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Volvía a casa por una calle de la pequeña ciudad checa en la que vivía desde hacía ya varios años, resignado a soportar una vida no demasiado movida, el cotilleo de los vecinos y la monótona grosería que lo rodeaba en su trabajo, y le prestaba tan poca atención a todo (tal como suele hacerse cuando se recorre un camino que se ha recorrido cien veces) que por poco pasa a su lado sin verla. En cambio ella lo reconoció de lejos y, mientras se acercaba a él, lo miraba con una ligera sonrisa que, justo en el último momento, cuando ya casi se habían cruzado, hizo funcionar el sistema de señales de su memoria y lo arrancó de su somnolencia.

—¡No la había reconocido! —se disculpó, pero fue una disculpa tonta porque de un salto habían ido a parar a un tema del que hubiera sido mejor no hablar: no se veían desde hacía quince años y durante aquel período ambos habían envejecido.

—¿Tanto he cambiado? —le preguntó ella y él le respondió que no y, aunque era mentira, no era del todo mentira, porque aquella ligera sonrisa (que expresaba recatada y moderadamente una especie de eterna capacidad de entusiasmo) llegaba hasta aquí atravesando una distancia de muchos años sin haber cambiado para nada y lo dejaba confuso: le recordaba con tal precisión el aspecto que había tenido esta mujer que tuvo que hacer cierto esfuerzo para no percibir la sonrisa y verla a ella tal como era en este momento: era ya casi una mujer vieja.

Le preguntó a dónde iba y qué planes tenía, pero ella le respondió que había venido a hacer unos trámites y que ahora no le quedaba más que esperar que llegara el tren que por la noche la llevaría a Praga. Él manifestó su alegría por el inesperado encuentro y, como coincidieron (con toda razón) en que los dos cafés locales están abarrotados y sucios, la invitó a su apartamento, que no está lejos de aquí y donde hay café, té —y sobre todo limpieza y tranquilidad.