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Dos días más tarde el doctor Havel volvió de nuevo a someterse al masaje denominado subacuático y volvió a llegar un poco tarde porque, a decir verdad, jamás llegaba a tiempo a ninguna parte. Y de nuevo estaba allí la masajista rubia, sólo que esta vez no le puso mala cara, sino que por el contrario le sonrió y le llamó doctor, de lo cual Havel dedujo que había ido a la oficina a leer su ficha o había preguntado por él. El doctor Havel registró aquel interés con satisfacción y empezó a desnudarse tras la cortina de la cabina. Cuando la masajista le comunicó que la bañera estaba llena, salió confiado con la barriga por delante y se sumergió con satisfacción en el agua.

La masajista abrió uno de los grifos del panel y le preguntó si su mujer estaba aún en el balneario. Havel manifestó que no y la masajista le preguntó si su mujer iba a volver a actuar en alguna película tan bonita como la anterior. Havel manifestó que sí y la masajista le levantó la pierna derecha. Cuando el chorro de agua le hizo cosquillas en la planta del pie, la masajista sonrió y dijo que parecía que el doctor tenía un cuerpecito muy sensible. Después siguieron hablando y Havel comentó que el balneario era un aburrimiento. La masajista sonrió con picardía y dijo que estaba segura de que el doctor sabía ingeniárselas para no aburrirse. Y cuando se inclinó profundamente hacia él para pasarle la boquilla de la manguera por el pecho y Havel elogió sus senos, cuya mitad superior veía perfectamente desde su situación, la masajista respondió que seguramente el doctor ya los habría visto más bonitos.

Todo aquello hizo pensar a Havel que, evidentemente, la breve presencia de su mujer le había transformado por completo a los ojos de aquella encantadora y musculosa chica, que de pronto le había hecho adquirir gracia y encanto y, lo que era aún más importante, que el cuerpo de él era indudablemente para ella una oportunidad para entrar secretamente en confianza con la conocida actriz, para ponerse a la altura de aquella mujer famosa a la que todos se quedaban mirando; Havel comprendió que de pronto todo le estaba permitido, todo de antemano calladamente prometido.

Pero, tal como suele suceder, cuando uno está contento, disfruta rechazando altanero las oportunidades que se le ofrecen, para reafirmarse en su placentera satisfacción. A Havel le bastaba por completo con que la muchacha rubia hubiera perdido su poco amable inaccesibilidad, con que pusiera voz dulce y ojos humildes, con que, de esa forma, se le estuviera ofreciendo indirectamente —y ya no la deseaba en absoluto.

Después tuvo que ponerse boca abajo sacando la barbilla del agua y dejando que el fuerte chorro recorriese de nuevo su cuerpo desde la nuca hasta los talones. Esta postura le parecía una postura religiosa de humildad y agradecimiento: pensaba en su mujer, en lo hermosa que era, en cuánto la amaba y ella lo amaba a él, y en que era su buena estrella, que le hacía ganar el favor de la casualidad y de las muchachas musculosas.

Y cuando el masaje terminó y él se incorporó en la bañera para salir de ella, la masajista rociada de sudor le pareció tan sana y jugosamente hermosa y sus ojos tan obedientemente entregados que sintió el deseo de inclinarse hacia el sitio donde, a la distancia, intuía la presencia de su mujer. Le pareció que el cuerpo de la masajista estaba allí de pie sobre la gran mano de la actriz y que aquella mano se lo entregaba como un mensaje de amor, como un amoroso regalo. Y de pronto le pareció que era una descortesía hacia su propia mujer rechazar aquel regalo, rechazar aquella tierna atención. Por eso le sonrió a la sudorosa chica y le dijo que había decidido dedicarle la noche de hoy y que la esperaría a las siete junto a la fuente. La chica aceptó y el doctor Havel se cubrió con una gran toalla.

Tras vestirse y peinarse, comprobó que estaba de un humor excelente. Tenía ganas de charlar y se detuvo en el consultorio de Frantiska, a la cual también le vino bien su visita porque también ella estaba de excelente humor. Frantiska le contó mil cosas, pero a cada rato volvía al tema que habían tocado en su último encuentro: hablaba de su edad y sugería, con frases inconexas, que no hay que rendirse ante el paso de los años, que los años que se tienen no siempre son una desventaja y que es maravilloso sentir que uno ha comprobado que puede medirse con los más jóvenes.

—Y los hijos tampoco lo son todo —dijo sin venir a cuento—, no, no es que no quiera a mis hijos —precisó—, tú sabes cuánto los quiero, pero no son lo único en el mundo…

Las reflexiones de Frantiska no se apartaron ni por un momento de una abstracta vaguedad y a un incauto le hubieran parecido mera charlatanería. Pero Havel no era un incauto y percibió el contenido que se ocultaba tras la charlatanería. Llegó a la conclusión de que su propia felicidad no era más que un eslabón de una cadena de felicidades y, como su corazón deseaba el bien a los demás, su excelente humor se multiplicó por dos.