2

Y así se convirtió Eduard en maestro de una pequeña ciudad checa. Aquello no le producía ni pena ni satisfacción. Siempre había procurado diferenciar lo serio de lo no serio, y a su carrera pedagógica la incluía en la categoría de lo no serio. No se trata de que la enseñanza no fuera para él seria en sí misma o con respecto a su manutención (en este sentido, por el contrario, le importaba mucho, porque sabía que era su único medio de subsistencia), pero no la consideraba seria en relación con su esencia. No la había elegido. Se la habían elegido la demanda social, el curriculum, las notas del bachillerato, los exámenes de ingreso. La maquinaria compuesta por todas esas fuerzas lo había depositado al salir del Instituto (como una grúa deposita un fardo sobre un camión) en la Facultad de Pedagogía. Fue a aquella Facultad a disgusto (había quedado señalada por el fracaso de su hermano) pero al final se resignó. Comprendió, sin embargo, que su trabajo iba a ser una de las casualidades de su vida. Que iba a estar pegado a él como una barba falsa, que produce risa.

Pero cuando las obligaciones no son algo serio (producen risa), lo serio es quizás aquello que no es obligatorio: Eduard encontró pronto en su nuevo lugar de trabajo a una chica joven que le pareció hermosa y a la que empezó a dedicarse con una seriedad casi verdadera. Se llamaba Alice y, como tuvo ocasión de comprobar en las primeras citas, era, para desgracia suya, considerablemente casta y decente.

Intentó muchas veces en sus paseos vespertinos pasarle el brazo por la espalda de manera que su mano tocara desde atrás el borde de su pecho derecho, pero siempre le cogía la mano y se la hacía quitar. Un día, tras repetir nuevamente aquel intento y hacerle quitar ella (nuevamente) la mano, la chica se detuvo y le preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

Eduard percibió con sus finos oídos la oculta intensidad de aquella pregunta y olvidó inmediatamente el pecho.

—¿Crees? —repitió Alice la pregunta y Eduard no se atrevía a contestar.

No le reprochemos su falta de valor para la sinceridad; se sentía abandonado en su nuevo lugar de residencia y Alice le gustaba demasiado como para que estuviera dispuesto a perderla nada más que por una sola pregunta.

—¿Y tú? —le preguntó para ganar tiempo.

—Yo sí —dijo Alice y volvió a insistir para que le diese una respuesta.

Hasta entonces nunca se le había ocurrido creer en Dios. Pero comprendió que ahora no podía reconocerlo, que, por el contrario, debía aprovechar la oportunidad y construir con la fe en Dios un bonito caballo de madera dentro de cuyas entrañas, siguiendo el antiguo ejemplo, pudiera deslizarse sin ser visto hasta las profundidades de la chica. Pero Eduard no era capaz de decirle a Alice, así sin más, sí, creo en Dios; no era un hombre sin escrúpulos y le daba vergüenza mentir; le molestaba la grosería de una mentira directa; si la mentira era imprescindible, quería que lo hiciese quedar en una situación que se pareciese lo más posible a la verdad. Por eso respondió con voz excepcionalmente pensativa:

—Ni siquiera sé qué decirte, Alice. Claro, creo en Dios. Pero… —hizo una pausa y Alice lo miró sorprendida—. Pero quiero ser totalmente sincero contigo. ¿Puedo ser sincero contigo?

—Tienes que ser sincero —dijo Alice—. Si no, no tendría sentido que estuviéramos juntos.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo Alice.

—A veces me invaden ciertas dudas —dijo Eduard en voz baja—. A veces dudo que de verdad exista.

—¡Pero cómo puedes dudarlo! —casi gritó Alice.

Eduard permaneció en silencio y al cabo de un momento de reflexión se le ocurrió una conocida idea:

—Cuando veo tanta maldad a mi alrededor, me pregunto con frecuencia si es posible que haya un Dios que permita todo eso.

Aquello sonaba tan triste que Alice le cogió la mano:

—Sí, es verdad que el mundo está lleno de maldad. Eso lo sé muy bien. Pero precisamente por eso tienes que creer en Dios. Sin él todo ese sufrimiento sería gratuito. Nada tendría sentido. Y yo sería incapaz de vivir.

—Puede que tengas razón —dijo Eduard pensativo, y el domingo fue a misa con ella.

Mojó los dedos en la pila y se santiguó. Después empezó la misa y se cantó, y él cantó con los demás una canción religiosa cuya melodía le resultaba familiar y cuya letra desconocía. Por eso, en lugar de las palabras correspondientes, recurrió a diversas vocales, entonando siempre una fracción de segundo después que los demás, porque tampoco conocía la melodía más que de una forma vaga. En cambio, cuando comprobaba que el tono era correcto, hacía sonar su voz con toda su fuerza, así que por primera vez en su vida pudo comprobar que tenía una hermosa voz de bajo. Después todos empezaron a rezar el padre nuestro y algunas señoras mayores se arrodillaron. No pudo resistir la tentación y él también se arrodilló en el suelo de piedra. Hacía la señal de la cruz con potentes movimientos de brazos y experimentaba la fabulosa sensación de poder hacer algo que no había hecho en la vida, que no podía hacer ni en clase ni en la calle, en ningún sitio. Se sentía maravillosamente libre.

Cuando todo terminó Alice lo miró con ojos radiantes:

—¿Todavía puedes decir que dudas de él?

—No —dijo Eduard.

Y Alice dijo:

—Me gustaría enseñarte a amarle como yo le amo.

Estaban de pie en las amplias escaleras por las que se salía de la iglesia y el alma de Eduard estaba llena de risa. Por desgracia en ese preciso momento pasó por allí la directora del colegio y los vio.