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Tras la hermosa noche llegó para Havel un hermoso día. Durante el desayuno cambió algunas palabras significativas con la mujer parecida a un caballo de carreras y a las diez, al volver de las curas, lo esperaba en la habitación una afectuosa carta de su mujer. Después se fue a recorrer el paseo junto a la multitud de pacientes; llevaba junto a la boca el cuenco de porcelana e irradiaba satisfacción. Las mujeres, que antes pasaban por su lado sin mirarlo, fijaban ahora la vista en él, así que las saludaba con ligeras inclinaciones. Al ver al redactor le hizo con alegría un gesto de bienvenida:

—¡Visité hoy por la mañana a la doctora y a juzgar por ciertos síntomas que no se le pueden escapar a un buen psicólogo, me parece que ha tenido usted éxito!

No había nada que el joven deseara tanto como contárselo todo a su maestro, pero el desarrollo de los acontecimientos de la noche anterior le había dejado un tanto confuso: no estaba seguro de si había sido una noche tan cautivadora como debía haber sido y por eso no sabía si una exposición precisa y verdadera le elevaría o le humillaría a los ojos de Havel; dudaba acerca de lo que debía contarle y lo que no.

Pero ahora, al ver el rostro de Havel radiante de felicidad y desvergüenza, no pudo hacer otra cosa que responderle en un tono similar, alegre y desvergonzado, elogiando con palabras de entusiasmo a la mujer que Havel le había recomendado. Le contó cuánto le había gustado al verla por primera vez con ojos no provincianos, le contó lo rápido que había aceptado ir a visitarle y la extraordinaria velocidad con la que se había apoderado de ella.

Al plantearle el doctor Havel preguntas y subpreguntas para llegar a todos los matices de la materia analizada, el joven no pudo evitar acercarse cada vez más en sus respuestas a la realidad, hasta que por fin mencionó que, aunque estaba completamente satisfecho con todo, se había quedado, pese a todo, un tanto perplejo por la conversación que mantuvo con él la médica mientras hacían el amor.

El doctor Havel se interesó mucho por aquello y convenció al redactor de que le repitiera detalladamente el diálogo, interrumpiendo su relato con gritos de entusiasmo: «¡Excelente! ¡Eso es magnífico!», «¡Es la eterna madraza!» y «¡Amigo, qué envidia me da!».

En ese momento se detuvo ante los dos hombres la mujer parecida a un caballo de carreras. El doctor Havel le hizo una inclinación y la mujer le dio la mano:

—No se enfade conmigo —se disculpó ella—, llego con un poco de retraso.

—No es nada —dijo Havel—, lo estoy pasando estupendamente aquí con mi amigo. Tendrá que disculpar que acabemos nuestra conversación.

Y sin soltarle la mano a la alta mujer, se dirigió al redactor:

—Querido amigo, lo que me ha contado supera todas mis previsiones. Comprenda usted que la mera diversión del cuerpo, si se queda exclusivamente encerrada en su mudez, es siempre fastidiosamente igual, una mujer se parece en ella a la otra y todas caen en el olvido. ¡Pero si nos lanzamos a las alegrías del amor, es para recordarlas! ¡Para que sus puntos luminosos unan en una línea radiante nuestra juventud con nuestra vejez! ¡Para mantener nuestra memoria en una llama eterna! Y debe creerme, amigo, tan sólo una palabra, dicha en esta escena, la más corriente que existe, es capaz de iluminarla de tal modo que resulte inolvidable. Dicen de mí que soy un coleccionista de mujeres. En realidad soy mucho más un coleccionista de palabras. ¡Créame que jamás olvidará la noche de ayer y considérese afortunado!

Después le hizo con la cabeza un gesto de despedida y, cogiendo de la mano a la mujer parecida a un caballo, se alejó lentamente con ella por el paseo del balneario.