—Le tomas el pelo a la pobre gente —le dijo la actriz a su marido cuando se despidieron del redactor.
—Ya sabes que eso es en mí síntoma de buen humor. Y te juro que es la primera vez que lo tengo desde que estoy aquí.
Esta vez el doctor Havel no mentía; cuando vio, poco antes del mediodía, que el autobús llegaba a la estación, cuando vio a su mujer sentada tras el cristal y la vio luego sonreír en la escalerilla, se sintió feliz, y como los días anteriores habían dejado intactas sus reservas de alegría, manifestó durante todo el día una satisfacción casi alocada. Recorrieron juntos el paseo, mordisquearon obleas dulces, visitaron a Frantiska para recibir información fresca sobre las más recientes frases de su hijo, dieron con el redactor el paseo descrito en el capítulo anterior y se rieron de los pacientes que paseaban por las calles por motivos de salud. Con tal motivo, el doctor Havel se dio cuenta de que algunos viandantes miraban fijamente a la actriz; se giró y comprobó que se detenían y seguían mirándolos.
—Te han descubierto —dijo Havel—. Aquí la gente no tiene nada que hacer y asiste apasionadamente al cine.
—¿Te molesta? —le preguntó la actriz, para quien la popularidad que le daba su profesión era algo de lo que de algún modo se sentía culpable, porque anhelaba, como todos los verdaderos enamorados, un amor callado y oculto.
—Al contrario —dijo Havel y se rió.
Después se entretuvo durante largo rato jugando al infantil juego de adivinar quién reconocería a la actriz y quién no, apostando con ella cuántas personas la reconocerían en la próxima calle. Y se volvían los abuelos, las campesinas, los niños y hasta las pocas mujeres guapas que había en aquella época en el balneario.
Havel, que había pasado los últimos días en una humillante invisibilidad, estaba agradablemente complacido por la atención que despertaban y deseaba que los rayos de interés cayesen también, en la mayor medida posible, sobre él; por eso rodeaba a la actriz por la cintura, se inclinaba hacia ella, le susurraba al oído las más diversas palabras tiernas o lascivas, de modo que ella también, como recompensa, se apretaba contra él y elevaba hacia él sus alegres ojos. Y bajo tantas miradas, Havel sentía que era otra vez visible, que sus borrosos rasgos se hacían expresivos y notorios y se sentía otra vez orgullosamente satisfecho de su cuerpo, de su manera de andar, de su ser.
Mientras vagaban así por la calle principal, enlazados como dos amantes mirando los escaparates, Havel vio en una tienda de artículos de caza a la masajista rubia que tan mal le había tratado ayer; la tienda estaba vacía y ella charlaba con la vendedora.
—Ven —le dijo a su sorprendida mujer—, eres la mejor persona del mundo; quiero hacerte un regalo —y la cogió de la mano y la condujo a la tienda.
Las dos mujeres que estaban de charla se callaron; la masajista miró largamente a la actriz, después brevemente a Havel, otra vez más a la actriz y otra vez a Havel; Havel registró aquello con satisfacción, pero sin dedicarle ni una mirada examinó rápidamente la mercancía expuesta; vio cornamentas, bolsos, escopetas, prismáticos, bastones, bozales para perros.
—¿Qué desea? —le preguntó la dependienta.
—Un momento —dijo Havel; por fin vio bajo el cristal del mostrador unos silbatos negros; le indicó que le enseñara uno.
La vendedora se lo dio, Havel se llevó el silbato a la boca, silbó, después lo examinó desde todos los ángulos y volvió a silbar suavemente.
—Estupendo —lo elogió a la dependienta y puso ante ella el billete de cinco coronas que le había sido solicitado. El silbato se lo entregó a su mujer.
La actriz vio en el regalo el adorado infantilismo de su marido, su gamberrismo, su sentido para lo absurdo y le dio las gracias con una mirada hermosa, enamorada. Pero a Havel le pareció poco:
—¿Ése es todo tu agradecimiento por un regalo tan bonito? —le susurró.
Entonces la actriz le besó. Las dos mujeres no les quitaron los ojos de encima ni siquiera mientras salían ya de la tienda.
Y volvieron a vagar por las calles y el parque, mordisqueando obleas, tocando el silbato, sentándose en un banco y apostando cuántas personas se volverían para mirarlos. Por la noche, cuando entraban en el restaurante, casi chocaron con la mujer parecida a un caballo de carreras. Los miró sorprendida, largamente a la actriz, brevemente a Havel, otra vez a la actriz y cuando volvió a mirar a Havel le hizo involuntariamente una inclinación con la cabeza. Havel también inclinó la cabeza y después, inclinándose hasta el oído de su mujer, le preguntó en voz muy baja si le quería. La actriz lo miró con cara de enamorada y le hizo una caricia en la mejilla.
Después se sentaron a la mesa, comieron con moderación (porque la actriz vigilaba atentamente el régimen de Havel), bebieron vino tinto (porque era lo único que Havel podía beber) y la señora Havlova se sintió enternecida. Se inclinó hacia su marido, le cogió la mano y le dijo que aquél era uno de los días más bonitos de su vida; le confesó que se había quedado muy triste al marcharse él; le volvió a pedir perdón por aquella carta alocada, llena de celos y le dio las gracias por haberla llamado para que viniese; le dijo que hubiera valido la pena venir a verlo aunque sólo fuera por un minuto; después empezó a contarle que la vida con él era para ella una vida llena de intranquilidad e inseguridad, que era como si Havel estuviera eternamente escapándosele, pero que precisamente por eso cada día era para ella una vivencia nueva, un nuevo enamoramiento, un nuevo regalo.
Después fueron a la habitación de Havel, que sólo tenía una cama de una plaza, y la alegría de la actriz pronto llegó a su culminación.