Ella no imaginaba, cuando fue a su apartamento, que pudiera producirse una caricia como ésta, y al principio se asustó; era como si aquella caricia llegase antes de que hubiera tenido ocasión de prepararse (hacía ya tiempo que había perdido ese estar permanentemente preparada que practican las mujeres maduras); (quizá podríamos encontrar en este susto algo en común con el susto que se lleva una chica jovencita cuando la besan por primera vez, porque, si la chica aún no está preparada y ella ya no lo estaba, estos «aún» y «ya» tienen un misterioso parentesco, como el que suelen tener las rarezas de la vejez y la infancia). Luego la trasladó del sillón al sofá, la abrazó, la acarició por todo el cuerpo y ella se sintió en sus brazos blanda e informe (sí, blanda: porque de su cuerpo hacía tiempo que había desaparecido la soberana sensualidad, que otorga inmediatamente a los músculos el ritmo de la tensión y la distensión, así como la actividad de cientos de suaves movimientos).
Pero el instante de susto pronto se diluyó en sus caricias y, lejos como estaba de la hermosa mujer madura que había sido, regresaba hacia ella con inmensa velocidad, hacia su percepción de sí misma, hacia su conciencia, y encontraba la antigua seguridad de una mujer que sabe de erotismo, y como era una seguridad que no había saboreado desde hacía tiempo, la sentía ahora con mayor intensidad que nunca; su cuerpo, hace un rato aún sorprendido, asustado, pasivo, blando, revivía, le respondía al anfitrión con sus propias caricias y ella sentía la precisión y la sabiduría de aquellas caricias y eso la deleitaba; aquellas caricias, la manera de apoyar la cara en su cuerpo, los suaves movimientos con los que su pecho respondía a los abrazos de él, todo aquello no lo encontraba como si fuera simplemente algo aprendido, algo que sabe y ahora con fría satisfacción ejecuta, sino como algo esencial, con lo que se fundía con alegría y entusiasmo, como si fuera su tierra firme natal (¡ay, la tierra firme de la belleza!), de la que había sido expulsada y a la que ahora regresaba triunfalmente.
Su hijo estaba ahora infinitamente lejos; cuando el anfitrión la abrazó, lo había visto, es verdad, llamándole la atención desde un rincón de su mente, pero luego desapareció rápidamente y no quedaron en todos aquellos alrededores más que ella y el hombre que la acariciaba y la abrazaba. Pero, cuando él colocó su boca sobre la de ella y trató de abrirle los labios con la lengua, todo se volvió repentinamente del revés: volvió en sí. Apretó con fuerza los dientes (sentía aquella materia extraña y amarga que se apretaba contra su paladar y le daba la sensación de que le llenaba toda la boca) y no se entregó; después le apartó suavemente y dijo:
—No. De verdad, por favor, mejor no.
Como seguía insistiendo, lo cogió por las muñecas y le reiteró su rechazo; después le dijo (le costaba trabajo hablar, pero sabía que tenía que hablar si quería que le hiciese caso) que era tarde para hacer el amor; le recordó su edad; si hacen el amor, le parecerá fea y eso sería desesperante para ella, porque lo que le ha dicho sobre ellos dos ha sido para ella enormemente hermoso e importante; su cuerpo es mortal y se estropea, pero ahora ella sabe que ha quedado de ese cuerpo algo inmaterial, algo parecido a un rayo de luz que sigue alumbrando aun cuando la estrella ya está apagada; qué importa que envejezca si dentro de alguien se conserva intacta su juventud.
—Me ha levantado un monumento dentro de usted mismo. No podemos permitir que se destruya. Entiéndame —se resistía—: No puede. No, no puede.