunes por la mañana la directora se acercó a Eduard en la sala de profesores, se sentía muy inseguro. Ya no podía invocar la atmósfera amistosa de su primera conversación porque desde entonces (por culpa de su ingenuidad o de su despreocupación) no había seguido con sus conversaciones galantes. Por eso la directora podía con todo derecho dirigirse a él con una sonrisa demostrativamente fría:
—Ayer nos vimos, ¿no es verdad?
—Sí, nos vimos —dijo Eduard.
La directora prosiguió:
—No comprendo cómo un hombre joven puede ir a la iglesia.
Eduard se encogió de hombros sin saber qué decir y la directora hizo con la cabeza un gesto de perplejidad:
—¡Un hombre joven!
—Fui a mirar el interior barroco del edificio —dijo Eduard a modo de disculpa.
—Ajá —dijo la directora irónicamente—, no sabía que se interesase tanto por el arte.
Esta conversación no le resultó a Eduard nada agradable. Se acordó de cuando su hermano había dado tres vueltas alrededor de su compañera de curso y se había reído a carcajadas. Le pareció que se repetía la historia familiar y sintió miedo. El sábado llamó por teléfono a Alice para disculparse porque estaba constipado y no podía ir a la iglesia.
—Parece que eres muy delicado —le reprochó después del domingo Alice y a Eduard le dio la impresión de que no había afecto en sus palabras.
Por eso empezó a contarle (de una forma oscura y confusa, porque le daba vergüenza reconocer su miedo y las verdaderas causas de éste) las injusticias que se cometían con él en el colegio, le habló de la horrible directora que lo perseguía sin motivo. Quería darle lástima y que lo compadeciera, pero Alice dijo:
—En cambio mi jefa es estupenda —y empezó a contarle, entre risitas, historias de su trabajo.
Eduard oía su alegre voz y estaba cada vez más entristecido.