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—Hazme el favor, pide línea para una llamada interurbana, tengo que hablar con mi mujer —le dijo en cuanto ella despidió al paciente y le invitó a pasar al consultorio.

—¿Pasa algo?

—Sí —dijo Havel—, ¡la extraño!

Frantiska le miró desconfiada, marcó el número de la centralita y pidió el número que Havel le dictó. Después colgó el aparato y dijo:

—¿Tú la extrañas?

—¿Y por qué no la iba a extrañar? —se enfadó Havel—. Eres igual que mi mujer. Veis en mí a alguien que hace ya mucho tiempo que no soy. Soy humilde, estoy abandonado, estoy triste. Me pesan los años. Y te digo que no es nada agradable.

—Deberías tener hijos —le respondió la doctora—. No pensarías tanto en ti mismo. A mí también me pesan los años pero no pienso todo el tiempo en eso. Cuando veo a mi hijo que va dejando de ser un niño y se convierte en un muchacho, pienso en cómo será cuando sea un hombre y no me lamento por el paso del tiempo. Imagínate lo que me dijo ayer: ¿Para qué sirven los médicos si todas las personas se mueren? ¿Qué te parece? ¿Qué le habrías contestado?

Por suerte el doctor Havel no tuvo que contestar, porque en ese momento sonó el teléfono. Levantó el auricular y en cuanto oyó la voz de su mujer empezó a decirle que estaba triste, que no tenía con quien hablar, a quien mirar, que ya no aguantaba solo.

En el auricular se oía una vocecita fina, al comienzo desconfiada, casi llorosa, que empezó a caldearse ligeramente bajo la presión de las palabras del marido.

—¡Por favor, ven a verme, ven a verme en cuanto puedas! —dijo Havel y oyó a su mujer contestar que le gustaría pero que tenía función casi todos los días.

—Casi todos los días no es todos los días —dijo Havel y oyó que su mujer tenía libre el día siguiente, pero que no sabía si valía la pena ir sólo por un día.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no sabes la riqueza que representa un día en esta vida tan breve?

—¿De verdad no estás enfadado conmigo? —preguntó una vocecita fina por el auricular.

—¿Por qué me iba a enfadar? —se enfadó Havel.

—Por esa carta. Tú estás con dolores y yo te doy la lata con una carta estúpida como ésa, llena de celos.

El doctor Havel cubrió el aparato de ternura y su mujer afirmó (con voz ya completamente recuperada) que vendría mañana.

—De todos modos te envidio —dijo Frantiska cuando Havel colgó el teléfono—. Lo tienes todo. Chicas a cada paso y además un matrimonio feliz.

Havel miró a su amiga que hablaba de envidia pero que de pura bondad seguramente era por completo incapaz de envidiar a nadie y le dio lástima, porque sabía que la satisfacción que dan los hijos no puede reemplazar a otras satisfacciones y que además una satisfacción que tiene la obligación de cubrir el puesto de otras satisfacciones se convierte rápidamente en una satisfacción demasiado cansada.

Luego se fue a comer, después de comer durmió la siesta y al despertar se acordó de que el joven redactor le esperaba en el café para enseñarle a su chica. Así que se vistió y salió. Al bajar por las escaleras del sanatorio vio en el vestíbulo, junto al guardarropa, a una mujer alta parecida a un hermoso caballo de carreras. Ay, eso no debía haber ocurrido; ese tipo de mujeres siempre le habían gustado endiabladamente a Havel. La encargada del guardarropa le estaba dando a la mujer alta su abrigo y el doctor Havel se aproximó rápidamente para ayudarla a ponérselo. La mujer parecida a un caballo le dio las gracias con indiferencia y Havel dijo:

—¿Puedo hacer algo más por usted? —le sonrió, pero ella le respondió que no sin sonreír y abandonó rápidamente el edificio.

Havel sintió como si le hubieran dado una bofetada y en su renovado estado de orfandad se dirigió al café.