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Para ella había sido, desde el comienzo, un mal día. Su marido (hace veinticinco años vivieron allí, de recién casados, durante un breve período tras el cual se fueron a Praga, donde hace diez años él murió) fue enterrado, por un extravagante deseo expresado en su testamento, en el cementerio local. De modo que pagó la tumba diez años por adelantado y hace unos días se llevó un susto al acordarse de que había pasado el plazo y había olvidado renovar el alquiler. Lo primero que se le ocurrió fue enviar una carta a la administración del cementerio, pero pensó en lo interminable e inútil que era la correspondencia con las instituciones y decidió ir personalmente.

Conocía de memoria el camino hasta la tumba del marido, pero hoy había tenido de pronto la sensación de estar por primera vez en este cementerio. No podía encontrar la tumba y le pareció que se había perdido. Tardó un rato en comprender: allí donde solía estar la losa de granito gris con el nombre de su marido en letras de oro, exactamente en el mismo sitio (reconoció sin lugar a dudas las dos tumbas vecinas), había ahora una losa de mármol negro con un nombre completamente distinto en letras doradas.

Enfadada, se dirigió a la administración del cementerio. Allí le dijeron que, al expirar el plazo de alquiler, las tumbas se liquidan automáticamente. Les reprochó que no le hubieran advertido previamente que debía prolongar el alquiler y le respondieron que tenían poco sitio en el cementerio y que los muertos viejos debieran dejar sitio a los muertos jóvenes. Aquello la indignó y les dijo que no sabían una palabra de humanidad y respeto por las personas, pero comprendió que la conversación era inútil. Del mismo modo en que no había podido impedir la muerte de su marido, ahora se encontraba igualmente desarmada ante su segunda muerte, esa muerte de «muerto viejo» que ya no puede existir ni siquiera como muerto.

Regresó a la ciudad y su pena empezó rápidamente a mezclarse con la temerosa preocupación por la necesidad de explicarle a su hijo la desaparición de la tumba del padre y de justificar ante él su olvido. Finalmente se sintió cansada: no sabía qué hacer durante todo el tiempo que le quedaba hasta la salida del tren, porque ya no conocía a nadie en este sitio y tampoco había nada que diese motivo a un paseo sentimental, porque la ciudad había cambiado demasiado a lo largo de estos años, y los lugares que en otros tiempos le resultaban familiares la miraban ahora con un aspecto completamente ajeno. Por eso aceptó agradecida la invitación de un antiguo (semiolvidado) amigo con el que de pronto se encontró: así podría lavarse las manos en el cuarto de baño y sentarse después en un sillón mullido (le dolían las piernas), echarle un vistazo a la habitación y oír cómo, tras la cortina que separaba la cocinilla de la habitación, hierve el agua para el café.