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Seguía viendo ante sus ojos la sarcástica cara del hijo y ahora, cuando el anfitrión la atrajo con fuerza hacia sí, dijo:

—Por favor, déjeme, un momento —y se soltó; no quería interrumpir lo que se le pasaba por la cabeza: los muertos viejos deben dejar sitio a los muertos jóvenes y los monumentos no sirven para nada, su monumento, al que este hombre había rendido culto en su mente durante quince años, tampoco servía para nada, el monumento a su marido tampoco servía para nada, sí, muchacho, ningún monumento sirve para nada, le decía para sus adentros al hijo y veía con vengativa satisfacción cómo su cara se contraía y gritaba: «¡Nunca has hablado de ese modo, madre!».

Claro, sabía que nunca había hablado de ese modo, pero este momento estaba lleno de una luz bajo la cual todo se volvía completamente distinto:

No hay razón para dar prioridad a los monumentos ante la vida; su propio monumento sólo tiene en este momento una significación: puede utilizarlo en provecho de su despreciado cuerpo; el hombre que está sentado a su lado le gusta, es joven y probablemente (con casi total seguridad) es el último hombre que le gusta y que puede tener; y eso es lo único importante; si luego ella le repugna y él derriba su monumento, da lo mismo, porque el monumento está fuera de ella, igual que la mente de él y su memoria están fuera de ella, y todo lo que está fuera de ella da lo mismo. «¡Nunca has hablado de ese modo, madre!», oyó el grito del hijo, pero no le prestó atención. Sonrió.

—Tiene razón, ¿para qué me iba a resistir? —dijo en voz baja y se levantó.

Después empezó a quitarse lentamente el vestido. Aún faltaba mucho para que se hiciera de noche. Esta vez la habitación estaba completamente iluminada.