La historia de Eduard podemos iniciarla convenientemente en la casa de campo de su hermano mayor. El hermano estaba tumbado en el sofá y le decía a Eduard:
—Habla con esa tía, tranquilamente. Es una cabrona, pero creo que hasta la gente como ésa debe tener conciencia. Precisamente por la cabronada que me hizo a mí, ahora puede que se alegre si tú le das una oportunidad de expiar sus antiguas culpas haciéndote un favor.
El hermano de Eduard siempre había sido igual: un buenazo y un holgazán. Seguramente habría estado así, como ahora, tumbado en el sofá, cuando hacía muchos años (Eduard era entonces un crío) se quedó holgazaneando y durmiendo el día de la muerte de Stalin; al día siguiente llegó a la Facultad sin enterarse y se encontró a una de sus compañeras de estudios, Cechackova, de pie en medio del vestíbulo, llamativamente inmóvil, como un monumento al dolor; dio tres vueltas alrededor de ella y empezó a reírse a carcajadas. La chica, ofendida, afirmó que la risa de su compañero de clase era una provocación política y el hermano tuvo que dejar la universidad e irse a trabajar al pueblo, donde más tarde consiguió un piso, un perro, una esposa, dos hijos y hasta una casa de campo.
Era precisamente en aquella casa de campo donde estaba ahora tumbado en el sofá hablándole a Eduard:
—Le llamábamos el látigo de la clase obrera. Pero a ti no tiene por qué importarte. Hoy ya es una mujer mayor y como siempre le han gustado los chicos jóvenes, te echará una mano.
Eduard era entonces muy joven. Había terminado la carrera de Pedagogía (la que no terminó su hermano) y buscaba trabajo. Atendiendo a los consejos de su hermano llamó al día siguiente a la puerta del despacho de la directora. Vio entonces a una mujer alta y huesuda, de pelo aceitoso y negro como una gitana, ojos negros y vello negro bajo la nariz. Su fealdad le hizo perder el temor que por su juventud seguía despertando en él la belleza femenina, de manera que pudo hablar con soltura, amabilidad y hasta con galantería. La directora acogió con evidente satisfacción el tono en que le hablaba y afirmó varias veces con sensible exaltación:
—Necesitamos a gente joven.
Prometió aceptar su petición.