Lo que dijo cada uno
Cuando los cuatro médicos salieron de la sección de Medicina Interna y se detuvieron en el patio, tenían cara de agotados.
El médico jefe dijo:
—La pequeña Alzbeta nos ha estropeado el simposio.
La doctora dijo:
—Las mujeres insatisfechas siempre traen mala suerte.
Havel dijo:
—Es curioso. Hizo falta que intentara suicidarse para que nos diéramos cuenta de que tiene un cuerpo tan hermoso.
Al oír esas palabras, Flajsman miró (largamente) a Havel y dijo:
—Ya no tengo ganas ni de borrachera ni de ingeniosidades. Buenas noches —y se dirigió hacia la salida del hospital.
La teoría de Flajsman
Las frases de sus colegas le parecían a Flajsman asquerosas. Veía en ellas la insensibilidad propia de la gente que se está haciendo vieja, la crueldad de una edad que se elevaba ante su juventud como una barrera hostil. Por eso se alegró de haberse quedado solo y de poder ir dando un paseo para experimentar y saborear plenamente su excitación: con placentero horror se repetía una y otra vez que Alzbeta había estado a punto de morir y que el culpable de aquella muerte era él.
Sabía, por supuesto, que el suicidio no suele tener una sola causa, sino, por lo general, todo un cúmulo de motivos, pero no podía ocultarse a sí mismo que una de las causas (y probablemente la decisiva) era él mismo, debido, por una parte, al mero hecho de su existencia y, por otra, a su comportamiento del día de hoy.
Ahora se acusaba a sí mismo de un modo patético. Se llamaba egoísta orgulloso que no se fija más que en sus éxitos amorosos. Se burlaba de que hubiera sido capaz de dejarse cegar por el interés que la doctora había manifestado por él. Se echaba en cara que Alzbeta se hubiera transformado para él en una simple cosa, en un recipiente en el que había derramado su rabia porque el celoso médico jefe le había estropeado su cita nocturna. ¿Con qué derecho, con qué derecho se ha comportado así con una persona inocente?
Claro que el joven médico no era un espíritu primitivo; cada uno de sus estados de ánimo llevaba implícita la dialéctica de la aseveración y la objeción, así que también en esa ocasión al acusador interno le respondió el defensor interno: Por supuesto que los sarcasmos que le había dirigido a Alzbeta estaban fuera de lugar, pero difícilmente hubieran tenido consecuencias tan trágicas de no ser porque Alzbeta le amaba. Pero ¿qué puede hacer Flajsman si alguien se enamora de él? ¿Acaso se convierte automáticamente en responsable de sus actos?
Se detuvo en este interrogante y le pareció que era la clave de todo el secreto de la existencia humana. Se detuvo incluso en su camino y con total seriedad se respondió: no, no tenía razón cuando intentaba convencer hoy al médico jefe de que no era responsable de lo que hacía inintencionadamente. ¿Acaso puede reducirse a sí mismo exclusivamente a lo consciente y deliberado? Lo que hace inconscientemente también forma parte de la esfera de su personalidad y ¿quién sino él iba a responder de ello? Sí, es culpable de que Alzbeta le amase; es culpable de haberlo ignorado; es culpable de no haberle dado importancia; es culpable. Ha estado a punto de matar a una persona.
La teoría del médico jefe
Mientras Flajsman se sumergía en sus reflexiones autocontemplativas, el médico jefe, Havel y la doctora volvieron a la sala de guardia y, ciertamente, ya no tenían ganas de seguir bebiendo; permanecieron un rato en silencio y luego Havel suspiró:
—¿Qué cable se le habrá cruzado a Alzbeta?
—Nada de sentimentalismos, doctor —dijo el médico jefe—. Cuando alguien hace una tontería como ésta, me niego a adoptar una postura emocional. Además, si usted no se hubiera cerrado en banda y hubiera hecho hace ya mucho tiempo lo mismo que no siente reparo alguno en hacer con todas las demás, esto no hubiera sucedido.
—Muchas gracias por haberme convertido en el causante del suicidio —dijo Havel.
—Hablemos con precisión —respondió el médico jefe—, no se trató de un suicidio, sino de una manifestación de protesta realizada mediante un suicidio, preparado de tal manera que la catástrofe no se produjera. Querido doctor, cuando alguien quiere suicidarse, lo primero que hace es cerrar la puerta con llave. Y no sólo eso, además tapona bien todas las rendijas para que la presencia del gas se note lo más tarde posible. Pero Alzbeta no trataba de conseguir la muerte, trataba de conseguirlo a usted.
»Quién sabe cuántas semanas llevaba deseando que llegase este día, porque le tocaba hacer guardia junto con usted y desde que empezó la noche se dedicó a usted sin el menor recato. Pero usted se había emperrado en no hacerle caso. Y cuanto más se emperraba, más bebía ella y más llamativos eran los medios que empleaba: no paraba de hablar, bailaba, quería hacer striptease.
