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No le gustaban las frases sobre el envejecimiento y la muerte porque contenían una fealdad física que la molestaba. Le repitió varias veces a su anfitrión, casi excitada, que sus opiniones eran superficiales; porque el hombre, dijo, es algo más que un cuerpo que se va estropeando, porque lo esencial es, claro, la obra que el hombre realiza, lo que el hombre deja aquí para los demás. No era ésta una opinión reciente; ya había recurrido a ella cuando se enamoró, hacía treinta años, del que luego sería su marido, doce años mayor que ella; nunca había dejado de apreciarlo sinceramente (a pesar de sus infidelidades, de las que por lo demás él, o no sabía, o no quería saber) y había tratado de convencerse a sí misma de que el intelecto y la relevancia del marido compensaban plenamente la carga de sus años.

—¡Pero de qué obra me habla! ¡Cuál es la obra que dejamos! —protestó con una amarga sonrisa su anfitrión.

No quería apoyarse en su marido muerto, aunque creía firmemente en el valor duradero de todo lo que él había hecho; por eso dijo únicamente que cada persona lleva a cabo en este mundo alguna obra, por modesta que sea, y que en ella, y sólo en ella, reside su valor; después se puso a hablar de su trabajo en un centro cultural de la periferia de Praga, de las conferencias y sesiones de poesía que organiza, habló (con un énfasis que a él le pareció exagerado) de «la cara de agradecimiento» del público; e inmediatamente después se extendió en explicaciones acerca de lo hermoso que es tener un hijo y ver cómo los rasgos de ella (su hijo se le parece) se convierten en la cara de un hombre; qué hermoso es darle todo lo que una madre le puede dar a un hijo y desaparecer luego silenciosamente detrás de su vida.

No era casual que hablase del hijo, porque el hijo había estado todo el día apareciendo en su mente y echándole en cara su fracaso matutino en el cementerio; era curioso: jamás había dejado que un hombre le impusiese su voluntad, pero su propio hijo le había puesto el yugo sin que se enterase. Si el fracaso de hoy en el cementerio la había excitado tanto era sobre todo porque se sentía culpable ante él y temía sus reproches. Claro que hacía mucho tiempo que intuía que, si el hijo vigilaba con tanto celo que ella honrase el recuerdo del padre (¡era él quien insistía todos los días de difuntos para que fueran al cementerio!), no era tanto por amor al padre muerto como más bien porque deseaba aterrorizar a la madre, recluirla dentro de los límites propios de la viudez; porque era así, aunque él nunca lo había formulado, y ella trataba (sin éxito) de no saberlo: le daba asco la idea de que la madre pudiera aún tener una vida sexual, le repugnaba todo lo que quedaba en ella (al menos como posibilidad y oportunidad) de sexual; y como la imagen de lo sexual siempre va unida a la imagen de la juventud, le repugnaba todo lo que en ella había aún de joven; ya no era un niño y la juventud de la madre (unida a la agresividad de los cuidados maternos) le obstaculizaba desagradablemente su relación con la juventud de las chicas que empezaban a interesarle; quería tener una madre vieja, sólo así podía soportar su amor y sólo así podía quererla. Y ella, pese a que a veces se daba cuenta de que de ese modo la estaba arrastrando hacia la tumba, acabó por obedecerle, capituló bajo su presión e incluso idealizó su capitulación, convenciéndose de que la belleza de su vida consiste precisamente en ese silencioso desaparecer tras otra vida. En nombre de esta idealización (sin la cual las arrugas de la cara le hubieran quemado mucho más), discutía ahora tan apasionadamente con su anfitrión.

Pero el anfitrión se inclinó de pronto hacia ella por encima de la mesilla que les separaba, le acarició la mano y dijo:

—Disculpe mi charlatanería. Ya sabe que siempre he sido un tonto.