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El redactor llevaba ya un buen rato sentado con su chica (había elegido un sitio desde el cual se veía la puerta) y era absolutamente incapaz de centrarse en la conversación que en otras oportunidades fluía alegre e incansable entre ellos. Aguardaba nervioso la llegada de Havel. Hoy había intentado por primera vez mirar a la chica con ojo crítico y mientras ella le contaba quién sabe qué (por fortuna no dejaba, en efecto, de contarle quién sabe qué, de modo que la inquietud del joven no se notaba), había descubierto algunos pequeños defectos en su belleza; aquello lo había intranquilizado mucho, aunque de inmediato se convenció de que aquellos pequeños defectos en realidad hacían que su belleza fuese más interesante y eran precisamente los que lograban que todo su ser fuese para él algo tiernamente familiar.

Y es que el joven quería a la chica.

Pero si la quería, ¿por qué había aceptado una ocurrencia tan humillante para ella como ésta de recepcionarla en colaboración con el pervertido doctor? Y si le damos una especie de absolución, aceptando que aquello no era para él más que un juego infantil, ¿cómo es que un simple juego lo ponía tan nervioso e intranquilo?

No era un juego. El joven realmente no sabía cómo era su chica, no era capaz de emitir un juicio sobre su belleza y su atractivo.

¿Acaso era tan ingenuo y absolutamente inexperto que no diferenciaba una chica guapa de una fea?

No, el joven no era tan inexperto, había entablado ya relaciones con un par de mujeres y había tenido con ellas más de un lío, pero siempre se había fijado mucho más en sí mismo que en ellas. Fíjense por ejemplo en este curioso detalle: el joven recuerda perfectamente la ropa que llevaba con cada una de esas mujeres, sabe que en tal o cual ocasión llevaba unos pantalones excesivamente anchos y que sufría sabiendo que le quedaban mal, sabe que en otra ocasión tenía puesto un suéter blanco con el que se sentía como un elegante deportista, pero no tiene la menor idea de cómo iban vestidas sus amigas.

Sí, es curioso: en el transcurso de sus breves relaciones llevaba a cabo ante el espejo prolongados y detallados estudios de sí mismo, mientras que a sus compañeras femeninas sólo las percibía de forma global, en conjunto; era mucho más importante para él la forma en que lo veían los ojos de su acompañante que la impresión que su acompañante le causaba a él. Esto no significa que no le importara que la chica con la que salía fuera guapa o no. Le importaba. Porque no sólo era visto por los ojos de su acompañante, sino que los dos juntos eran vistos y valorados por los ojos de otros (los ojos del mundo), y a él le importaba mucho que el mundo estuviese satisfecho de su chica, porque sabía que, al valorarla a ella, se valoraba su elección, su buen gusto, su nivel, se le valoraba, por tanto, a él mismo. Pero precisamente por tratarse de la valoración de otros, no confiaba demasiado en sus propios ojos, sino que hasta ahora le había bastado con prestar oído a la voz de la opinión general e identificarse con ella.

Pero ¿cómo se podía comparar la voz de la opinión general con la voz de un maestro y un experto? El redactor miraba impaciente hacia la puerta y, cuando por fin vio a Havel entrar por la puerta de cristal, puso cara de sorpresa y le dijo a la chica que por pura casualidad acababa de entrar un hombre excepcional al que quería hacerle, dentro de unos días, una entrevista para su revista. Se levantó a saludar a Havel y lo condujo hasta la mesa. La chica, tras una breve interrupción para las presentaciones, volvió pronto a encontrar el hilo de su ininterrumpido parloteo y continuó hablando.

El doctor Havel, rechazado diez minutos antes por la mujer parecida a un caballo de carreras, miraba a la chiquilla habladora y se hundía cada vez más en su mal humor. La chiquilla no era una belleza, pero era bastante simpática y no cabe duda de que el doctor Havel (del que se decía que era como la muerte y arramplaba con todo), la habría aceptado en cualquier momento y además muy a gusto. Tenía varios rasgos que presentaban una particular ambigüedad estética: tenía sobre la nariz un pequeño rosetón de pecas doradas, lo cual podía ser visto como un defecto en la blancura de la piel pero también, por el contrario, como un encanto natural; era muy frágil, lo cual podía interpretarse como una insuficiente adecuación a las proporciones femeninas ideales pero también, por el contrario, como la excitante finura de una mujer que sigue siendo niña; era enormemente habladora, lo cual podía ser interpretado como molesta charlatanería pero también, por el contrario, como una ventajosa cualidad que le permitía a su acompañante dedicarse sin ser advertido a sus propios pensamientos, siempre a cubierto bajo la bóveda de sus palabras.

