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A ella le habría resultado difícil adivinar que él la veía como la que se le escapó; ella seguía recordando la noche que habían pasado juntos, recordaba el aspecto que entonces tenía él (tenía veinte años, no sabía vestirse, se ponía colorado y a ella le divertía su cara de adolescente), y también se recordaba a sí misma (tenía entonces casi cuarenta años, y una especie de ansia de belleza la hacía caer en brazos de hombres a los que no conocía, pero, al mismo tiempo, la hacía huir de ellos; siempre había pensado que su vida debía ser como un hermoso baile y temía convertir las infidelidades en una fea costumbre).

Sí, se había impuesto la belleza igual que la gente se impone imperativos morales; si hubiera visto fealdad en su vida, se habría desesperado. Y como ahora se daba cuenta de que, al cabo de quince años, tenía que parecerle vieja a su anfitrión (con todas las fealdades que eso comporta), sentía la necesidad de desplegar ante su rostro un imaginario abanico y por eso hacía caer sobre él una lluvia de preguntas apresuradas: le preguntó cómo había venido a parar a esta ciudad; le preguntó por su trabajo; elogió la comodidad de su apartamento, la vista de los techos de la ciudad desde la ventana (dijo que no era que la vista tuviera nada especial, pero que había en ella soltura y espacio); nombró a los autores de algunas reproducciones enmarcadas de pintores impresionistas (no era nada difícil: en las casas de los intelectuales pobres de Bohemia encuentra uno siempre las mismas reproducciones baratas), después incluso se levantó de la mesa sin terminar el café y se inclinó sobre un pequeño escritorio encima del cual había un portarretratos con varias fotografías (no se le escapó el detalle de que no había entre ellas ninguna fotografía de mujer joven) y le preguntó si el rostro de la anciana en una de ellas pertenecía a su madre (asintió).

Después él también le preguntó qué quiso decir cuando se encontraron al mencionar que había venido a hacer «algunos trámites». Ella no tenía la menor gana de hablar del cementerio (aquí en el quinto piso tenía la sensación de estar no sólo por encima de los tejados, sino también agradablemente por encima de su vida); cuando él insistió, reconoció finalmente (de un modo muy conciso, porque la desvergüenza propia de la sinceridad apresurada nunca había sido su estilo) que había vivido en esta ciudad hacía muchos años, que aquí está enterrado su marido (silenció la desaparición de la tumba) y que hace ya diez años viene siempre con su hijo el día de difuntos.