»Ya ve, al fin y al cabo parece que todo esto tiene algo enternecedor. Como no podía atraer la atención de sus ojos ni la de sus oídos, lo apostó todo a su olfato y abrió la llave del gas. Antes de abrirla, se desnudó. Sabía que tenía un cuerpo hermoso y quería obligarle a que lo viese. Recuerde cómo decía desde la puerta: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada. Así que ahora ya lo sabe, Alzbeta tiene una cara horrible, pero un cuerpo hermoso. Usted mismo lo ha reconocido. Ya ve que sus cálculos no fueron tan equivocados. Es posible que ahora, por fin, se deje usted convencer.
—Puede —dijo Havel encogiéndose de hombros.
—Seguro —dijo el médico jefe.
La teoría de Havel
—Lo que usted dice, jefe, es convincente, pero comete usted un error: sobrevalora mi papel en esta historia. Aquí no se trataba de mí. No era yo el que se negaba a acostarse con Alzbeta. Con Alzbeta no quería acostarse nadie.
»Hoy, cuando me preguntó por qué no quería aceptar a Alzbeta, le dije no se qué despropósitos acerca de la belleza del libre albedrío y de que quería conservar mi libertad. Pero no eran más que frases ocurrentes para disimular la verdad, que es precisamente la contraria y no muy elogiosa para mí: rechacé a Alzbeta precisamente porque no sé ser libre. Y es que no acostarse con Alzbeta se ha puesto de moda. Nadie se acuesta con ella y, si alguien se acostase, no lo reconocería, porque todos se reirían de él. La moda es una terrible servidumbre y yo me sometí a ella como un esclavo. Y como Alzbeta es una mujer madura, aquello le tenía sorbido el seso. Y es probable que lo que más le sorbiera el seso fuera precisamente mi rechazo, porque ya se sabe que yo arramplo con todo. Pero a mí me importaba más la moda que el seso de Alzbeta.
»Y tiene usted razón, jefe: ella sabe que tiene un cuerpo hermoso y por eso estaba convencida de que toda aquella situación era un absurdo total y una injusticia y por eso protestaba. Recuerde cómo se pasó la noche haciendo permanente referencia a su cuerpo. Cuando hablaba de la sueca que hacía striptease en Viena, se acariciaba los pechos y decía que eran más bonitos que los de la sueca. Además recuerde que sus pechos y su trasero llenaron hoy esta habitación como si fueran una multitud de manifestantes. ¡De verdad, jefe, fue una manifestación!
»¡Y acuérdese de su striptease, acuérdese de cómo lo sentía! ¡Ha sido el striptease más triste que he visto en mi vida! Se desnudaba apasionadamente y al mismo tiempo seguía metida dentro de la odiada funda de su uniforme de enfermera. Se desnudaba y no podía desnudarse. Y a pesar de que sabía que no iba a desnudarse, se desnudaba porque quería trasmitirnos su triste e irrealizable deseo de desnudarse. Jefe, no se estaba desnudando, estaba cantando sobre su desnudez, sobre la imposibilidad de desnudarse, sobre la imposibilidad de amar, ¡sobre la imposibilidad de vivir! Pero nosotros no queríamos oírla, estábamos con la cabeza gacha, sin tomar parte.
—¡Es usted un putañero romántico! ¿Cómo puede creer que de verdad pretendía morir? —le gritó el médico jefe a Havel.
—Recuerde —dijo Havel— cuando me dijo mientras bailaba: ¡Todavía estoy viva! ¡Todavía sigo estando viva! ¿Se acuerda? Desde que empezó a bailar, ya sabía lo que iba a hacer.
—¿Y por qué quería morir desnuda, eh? ¿Qué explicación tiene para eso?
—Quería llegar a los brazos de la muerte como se llega a los brazos de un amante. Por eso se desnudó, se peinó, se pintó…
—¡Y por eso dejó la puerta sin llave, claro! ¡No trate de convencerse de que quería morir de verdad!
—Es posible que no supiera exactamente lo que quería hacer. ¿Acaso usted sabe lo que quiere? ¿Quién de nosotros lo sabe? Quería y no quería. Quería sinceramente morir y al mismo tiempo (con la misma sinceridad) quería retener ese momento en que estaba en medio del acto que la conduciría a la muerte y sentía que aquel acto la engrandecía. Por supuesto que no deseaba que la viéramos cuando estuviese ya completamente marrón, maloliente y deformada. Quería que la viésemos en toda su gloria, partiendo en su hermoso e inmaculado cuerpo a acostarse con la muerte. Quería que, al menos en ese momento esencial, le envidiáramos a la muerte su cuerpo y lo deseáramos para nosotros.
La teoría de la doctora
—Estimados amigos —dijo la doctora, que hasta entonces había estado oyendo atentamente a los dos médicos—, en la medida en que como mujer puedo apreciarlo, los dos han hablado de un modo lógico. Sus teorías son, en sí mismas, convincentes y encierran un sorprendente conocimiento de la vida. Sólo tienen un pequeño defecto. No contienen ni un gramo de verdad. Porque Alzbeta no pretendía suicidarse. Ni de verdad ni para llamar la atención. De ninguna manera.
