Cuando el doctor Havel se despertó al día siguiente, sintió que, tras la cena de la noche anterior, le dolía un poco la vesícula; y al mirar el reloj, comprobó que dentro de media hora tenía que estar en la sala de curas y que por lo tanto debía darse prisa, que era lo que menos le gustaba hacer en la vida; al peinarse vio en el espejo una cara que no le gustó. El día empezaba mal.
Ni siquiera tuvo tiempo de desayunar (también lo consideró un mal presagio, porque era partidario de llevar un tren de vida regular) y se dio prisa por llegar al edificio del balneario. Había un pasillo largo con muchas puertas y a una de ellas se asomó una rubia guapa con bata blanca; le recriminó disgustada su retraso y lo hizo pasar. El doctor Havel se estaba desnudando en la cabina, tapado por una cortina, cuando oyó:
—¡Vamos, rápido! —la voz de la masajista era cada vez menos amable y a Havel le resultaba ofensiva y le producía deseos de venganza (¡cuidado, a lo largo de los años el doctor Havel se había acostumbrado a vengarse de las mujeres de una sola manera!).
Se quitó entonces los calzoncillos, metió la barriga hacia adentro, hinchó el pecho y se dispuso a salir de la cabina; pero disgustado por semejante falta de dignidad, que en otros le resultaba ridícula, volvió a soltar la barriga cómodamente y con una indiferencia que, a su juicio, era la única actitud digna de él, avanzó hacia la gran bañera y se sumergió en el agua templada.
La masajista, absolutamente indiferente hacia su pecho y su barriga, daba vueltas entretanto a varios grifos en un gran panel y cuando el doctor Havel se estiró, acostado en el fondo de la bañera, cogió su pierna derecha y colocó junto a la planta del pie la boquilla de una manguera de la que salía un fuerte chorro. El doctor Havel, que tenía cosquillas, dio un tirón a la pierna y la masajista tuvo que llamarle la atención.
Seguramente no hubiera sido difícil sacar a la rubia de su fría descortesía con algún chiste, una historia o una pregunta graciosa, pero Havel estaba demasiado irritado y ofendido como para eso. Se dijo que la rubia era digna de castigo y no merecía que le facilitase las cosas. En el momento en que le pasaba la manguera por las partes blandas y él se tapaba con las manos el miembro para que no le hiciese daño el fuerte chorro de agua, le preguntó qué plan tenía para la noche. Sin mirarlo le preguntó para qué quería saberlo. Havel le explicó que vivía solo en una habitación individual y que quería que fuese aquella noche a visitarle.
—Me parece que se confunde usted —dijo la rubia y le indicó que se pusiese boca abajo.
Y así estaba el doctor Havel acostado boca abajo en el fondo de la bañera, levantando la barbilla para poder respirar. Sentía el fuerte chorro que le masajeaba los muslos y estaba contento por haberle hablado a la masajista tal como correspondía. El doctor Havel castigaba desde hacía mucho tiempo a las mujeres rebeldes o caprichosas llevándoselas a la cama fríamente, sin la menor ternura, casi sin hablar y despidiéndolas con el mismo tono gélido. Pero al cabo de un rato cayó en la cuenta de que efectivamente le había hablado a la masajista con la adecuada frialdad, pero que a la cama no se la había llevado y seguramente no se la llevaría. Comprendió que había sido rechazado y que aquélla era una nueva ofensa. Por eso se alegró cuando se vio ya en la cabina frotándose con la toalla.
Después salió aprisa del edificio y fue rápidamente hasta la cartelera del cine Tiempo; allí había tres fotografías expuestas y en una de ellas estaba su mujer arrodillada junto a un cadáver, horrorizada. El doctor Havel miró aquel rostro tierno, retorcido por el pánico y sintió un inmenso amor y una inmensa nostalgia. Tardó mucho en ser capaz de alejarse de la cartelera. Decidió que iría a ver a Frantiska.