CUARTO ACTO

El regreso de la doctora

Hacía ya un rato que el doctor Havel estaba tumbado en la cama, cubierto con una delgada manta de lana, cuando oyó unos golpes en la ventana. A la luz de la luna vio la cara de la doctora y preguntó:

—¿Qué pasa?

—¡Déjeme pasar! —dijo la doctora y se dirigió apresuradamente hacía la puerta del edificio.

Havel se abrochó los botones desabrochados de la camisa y salió de la habitación suspirando.

En cuanto abrió la puerta del pabellón, la doctora entró sin dar demasiadas explicaciones y hasta que no se sentó en un sillón de la sala de guardia, frente a Havel, no empezó a explicar que ni siquiera había podido llegar hasta su casa; es ahora cuando se da cuenta, dijo, de lo excitada que está; le hubiera sido imposible dormir y le ruega a Havel que le dé un poco más de conversación para calmarla.

Havel no se creyó ni una palabra de lo que le contaba la doctora y era tan maleducado (o tan descuidado) que se notaba en su expresión.

Por eso la doctora le dijo:

—Claro que usted no me cree, porque está convencido de que no he venido más que a acostarme con usted.

El doctor hizo un gesto de negación pero la doctora prosiguió:

—Es usted un Don Juan engreído. Naturalmente. Las mujeres, en cuanto le ven, no piensan en otra cosa. Y usted, aburrido y agobiado, cumple con su triste misión.

Havel volvió a hacer un gesto de rechazo, pero la doctora, después de encender un cigarrillo y echar elegantemente el humo, continuó:

—Pobre Don Juan, no tema, no he venido a molestarle. No es usted ni mucho menos como la muerte. Ésas no son más que frases ingeniosas de nuestro querido médico jefe. No arrampla usted con todo, porque no todas le permiten arramplar. Le garantizo que yo, por ejemplo, soy completamente inmune a sus encantos.

—¿Eso es lo que vino a decirme?

—Entre otras cosas. Vine a consolarle, a decirle que no es como la muerte. Que yo no dejaría que se me llevara a mí.

La moralidad de Havel

—Es muy amable —dijo Havel—. Es muy amable por no dejar que arrample con usted y por haber venido a decírmelo. Y es verdad que no soy como la muerte. No sólo no acepto a Alzbeta, sino que ni siquiera a usted estaría dispuesto a aceptarla.

—Oh —se asombró la doctora.

—Con eso no quiero decir que no me guste, más bien al contrario.

—Ah, bueno —dijo la doctora.

—Sí, me gusta mucho.

—Entonces, ¿por qué no me aceptaría a mí? ¿Porque no me intereso por usted?

—No, creo que no tiene nada que ver con eso.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque sale con el jefe.

—¿Y qué?

—El jefe tiene celos. Al jefe le molestaría.

—¿Tiene usted problemas morales? —rió la doctora.

—¿Sabe una cosa? —dijo Havel—, he tenido a lo largo de mi vida bastantes aventuras con las mujeres y eso me ha enseñado a valorar la amistad entre dos hombres. Este tipo de relación, que no está salpicada por la estupidez del erotismo, es el único valor perdurable que he encontrado en la vida.

—¿Al médico jefe lo considera un amigo?

—El médico jefe ha hecho mucho por mí.

—Y por mí mucho más —objetó la doctora.

—Es posible —dijo Havel—, pero de todos modos no se trata de gratitud. Simplemente le tengo cariño. Es un tío excelente. Y le tiene a usted mucho apego. Si yo tratase de seducirla, tendría que considerarme a mí mismo un canalla.

Ataque al médico jefe

—No pensé —dijo la doctora— que iba a oírle a usted semejante oda a la amistad. Adquiere usted, doctor, un aspecto que es nuevo y completamente inesperado para mí. No sólo no carece, como era de prever, de sentimientos, sino que además se los dedica (y eso es enternecedor) a un hombre viejo, canoso, medio calvo, que ya no llama la atención más que por su comicidad. ¿Se fijó en él hoy? ¿En su forma de pavonearse permanentemente? Siempre está intentando demostrar una serie de cosas sin que nadie le crea.

