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Sí, el doctor Havel había adivinado: el redactor había ido en busca de la doctora el mismo día en que su maestro se la había elogiado. Al cabo de unas cuantas frases había descubierto dentro de sí una sorprendente audacia y le había dicho que le gustaba y que quería salir con ella. La doctora había tartamudeado asustada que era mayor que él y que tenía hijos. Eso había hecho que el redactor ganase confianza y que le sobrase locuacidad: afirmó que la doctora tenía una belleza oculta, que es más importante que el aspecto vulgar de quienes suelen considerarse guapos; elogió su manera de andar y dijo que parecían hablar sus piernas al andar.

Y dos días más tarde, aquella misma noche en que el doctor Havel llegaba contento a la fuente junto a la que, ya a distancia, vio a su rubia musculosa, el redactor paseaba nervioso por su estrecha buhardilla; estaba casi seguro de tener éxito, pero precisamente por eso temía aún más que algún error o alguna casualidad se lo estropease; a cada rato abría la puerta para mirar por la escalera hacia abajo; por fin la vio.

El cuidado con que la señora Frantiska se había vestido y arreglado la distanciaba un tanto del aspecto cotidiano de la mujer con pantalones blancos y bata blanca; al tembloroso joven le parecía que el encanto erótico de ella, hasta ahora sólo intuido, se hallaba ahora ante él casi desvergonzadamente al desnudo, y eso hizo que se apoderara de él una respetuosa timidez; para superarla abrazó a la médica con la puerta aún abierta y empezó a besarla furiosamente. Aquello la asustó por lo imprevisto y le pidió que la dejase sentarse. La soltó pero inmediatamente se sentó juntó a sus piernas y, de rodillas, se puso a besarle las medias. Ella colocó su mano en la cabeza del joven y trató de apartarlo con suavidad.

Fijémonos en lo que ella le decía. En primer lugar repitió varias veces: «Tiene que ser bueno, tiene que ser bueno, prométame que será bueno». Cuando el joven le dijo: «Sí, sí, seré bueno», mientras seguía avanzando con su boca por la áspera superficie, ella le dijo: «No, no, eso no, eso no», y cuando avanzó hasta llegar aún más arriba, empezó de pronto a tutearlo y afirmó: «Eres un salvaje, ah, eres un salvaje».

Con aquella afirmación todo quedaba resuelto. El joven ya no encontró resistencia alguna. Estaba extasiado; extasiado ante sí mismo, extasiado por la rapidez de su éxito, extasiado ante el doctor Havel, cuyo genio se hallaba allí con él y se introducía en él, extasiado ante la desnudez de la mujer que yacía debajo de él en amoroso abrazo. Ansiaba ser un maestro, ansiaba ser un virtuoso, ansiaba demostrar sensualidad y agresividad. Se levantaba ligeramente por encima de la doctora, observaba con mirada salvaje su cuerpo yaciente y balbuceaba:

—Eres hermosa, eres preciosa, eres preciosa…

La médica se cubrió el vientre con las dos manos y dijo:

—No te rías de mí…

—¡Qué locuras dices, no me río de ti, eres preciosa!

—No me mires —lo atrajo hacia sí para que no la viera—: Ya he tenido dos hijos, ¿sabes?

—¿Dos hijos? —el joven no entendía.

—Se me nota, no debes mirarme.

Aquello frenó un poco al joven en su impulso inicial y le costó trabajo volver a recuperar el adecuado entusiasmo; para hacerlo más fácil trató de fortalecer con palabras la embriaguez de la situación, que se le escapaba, y le susurró al oído a la médica lo hermoso que era que estuviera allí con él desnuda, completamente desnuda.

—Eres amable, eres muy amable —le dijo la médica.

El joven se irguió repitiendo sus palabras sobre la desnudez de la médica y le preguntó si también era excitante para ella estar allí desnuda con él.

—Eres un chiquillo —dijo la médica—, claro que es excitante. —Pero al cabo de un momento añadió que ya la habían visto desnuda tantos médicos que ni siquiera le llamaba la atención—. Más médicos que amantes —rió y comenzó a hablar de lo difíciles que habían sido sus partos—. Pero valió la pena —dijo por fin—, tengo dos hijos preciosos. ¡Preciosos, preciosos!

El entusiasmo trabajosamente logrado por el redactor volvió a desaparecer, tenía incluso la impresión de estar con la doctora en la cafetería, charlando y tomando una taza de té; aquello lo puso furioso; volvió a hacerle el amor con movimientos agresivos, tratando una vez más de atraerla hacia imágenes más sensuales:

—La última vez que fui a verte, ¿sabías que íbamos a hacer el amor?

—¿Y tú?

—Yo quería —dijo el redactor—, ¡quería tremendamente! —y puso en la palabra «quería» una inmensa pasión.

—Eres como mi hijo —rió junto a su oído la médica—, también lo quiere todo. Yo siempre le pregunto: ¿Y no quieres también un reloj con un surtidor de agua?

Y así hicieron el amor; la señora Frantiska quedó encantada con la conversación.

Cuando después se sentaron en el sofá, desnudos y cansados, la médica le acarició el pelo al redactor y dijo:

—Tienes la cabecita como él.

—¿Quién?

—Mi hijo.

—Siempre estás pensando en tu hijo —dijo el redactor en una tímida protesta.

—Ya sabes —dijo ella con orgullo—, es el niño de su mamá, el niño de su mamá.

Después ella se levantó y se vistió. Y de pronto tuvo en aquella habitación de soltero la sensación de que era joven, de que era una chica jovencita y se sintió enloquecidamente bien. Al salir abrazó al redactor y los ojos los tenía húmedos de agradecimiento.