2

Curiosamente al día siguiente se sintió algo mejor; la vesícula ya no le dolía en absoluto y algunas de las mujeres a las que vio recorrer por la mañana el paseo, despertaron en él un ligero pero sensible deseo. Pero esta pequeña ganancia quedó devaluada por una constatación mucho peor: aquellas mujeres pasaban a su lado sin hacerle el menor caso; se confundía para ellas con otros sorbedores de agua en una misma achacosa procesión.

—Ves, la cosa mejora —dijo la doctora Frantiska cuando le palpó por la tarde—. Lo único que tienes que hacer es observar bien tu régimen. Por suerte las pacientes con las que te encuentras en el paseo son demasiado viejas y están demasiado enfermas como para intranquilizarte y eso es lo mejor que puede pasarte, porque necesitas reposo.

Havel se metió la camisa por dentro del pantalón; estaba de pie ante un pequeño espejo que colgaba en un rincón encima del lavabo y observaba con disgusto su cara. Después dijo con mucha tristeza:

—No tienes razón. Me fijé perfectamente en que junto a una mayoría de ancianas también recorre el paseo una minoría de mujeres bastante guapas. Lo malo es que ni siquiera me han mirado.

—Aunque creyese todo lo que dices, eso no me lo creería —le sonrió la médica, y el doctor Havel, apartando los ojos de la triste visión que le ofrecía el espejo, observó sus ojos confiados, fieles; sentía un gran agradecimiento hacia ella, aunque sabía que a través de ella no hablaba más que la confianza en la tradición, la confianza en el papel que le había visto desempeñar, con leve desaprobación (pero amorosamente) durante años.

Después alguien llamó a la puerta. Cuando Frantiska la entreabrió, se vio la cabeza de un hombre joven que saludaba con una inclinación.

—¡Ah, es usted! ¡Me había olvidado por completo! —hizo pasar al joven al consultorio y le explicó a Havel—: Hace ya dos días que te está buscando el redactor de la revista del balneario.

El joven empezó a pedir excusas por importunar al señor doctor en situación tan delicada empleando toda su verborrea y tratando (por desgracia de un modo forzado y desagradable) de encontrar un tono gracioso: el señor doctor no debía enfadarse con la señora doctora por haberle traicionado, porque el redactor hubiera dado igualmente con él, aunque fuera en la bañera del agua carbonatada; y tampoco debía enfadarse el señor doctor con él por su atrevimiento, porque ésta es una cualidad indispensable para la profesión periodística y sin ella no se ganaría la vida. Después se puso a hablar de la revista ilustrada que edita una vez al mes el balneario y explicó que en cada número suele haber una conversación con algún paciente importante que esté tomando las aguas en esos días; le puso como ejemplo varios nombres, uno de los cuales pertenecía a un miembro del Gobierno, otro a una cantante y otro a un jugador de hockey.

—Ya ves —dijo Frantiska—, las mujeres guapas no manifestaron interés por ti en el paseo, pero en cambio llamas la atención de los periodistas.

—Es una terrible decadencia —dijo Havel; de todos modos le agradó haber despertado aquel interés, le sonrió al redactor y rechazó su oferta con una insinceridad enternecedoramente visible—: Yo no soy miembro del Gobierno, ni jugador de hockey y aún menos cantante famoso. No quiero despreciar mis investigaciones científicas, pero eso les interesa más a los especialistas que al público en general.

—Pero si yo no quiero hacerle una entrevista a usted, eso ni siquiera se me pasó por la cabeza —respondió el joven con inmediata sinceridad—. Quisiera hacérsela a su mujer. He oído que iba a venir a visitarle al balneario.

—En ese caso está mejor informado que yo —dijo Havel con bastante frialdad; volvió a acercarse al espejo y se miró la cara, que no le gustó.

Se abrochó el último botón de la camisa y permaneció en silencio mientras el joven redactor se quedaba perplejo y perdía rápidamente el proclamado atrevimiento periodístico; le pidió disculpas a la médica, le pidió disculpas al doctor y se alegró de poder marcharse.