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No hace mucho que cumplió treinta y cinco años y fue precisamente entonces cuando comprobó de pronto que en la nuca le había raleado visiblemente el pelo. No era aún del todo una calva, pero era ya perfectamente posible imaginársela (bajo el pelo ya se veía la piel) y, sobre todo, era ya una calva segura y próxima. Por supuesto es ridículo hacer del pelo que va raleando un problema vital, pero era consciente de que la calva cambiaría su cara y que, por lo tanto, la vida de uno de sus aspectos (evidentemente el mejor) estaba llegando a su fin.

Y fue entonces cuando se le ocurrió plantearse cuál había sido el balance de este aspecto suyo (con pelo) que desaparecía, cuáles habían sido realmente las vivencias y las satisfacciones que había tenido aquel aspecto, y se quedó paralizado al darse cuenta de que había disfrutado bastante poco; al pensar en aquello sintió que se ruborizaba; sí, le daba vergüenza: porque vivir en este mundo tanto tiempo y que a uno le pasen tan pocas cosas es vergonzoso.

¿A qué se refería realmente cuando se decía que le habían pasado tan pocas cosas? ¿Se refería a los viajes, al trabajo, a la actuación pública, al deporte, a las mujeres? Se refería, claro está, a todo eso, pero sobre todo a las mujeres, porque era lamentable que su vida hubiese sido pobre en otros aspectos, pero la culpa no era suya: él no tenía la culpa de que su profesión fuera aburrida y sin futuro; no tenía la culpa de carecer del dinero y el curriculum político necesarios para viajar; finalmente, tampoco tenía la culpa de haberse lastimado el menisco a los veinte años y haber tenido que renunciar a los deportes que le gustaban. En cambio el reino de las mujeres era para él un reino de relativa libertad y por eso no tenía excusas en este sentido; ahí había podido demostrar su riqueza; las mujeres se convirtieron para él en el único criterio adecuado para medir la densidad de su vida.

Pero la mala suerte fue que precisamente lo de las mujeres no funcionaba nada bien: hasta los veinticinco (aunque era guapo) le atenazó el temor; después se enamoró, se casó y se pasó siete años tratando de convencerse de que en una sola mujer se podía encontrar la infinitud del erotismo; después se divorció, la apología de la monogamia (y la ilusión de lo infinito) se difuminó y en su lugar llegaron la audacia y el agradable gusto por las mujeres (por la variada finitud de la cantidad), desgraciadamente muy limitados por su mala situación financiera (tenía que pagarle a su anterior mujer alimentos por un hijo al que no podía ver más que una o dos veces al año) y por las condiciones de vida de una ciudad pequeña en la cual la curiosidad de los vecinos es tan inmensa como ínfima la posibilidad de elección de mujeres.

Y el tiempo corría ya a toda prisa y de pronto se encontró en el cuarto de baño, frente al espejo oval que está encima del lavabo, sosteniendo con la mano derecha un espejito redondo por encima de la cabeza y observando de reojo la incipiente calva; aquella visión le familiarizó de repente (sin preparación alguna) con la trivial constatación de que lo perdido perdido está. El malhumor se hizo crónico y hasta se le pasó por la cabeza la idea de suicidarse. Naturalmente (y es menester subrayarlo para que no veamos en él a un histérico o un idiota) era consciente de la comicidad de semejante idea y sabía que nunca la llevaría a cabo (se reía para sus adentros de su carta de despedida: No he podido resignarme a la calvicie. ¡Adiós!), pero ya es bastante que semejante idea, por platónica que fuera, se le hubiera ocurrido. Intentemos comprenderle: se manifestaba poco más o menos como en el corredor de maratón se manifiesta un insuperable deseo de abandonar la carrera cuando, a la mitad del recorrido, comprueba que va perdiendo vergonzosamente (y, por si fuera poco, debido a sus propios errores, por su propia culpa). Él también creía que tenía perdida la carrera y ya no tenía ganas de seguir corriendo.

Y ahora se inclinó ante la mesilla y colocó una taza frente al sofá (en el que después se sentó) y otra frente al cómodo sillón en el que estaba sentada la visitante y se dijo que había una especial mala idea en que a esta mujer, de la que en otros tiempos había estado enamorado hasta las cejas y a la que había dejado escapar (por sus propios errores, por su propia culpa), se la encontrase precisamente en este estado de ánimo y en esta época, cuando ya nada puede arreglarse.