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El redactor cayó en una terrible depresión: comprendió que era un idiota incorregible, perdido en el inconmensurable (sí, le parecía inconmensurable e infinito) desierto de su propia juventud; se dio cuenta de que había merecido la reprobación del doctor Havel; y no le cabía la menor duda de que su chica era vulgar, insignificante y fea. Cuando volvió a sentarse junto a ella en el café, le pareció que todos los clientes, y hasta los dos camareros que iban de mesa en mesa, lo sabían y se compadecían maliciosamente de él. Pidió la cuenta y le explicó a la chica que tenía un trabajo pendiente que no podía postergar y que debía marcharse ya. La chiquilla se puso triste y al joven se le encogió el corazón: pese a saber que como buen pescador la estaba devolviendo al agua, en lo más profundo de su alma (secreta y vergonzantemente) seguía queriéndola.

Tampoco la mañana siguiente trajo luz alguna a su fúnebre humor y, cuando vio al doctor Havel atravesando la plaza del balneario en dirección a donde él estaba, acompañado por una elegante mujer, sintió una envidia casi dolorosa: aquella dama era casi escandalosamente hermosa y el humor del doctor Havel, que enseguida le saludó con un alegre gesto, casi escandalosamente eufórico, de tal manera que el redactor, ante su luminosa presencia, se sintió aún más desgraciado.

—Es el redactor de la revista local; se ha hecho amigo mío sólo para conocerte a ti —dijo Havel presentándole a la hermosa mujer.

Cuando se dio cuenta de que estaba ante él la mujer a la que conocía de verla en el cine, su inseguridad se hizo aún mayor; Havel le obligó a pasear con ellos y el redactor, como no sabía qué decir, empezó a exponer su proyecto periodístico y lo amplió con una nueva ocurrencia: podía hacer para la revista una entrevista con los dos esposos juntos.

—Pero querido amigo —le reprochó Havel—, las conversaciones que hemos mantenido han sido agradables y, gracias a usted, incluso interesantes, pero ¿para qué íbamos a publicarlas en una revista destinada a enfermos de vesícula y propietarios de úlceras de duodeno?

—Ya me imagino cómo habrán sido esas conversaciones —sonrió la señora Havlova.

—Hemos estado hablando de mujeres —dijo el doctor Havel—. Encontré para este tema en el redactor a un excelente compañero de debates, al luminoso amigo de mis desapacibles días.

La señora Havlova se dirigió al joven:

—¿No le aburrió?

El redactor estaba encantado de que el doctor le hubiese llamado su luminoso amigo y su envidia empezó nuevamente a mezclarse con una agradecida entrega; afirmó que más bien había sido él quien probablemente había aburrido al doctor; es perfectamente consciente de su inexperiencia y de lo poco interesante que resulta, y hasta de su insignificancia, añadió.

—Ay, querido —rió la actriz—, ¡la de faroles que te habrás tenido que echar!

—No es verdad —defendió el redactor al doctor Havel—. Es que usted no sabe, estimada señora, lo que es una ciudad pequeña, lo que es vivir aquí, en el quinto pino.

—¡Pero si es precioso! —protestó la actriz.

—Claro, para usted que ha venido a pasar un rato. Pero yo vivo aquí y aquí me quedaré. Siempre la misma gente, todos piensan lo mismo y lo que piensan no son más que superficialidades y tonterías. Quiéralo o no, tengo que llevarme bien con ellos y ni siquiera me doy cuenta de que poco a poco me voy adaptando a ellos. ¡Me horroriza pensar que puedo convertirme en uno de ellos! ¡Me horroriza pensar en llegar a ver el mundo con la misma miopía que ellos!

El redactor hablaba con creciente ímpetu y a la actriz le parecía oír en sus palabras el soplo de la eterna protesta de la juventud; aquello despertó su interés, aquello la entusiasmó y dijo:

—¡No debe adaptarse! ¡No debe!

—No debo —asintió el joven—. El doctor ayer me abrió los ojos. Cueste lo que cueste tengo que salir del círculo vicioso de este ambiente. Del círculo vicioso de esta pequeñez, de esta medianía. Salir —repitió el joven—, salir.

—Estuvimos hablando —le explicó Havel a su mujer— de que la sensibilidad vulgar de provincias crea un falso ideal de belleza que es esencialmente no erótico y hasta antierótico, mientras el verdadero encanto erótico explosivo no es percibido por esta sensibilidad. Pasan a nuestro lado mujeres capaces de arrastrar a un hombre a las más vertiginosas aventuras de los sentidos y nadie las ve.

—Así es —confirmó el joven.

—Nadie las ve —prosiguió el doctor— porque no responden a las normas de los modistos locales; y es que el encanto erótico se manifiesta más en la deformación que en la regularidad, más en la exageración que en la proporcionalidad, más en lo original que en lo que está hecho en serie, por bonito que quede.

—Sí —asintió el joven.

—Conoces a Frantiska —le dijo Havel a su mujer.

—La conozco —dijo la actriz.

—Y ya sabes cuántos de mis amigos darían toda su fortuna por pasar una noche con ella. Me apuesto la cabeza a que en esta ciudad nadie le presta atención. Dígame usted, que ya conoce a la doctora, ¿alguna vez se ha fijado en lo extraordinaria que es?

—¡No, de verdad que no! —dijo el joven—. ¡Nunca se me había ocurrido fijarme en ella como mujer!

—Claro —dijo Havel—. Le pareció poco delgada. Echó en falta las pecas y la charlatanería.

—Sí —dijo el joven compungido—, ayer ya se dio usted cuenta de lo estúpido que soy.

—¿Pero se ha fijado alguna vez en su forma de andar? —continuó Havel—. ¿Se ha dado cuenta de que cuando anda es como si sus piernas hablasen? Amigo redactor, si oyese usted lo que dicen esas piernas, se pondría colorado, a pesar de que sé que es usted, por lo demás, un avezado seductor.