»En primer lugar pretende demostrar que es ingenioso. ¿Se fijó? No paró de hablar, de divertir a los presentes, de decir cosas graciosas, el doctor Havel es como la muerte, de inventar paradojas sobre la desgracia del matrimonio feliz (¡como si no se lo hubiera oído ya cincuenta veces!), de tomarle el pelo a Flajsman (¡como si para eso hiciera falta ser ingenioso!).

»En segundo lugar trata de demostrar que es un buen amigo. Por supuesto, en realidad, no quiere a nadie que tenga pelos en la cabeza, pero eso hace que se esfuerce aún más. Le dijo cosas agradables a usted, me las dijo a mí, estuvo paternalmente tierno con Alzbeta e incluso a Flajsman sólo le tomó el pelo con cuidado para que no se diese cuenta.

»Y en tercer lugar y ante todo, trata de demostrar que es un fenómeno. Trata desesperadamente de ocultar su aspecto actual mediante la facha que tuvo en otros tiempos, que desgraciadamente ya no tiene y que ninguno de nosotros recuerda. Tiene que haberse fijado con qué rapidez colocó la historia de la putita que lo rechazó, sólo para tener la oportunidad de recordar su irresistible rostro juvenil y para tapar con él su lamentable calvicie.

Defensa del médico jefe

—Todo lo que está diciendo es casi cierto, doctora —respondió Havel—. Pero todo eso no hace más que darme buenos motivos para querer al jefe, porque todo eso me toca más de cerca de lo que usted supone. ¿Por qué iba a reírme de una calvicie que a mí también me espera? ¿Por qué iba a reírme de los esforzados intentos del jefe por no ser quien es?

»Una persona mayor, o bien se resigna a ser quien es, ese lamentable resto de sí misma, o no se resigna.

»Pero ¿qué puede hacer si no se resigna? No puede hacer otra cosa que aparentar que no es quien es. No puede hacer otra cosa que crear, en una trabajosa ficción, todo lo que ya no existe, lo que ha perdido; debe inventar, crear y mostrar su alegría, su vitalidad, su camaradería. Tiene que recrear su imagen juvenil y tratar de confundirse con ella y transformarse en ella. En esa comedia del jefe me veo a mí mismo, a mi propio futuro. Esto, claro, si tengo fuerzas suficientes para resistirme a la rendición, que es con seguridad un mal peor que esa triste comedia.

»Es posible que usted haya acertado al analizar al jefe. Pero yo así le quiero aún más y nunca sería capaz de hacerle daño, de lo cual se desprende que jamás podría tener algo que ver con usted.

La respuesta de la doctora

—Estimado doctor —respondió la doctora—, entre nosotros hay menos contradicciones de lo que usted cree. Yo también le quiero. A mí también me da lástima, igual que a usted. Y tengo más motivos para estarle agradecida que usted. De no ser por él no tendría aquí un puesto tan bueno. (Eso usted ya lo sabe, ¡eso lo saben todos perfectamente!). ¿Usted cree que yo le tomo el pelo, que hablo mal de él, que tengo otros amantes? ¡Todos disfrutarían yendo a contárselo! No quiero hacerle daño a él ni hacérmelo a mí misma y por eso estoy más atada de lo que usted pueda imaginar. Estoy atada por completo. Pero estoy contenta de que nosotros dos nos hayamos entendido. Porque usted es la única persona con la que puedo permitirme serle infiel. Porque usted le aprecia de verdad y jamás le haría daño. Usted será estrictamente discreto. En usted puedo confiar. Con usted puedo hacer el amor… —y se le sentó a Havel en las rodillas y empezó a desabrocharle los botones.

¿Qué hizo el doctor Havel?

¡Vaya pregunta!