La doctora estuvo un momento saboreando el efecto de sus palabras y después continuó:
—Estimados amigos, se nota que tienen ustedes mala conciencia. Cuando volvimos de Medicina Interna, evitaron pasar por la habitación de Alzbeta. No querían ni verla. En cambio yo la examiné detalladamente mientras ustedes le hacían la respiración artificial a Alzbeta. Había un cazo puesto al fuego. Alzbeta se estaba haciendo un café y se quedó dormida. El agua se salió por fuera y apagó el fuego.
Los dos médicos fueron a toda prisa con la doctora hasta la habitación de Alzbeta y, en efecto, encima de la cocinilla había un cacito en el que hasta quedaba un poco de agua.
—Pero entonces, ¿por qué estaba desnuda? —se asombró el médico jefe.
—Fíjense —la doctora señaló hacia tres de los ángulos de la habitación: en el suelo, bajo la ventana, yacía el vestido azul pálido, de un pequeño armario con medicinas colgaba un sostén y en la esquina opuesta, en el suelo, había unas bragas blancas—, Alzbeta lanzó cada una de sus prendas hacia un lado distinto, lo cual demuestra que quiso hacer, aunque fuese para sí misma, el striptease que usted, el cauto médico jefe, le impidió realizar.
»Al desnudarse, probablemente se sintió cansada. Eso no le venía bien, porque no había renunciado en absoluto a sus planes para esta noche. Sabía que todos nosotros nos iríamos y que Havel se quedaría solo. Ése fue el motivo de que pidiera un estimulante. De modo que se propuso hacerse un café y puso un cazo con agua a calentar. Después volvió a ver su cuerpo y eso la excitó. Estimados señores, Alzbeta tenía con respecto a ustedes una ventaja. Al mirarse no veía su propia cabeza. Así que era absolutamente hermosa. Se excitó y se tendió en la cama. Pero seguramente el sueño llegó antes que el placer.
—Seguro —se acordó Havel—, ¡si yo le di pastillas para dormir!
—Eso sí que es de su estilo —dijo la doctora—. ¿Todavía le queda alguna duda?
—Sí —dijo Havel—. Recuerde lo que decía: ¡Aún no me he muerto! ¡Todavía estoy viva! ¡Todavía sigo estando viva! Y sus últimas palabras las dijo con un patetismo como si fueran sus palabras de despedida: Si ustedes supiesen. No saben nada. No saben nada.
—Pero, Havel —dijo la doctora—, no sabe que el noventa y nueve por ciento de lo que la gente dice son chorradas. ¿O es que usted mismo no habla la mayoría de las veces sólo por hablar?
Los médicos se quedaron un rato más de charla y después salieron los tres del pabellón; el médico jefe y la doctora le dieron la mano a Havel y se marcharon.
Los perfumes flotaban en el aire de la noche
Flajsman llegó por fin a la calle de un barrio de las afueras en la que vivía con su familia en una casa con jardín. Abrió la verja pero no llegó hasta la puerta de la casa sino que se sentó en un banco sobre el cual se abrían las rosas que su mamá cuidaba con esmero.
En la noche de verano flotaban los perfumes de las flores y palabras como «culpable», «egoísmo», «amado» y «muerte» subían por el pecho de Flajsman y lo llenaban de un elevado sentimiento de placer, de modo que sentía como si le hubieran crecido alas en la espalda.
En medio de aquella avalancha de melancólica felicidad se dio cuenta de que era amado como nunca lo había sido hasta entonces. Claro, algunas mujeres ya le habían manifestado su aprecio, pero ahora tiene que ser gélidamente veraz consigo mismo: ¿siempre había sido amor? ¿No se había hecho a veces excesivas ilusiones? ¿No había exagerado las cosas? Por ejemplo Klara, ¿acaso lo suyo no tenía más de conveniencia que de enamoramiento? ¿No le importaba más el piso que le estaba buscando que él mismo? A la luz de la actitud de Alzbeta, todo palidecía.
En el aire flotaban las palabras altisonantes y Flajsman pensaba en que lo único que puede dar la medida del amor es la muerte. Al final del verdadero amor está la muerte y sólo un amor que termina en muerte es amor.
En el aire flotaban los perfumes y Flajsman se hacía una pregunta: ¿lo amará alguna vez alguien tanto como esa mujer carente de belleza? ¿Pero qué es la belleza o la falta de belleza en comparación con el amor? ¿Qué es la fealdad del rostro en comparación con un sentimiento en cuya grandeza se refleja lo absoluto?
(¿Lo absoluto? Sí. Era un muchacho que acababa de ser arrojado al mundo de la madurez, lleno de inseguridades. Cualquiera que fuera el ímpetu que ponía en perseguir a las chicas, buscaba ante todo un regazo consolador, infinito e inmenso, que lo salvase de la endiablada relatividad del mundo que acababa de descubrir).