12

Pero ella movía la cabeza en señal de negativa porque sabía que sí tenía sentido que se resistiera, porque conoce a los hombres, su actitud con respecto al cuerpo femenino, porque sabe que ni el más encendido idealismo puede en el amor quitarle a la superficie del cuerpo su terrible validez; seguía teniendo, eso sí, una figura bastante aceptable que había conservado sus proporciones originales y, cuando se vestía, tenía un aspecto bastante juvenil, pero sabía que, en cuanto se desnude quedarán a la vista las arrugas de su cuello y se descubrirá la larga cicatriz que le ha dejado la operación de estómago que sufrió hace diez años.

Y a medida que volvía a tomar conciencia de su aspecto físico actual, del que se había alejado poco antes, ascendían desde la llanura de la calle hasta la ventana de esta habitación (hasta ahora le había parecido suficientemente elevada, por encima de su vida) las angustias de la mañana de hoy, llenaban la habitación, se posaban en los cristales de los cuadros, en el sillón, la mesa, la taza de café que había bebido, y aquella procesión estaba comandada por la cara del hijo; al verla se puso colorada y huyó hacia algún sitio en las profundidades de ella misma: qué ingenua, estuvo a punto de pretender salirse de la senda que él le había trazado y que hasta había recorrido sonriendo y pronunciando discursos entusiásticos, estuvo a punto de pretender huir (al menos por un momento), pero ahora tiene que regresar obediente y reconocer que es la única senda que le corresponde. La cara del hijo era tan sarcástica que sentía, avergonzada, que ante él se volvía cada vez menor, hasta convertirse, humillada, en una simple cicatriz en su propio estómago.

El anfitrión la tenía cogida por los hombros y le repetía una vez más:

—No tiene sentido que se resista —y ella volvía la cabeza hacía uno y otro lado, pero lo hacía de una manera completamente mecánica, porque ante sus ojos no estaba el anfitrión, estaban sus propios rasgos juveniles en la cara del hijoenemigo al que odiaba tanto más cuanto más pequeña y humillada se sentía. Le oyó echándole en cara la tumba desaparecida y en ese momento saltó ilógicamente del caos de la memoria una frase que ella le arrojó con rabia a la cara:

¡Los viejos muertos deben dejar sitio a los muertos jóvenes, muchacho!