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Cuando el doctor Havel se iba al balneario para someterse a tratamiento, su hermosa mujer tenía lágrimas en los ojos. Las tenía, por una parte, por compasión (Havel padecía desde hacía algún tiempo ataques de vesícula y ella, hasta entonces, nunca lo había visto sufrir), pero las tenía también porque las tres semanas de separación que le esperaban habían despertado en ella dolorosos celos. ¿Cómo? ¿Acaso podía una actriz como ella, admirada y hermosa, tantos años más joven, tener celos de un señor mayor, que en los últimos meses no salía de casa sin llevar en el bolsillo el frasco de tabletas contra los dolores que le atacaban a traición?

Era así, y no se sabe por qué le ocurría. Tampoco lo sabía muy bien el doctor Havel, porque también a él le había dado ella la impresión de ser una mujer que dominaba la situación sin que nada pudiera afectarla; precisamente por eso le encantó cuando, hace unos años, la conoció más de cerca y descubrió su sencillez, su apego al hogar y su inseguridad; fue curioso: incluso después de casarse, la actriz tampoco tomó para nada en cuenta la superioridad que le daba su juventud; estaba hechizada por el amor y por el terrible prestigio erótico de su marido, de modo que seguía pareciéndole huidizo e inalcanzable y, aunque él, con infinita paciencia (y total sinceridad), le explicaba a diario que no había ni habría jamás ninguna otra que la aventajase, tenía dolorosos y salvajes celos de él; sólo su natural nobleza le permitía mantener tapada la olla en la que se cocía aquel feo sentimiento, que así hervía con mayor rapidez y la hacía sufrir aún más.

Havel se daba cuenta de todo, a veces se enternecía, a veces se enfadaba, a veces todo aquello le fatigaba, pero como quería a su mujer, hacía todo lo posible por aliviar sus sufrimientos. También en esta ocasión procuró ayudarla: exageraba tremendamente sus dolores y la gravedad de su estado de salud, porque sabía que el temor que le producía la enfermedad de él era para ella reconfortante y placentero, mientras que el miedo que le producía su salud (llena de infidelidades y misterios) la destrozaba; con frecuencia hablaba de la doctora Frantiska, que iba a atenderle en el balneario; la actriz la conocía y la imagen de su aspecto, totalmente bondadoso y totalmente alejado de cualquier idea lujuriosa, la consolaba.

Cuando el doctor Havel se sentó por fin en el autobús, mirando los ojos llorosos de la hermosa mujer que estaba en el andén, sintió, a decir verdad, un alivio, porque su amor no sólo era dulce, sino también difícil. Pero cuando llegó al balneario no se sintió muy bien. Después de tomar las aguas minerales con las que debía regar su aparato digestivo tres veces al día, tenía dolores, se sentía cansado y, cuando se topaba en el paseo con algunas mujeres guapas, comprobaba asustado que se sentía viejo y no tenía ganas de conquistarlas. La única mujer de la que podía disfrutar en cantidades ilimitadas era la buena de Frantiska, que le ponía inyecciones, le medía la tensión, le palpaba el estómago y le suministraba información sobre la vida en el balneario y sobre sus dos hijos, en particular sobre el chico que, decía, se parecía a su madre.

En semejante estado de ánimo recibió carta de su mujer. ¡Ay Dios!, esta vez su nobleza no había vigilado bien la tapadera de la olla en la que hervían los celos; era una carta llena de quejas y lamentaciones: no quiere echarle nada en cara, pero no puede dormir por las noches; sabe bien que lo importuna con su amor y se imagina lo feliz que estará ahora sin ella pudiendo tomarse un respiro; sí, ha comprendido que le resulta pesada; y sabe también que es demasiado débil para cambiar su destino, siempre atravesado por multitud de mujeres; sí, lo sabe, no protesta, pero llora y no puede dormir…

Cuando el doctor Havel leyó esta colección de gemidos, recordó los tres años que había pasado en vano tratando esforzadamente de convencer a su mujer de que era un mujeriego regenerado y un amante esposo; sintió un cansancio y una desesperación enorme. Furioso, arrugó la carta y la tiró a la papelera.