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—¿Todos los años?

Esa noticia lo entristeció y volvió a pensar que la cosa tenía mala idea; si se la hubiese encontrado hace seis años, cuando vino a vivir a esta ciudad, todo hubiera podido salvarse: la vejez aún no la habría marcado tanto, su aspecto no hubiera sido tan diferente de la imagen de la mujer a la que había amado quince años antes; hubiera tenido fuerzas para salvar la diferencia y percibir ambas imágenes (la pasada y la presente) como una sola. Pero ahora se habían distanciado irremisiblemente.

Ella había terminado de tomar el café, estaba hablando y él trataba de determinar con precisión las dimensiones de la transformación por culpa de la cual se le escapaba por segunda vez: la cara con arrugas (en vano pretendía negarlo una capa de maquillaje); el cuello marchito (en vano pretendía ocultarlo un cuello alto); las mejillas flojas; el pelo (¡pero eso era casi hermoso!) canoso; pero lo que más le llamó la atención fueron las manos (éstas por desgracia no pueden taparse ni con maquillajes ni con pinturas): se notaban en ellas nudos de venas azuladas, así que de pronto eran unas manos masculinas.

La pena se mezclaba en él con la rabia y tenía ganas de regar con alcohol el retraso de este encuentro; le preguntó si quería tomar un coñac (tenía en el armario una botella empezada); le respondió que no, que no quería, pero él se acordó de que hacía años tampoco bebía apenas, quizá para que el alcohol no le hiciese perder la elegante placidez de su comportamiento. Y cuando vio el delicado movimiento de mano con el que rechazó el ofrecimiento del coñac, se dio cuenta de que aquel encanto de la elegancia, aquella gracia, aquella amabilidad que lo habían conquistado, seguían siendo las mismas, aunque ocultas tras la máscara de la vejez, siempre igualmente seductoras, aunque encarceladas.

Al pasársele por la cabeza la idea de que estaba encarcelada por la vejez sintió por ella una pena inmensa, y esa pena se la hizo más próxima (a esta mujer, antes tan deslumbrante, en cuya presencia siempre se le trababa la lengua) y le entraron ganas de charlar largo rato con ella como un amigo con una amiga, en azulado humor de melancólica resignación. Y en efecto se puso a hablar (e incluso durante un rato ciertamente largo) hasta llegar a las ideas pesimistas que últimamente solían visitarlo. Naturalmente pasó por alto la incipiente calva (por lo demás igual que ella no había hablado de la desaparición de la tumba); pero, como contrapartida, la visión de la calva se había transustanciado en sentencias cuasifilosóficas acerca de que el tiempo corre más aprisa de lo que el hombre es capaz de vivir, de que la vida es horrible porque todo en ella está marcado por el inevitable final, y en otras sentencias parecidas, a las cuales esperaba encontrar respuesta aprobatoria por parte de su invitada; pero no la encontró.

—No me gusta ese tipo de frases —dijo casi con violencia—: Lo que está diciendo no son más que superficialidades.