El redactor observaba en secreto y angustiado la cara del doctor y como le parecía que estaba peligrosamente (y para sus esperanzas negativamente) reconcentrada, llamó al camarero y pidió tres coñacs. La chica dijo que no bebería y después se dejó convencer al cabo de una larga discusión acerca de que podía y debía beber, y el doctor Havel advertía consternado que aquel ser estéticamente ambiguo, que manifestaba con un río de palabras toda la simplicidad de su vida interior, habría sido con toda probabilidad su tercer fracaso del día, porque él, el doctor Havel, otrora poderoso como la muerte, ya no es el que era.

El camarero trajo después el coñac, los tres levantaron sus copas para el brindis y el doctor Havel miró a los ojos azules de la chica como a los ojos adversos de alguien que no le pertenecería. Al comprender plenamente que aquellos ojos eran sus enemigos, les retribuyó su enemistad y de pronto vio ante sí a un ser estéticamente unívoco: una chiquilla enfermiza, con la cara manchada por la suciedad de las pecas, insoportablemente charlatana.

Pese a que esa transformación reconfortara a Havel y a que también lo reconfortaran los ojos del joven, que pendían de él con angustiada incertidumbre, eran dos alegrías demasiado pequeñas en comparación con la profundidad del malhumor que le traspasaba. Havel pensó que no debía prolongar aquel encuentro que no le proporcionaba felicidad alguna; por eso tomó rápidamente la palabra, les dijo al joven y a la chiquilla un par de frases ingeniosas, expresó luego su satisfacción por haber podido pasar con ellos un rato agradable, aseguró que tenía prisa y se despidió.

Cuando Havel había llegado ya a la puerta de cristal, el joven se llevó la mano a la frente y le dijo a la muchacha que había olvidado por completo fijar con el doctor la fecha para la entrevista. Salió apresuradamente del café y alcanzó a Havel en la calle.

—Bueno, ¿qué le parece? —preguntó.

Havel miró largamente a los ojos del joven, cuya rendida impaciencia le producía una sensación de calidez.

En cambio al redactor el silencio de Havel lo dejó congelado, de modo que empezó a retroceder ya por adelantado:

—Ya sé que no es una belleza…

Havel dijo:

—No, no es una belleza.

El redactor agachó la cabeza:

—Habla un poco de más. ¡Pero aparte de eso es agradable!

—Sí, es una chica realmente agradable —dijo Havel—, pero agradable también puede serlo un perro, un canario o un patito que pasea por el patio. De lo que se trata en la vida no es, querido amigo, de conquistar la mayor cantidad posible de mujeres, porque ése es un éxito demasiado superficial. Se trata más bien de cultivar las exigencias que uno mismo se plantea, porque en ellas se refleja la medida de su propio valor. Recuerda, amigo, que el buen pescador devuelve los peces pequeños al agua.

El joven empezó a pedir disculpas y afirmó que él mismo tenía ya considerables dudas con respecto a la chica, como lo demuestra el haberle pedido su opinión a Havel.

—No es nada —dijo Havel—, no se preocupe por eso.

Pero el joven continuó con sus disculpas y sus excusas y señaló que en otoño había escasez de mujeres guapas en el balneario y que por eso uno tiene que conformarse con lo que haya.

—En eso no estoy de acuerdo con usted —lo rechazó Havel—. He visto a algunas mujeres excepcionalmente atractivas. Y le diré una cosa. Existe cierta apariencia externa agradable que la estética provinciana considera, erróneamente, bella. Pero aparte de eso existe también la verdadera belleza erótica de la mujer. Saber reconocerla a simple vista no es, naturalmente, nada fácil. Es un arte. —Después le dio la mano al joven y se alejó.