Oía a su anfitrión y estaba cada vez más interesada por unos detalles que había olvidado hacía mucho tiempo: por ejemplo, que entonces solía llevar un traje de verano color azul pálido con el que, al parecer, tenía un aspecto angelical e intangible (sí, se acordaba de aquel traje), que solía llevar en el pelo una peineta grande de hueso que, al parecer, le daba un distinguido aire anticuado, que en la cafetería siempre pedía té con ron (su único vicio alcohólico), y todo aquello la transportaba agradablemente lejos del cementerio, de la tumba desaparecida, de los pies cansados, del centro cultural y hasta de los reproches de los ojos del hijo. Mira, se dijo de pronto, como quiera que sea yo ahora, si una parte de mi juventud sigue viviendo en este hombre, no he vivido en vano; y de inmediato se percató de que aquélla era una nueva confirmación de sus opiniones: el valor de una persona reside en aquello que va más allá de ella, en lo que está fuera de ella, en lo que hay de ella en los demás y para los demás.
Oía lo que le decía y no protestaba cuando a veces le acariciaba la mano; aquellas caricias se confundían con la atmósfera acariciante de la conversación y poseían una indefinición que la desarmaba (¿a quién iban dirigidas?, ¿a aquélla de la cual se hablaba o a aquélla a la cual se hablaba?); además, aquél que la acariciaba le gustaba; incluso pensó que le gustaba más que aquel jovencito de hace quince años, cuya adolescencia, si mal no recuerda, resultaba un tanto complicada.
Cuando él llegó en su relato al punto en que la sombra de ella se movía erguida encima de él mientras trataba en vano de entender sus susurros, se calló por un momento y ella (ilusa, como si él conociese aquellas palabras y quisiera recordárselas al cabo de los años como un secreto olvidado) le preguntó en voz baja:
—¿Y qué fue lo que dije?