9

—No lo sé —respondió.

No lo sabía; aquella vez no sólo había escapado a sus imágenes, sino también a sus sensaciones; escapó a su vista y a su oído. Cuando encendió la luz en la pequeña habitación de la residencia, ya estaba vestida, todo en ella había vuelto a ser suave, deslumbrante, perfecto, y él buscaba inútilmente la relación entre su cara iluminada y la cara que hacía un momento había intuido en la oscuridad. Aún no habían acabado de despedirse aquel día y ya la recordaba; trataba de imaginar el aspecto que tenía un rato antes su cara (que no había visto) y su cuerpo (que no había visto) mientras hacían el amor. Pero no lo conseguía; seguía escapando a su capacidad de imaginación.

Se hizo el propósito de hacerle el amor, la próxima vez, con la luz encendida. Pero ya no hubo próxima vez. A partir de entonces, con habilidad y tacto, ella procuró evitarlo y él cayó en la inseguridad y la desesperanza: es cierto que habían hecho el amor muy bien, suponía, pero también sabía que antes había estado imposible, y le daba vergüenza: interpretó su comportamiento esquivo de ahora como una condena y ya no se atrevió a hacer esfuerzo alguno por conquistarla.

—¿Me dirá por qué me esquivaba?

—Por favor —dijo con su voz más tierna—, hace ya tanto tiempo, qué sé yo… —y como él seguía insistiendo, dijo—: No debería volver constantemente al pasado. Ya es suficiente con que tengamos que dedicarle tanto tiempo en contra de nuestra voluntad.

Lo había dicho sólo para evitar que él siguiera insistiendo (y es posible que la última frase, pronunciada con un leve suspiro, se relacionase con la visita matutina al cementerio), pero él interpretó su afirmación de otra manera: como si pretendiera, brusca e intencionadamente, dejar claro (algo tan evidente) que no hay dos mujeres (la de entonces y la actual), sino una sola, siempre la misma y que aquella mujer, que hacía quince años se le escapó, está ahora aquí, está al alcance de la mano.

—Tiene razón, el presente es más importante —dijo él en un tono significativo y miró muy fijamente a su cara, que sonreía con la boca entreabierta, en la que resplandecía una hilera de dientes; en ese momento pasó por su cabeza un recuerdo: aquella vez, en la pequeña habitación de la residencia, ella cogió sus dedos y se los llevó a la boca, los mordió con tanta fuerza que le dolió, pero mientras tanto él palpó todo el interior de su boca; hasta ahora recuerda que, a un lado, arriba, en la parte de atrás, le faltaban todos los dientes (aquello no le produjo entonces rechazo alguno, por el contrario, aquel pequeño defecto formaba parte de su edad, que lo atraía y lo excitaba). Pero ahora, mirando hacia la rendija que se abría entre los dientes y la comisura de la boca, vio que los dientes eran llamativamente blancos y que no faltaba ninguno, y aquello lo dejó helado: volvían a despegarse las dos imágenes, pero él no quería permitirlo, quería volver a unirlas por la fuerza, violentamente, en una sola, y por eso dijo—: ¿De verdad no quiere un coñac? —y cuando ella, con una sonrisa encantadora y las cejas levemente levantadas movió en señal de negación la cabeza, pasó al otro lado de la cortina, sacó la botella de coñac, se la llevó a los labios y bebió de ella con prisa.

Después pensó que ella podía descubrir por su aliento lo que había hecho y por eso cogió dos copas y la botella y las llevó a la habitación. Ella volvió a hacer un gesto de negación con la cabeza.

—Al menos simbólicamente —dijo y sirvió dos copas. Después chocó su copa con la de ella—: ¡Que ya no vuelva a hablar de usted más que en presente!

Él bebió su copa, ella mojó los labios, él se sentó junto a ella en el borde del sillón y la cogió de las manos.