Un hermoso joven sarcástico
Después volvieron juntos por el largo corredor y el jefe cogió amistosamente al médico del hombro. El médico no dudaba de que el calvo celoso había descubierto la señal de la doctora y ahora se estaba burlando de él con sus manifestaciones de amistad. Claro que no podía hacer que el jefe le quitase la mano del hombro, pero eso no hacía más que acrecentar la furia que se acumulaba dentro de él. Lo único que lo consolaba era que no sólo estaba lleno de furia, sino que también de inmediato se veía en ese estado furioso y estaba contento con aquel joven que regresaba a la sala de guardia y, para sorpresa de todos, estaba de pronto totalmente cambiado: agudamente sarcástico, agresivamente gracioso, casi demoníaco.
Cuando los dos entraron realmente en la habitación, Alzbeta estaba de pie en medio de la sala, moviendo terriblemente la cintura y emitiendo como acompañamiento una especie de sonido, como si estuviese cantando a media voz. El doctor Havel bajó la mirada y la doctora, para que los dos recién llegados no se asustasen, explicó:
—Alzbeta está bailando.
—Está un poco borracha —añadió Havel.
Alzbeta no dejaba de mover las caderas y de describir círculos con el pecho alrededor de la cabeza gacha de Havel, quien permanecía sentado.
—¿Dónde aprendió ese baile tan hermoso? —preguntó el médico jefe.
Flajsman, inflado de sarcasmo, emitió una risa forzada:
—¡Jajajá! ¡Un baile hermoso! ¡Jajajá!
—Lo vi en Viena en un striptease —le respondió Alzbeta al médico jefe.
—Pero bueno —se escandalizó el médico jefe con ternura— ¿desde cuándo van nuestras enfermeras al striptease?
—No creo que esté prohibido, jefe —Alzbeta trazó con el pecho un círculo a su alrededor.
La bilis ascendía continuamente por el cuerpo de Flajsman y trataba de salirle por la boca. Por eso dijo Flajsman:
—Lo que usted necesita es bromuro y no striptease. ¡Es como para temer que nos viole!
—Usted no tiene nada que temer. Los niñatos no me van —Alzbeta le dio un corte y siguió moviendo los pechos alrededor de Havel.
—¿Y le gustó el striptease? —siguió preguntándole paternalmente el médico jefe.
—Me gustó —respondió Alzbeta—; había una sueca con unos pechos enormes, pero yo tengo unos pechos más bonitos (al decir esto se acarició los pechos) y había también una chica que hacía como si se bañara en un montón de espuma dentro de una bañera de papel, y había una mulata y ésa se masturbaba delante de todo el público, eso era lo mejor de todo…
—Jajá —dijo Flajsman, en la cúspide del sarcasmo diabólico—, ¡la masturbación es justamente lo que le va a usted!
Una pena en forma de trasero
Alzbeta seguía bailando, pero su público era probablemente mucho peor que el público del striptease de Viena: Havel tenía la cabeza gacha, la doctora miraba con gesto burlón, Flajsman con rechazo y el médico jefe con paternal comprensión. Y el trasero de Alzbeta, cubierto por la tela blanca de la bata de enfermera, daba vueltas mientras tanto por la habitación como un hermoso y redondo sol, pero era un sol apagado y muerto (envuelto en un sudario blanco), un sol condenado por las miradas indiferentes y desconcertadas de los médicos presentes a una penosa inutilidad.
Hubo un momento en que pareció que Alzbeta iba a empezar a quitarse de verdad la ropa, así que el médico jefe dijo con voz angustiada:
—¡Pero, Alzbeta, no pretenderá hacernos aquí una demostración de lo que vio en Viena!
—¡No tema, jefe! ¡Al menos verá lo que es una mujer desnuda, una mujer de verdad! —exclamó Alzbeta y después se giró nuevamente hacia Havel, amenazándolo con los pechos—: ¿Qué te pasa? ¡Ni que estuvieras en un entierro! ¡Levanta esa cabeza! ¿Es que se te ha muerto alguien? ¿Se te ha muerto alguien? ¡Mírame! ¡No ves que estoy viva! ¡No me estoy muriendo! ¡Yo todavía sigo viva! ¡Yo estoy viva! —y cuando decía esto su trasero ya no era un trasero, sino la pena misma, una pena maravillosamente torneada, bailando por la habitación.
—Sería mejor que parase, Alzbeta —dijo Havel mirando hacia al suelo.
—¿Parar? —dijo Alzbeta—. ¡Si estoy bailando para ti! ¡Y ahora te voy a hacer un striptease! ¡Un gran striptease! —y se desató el delantal de la espalda y lo lanzó con un gesto de baile sobre el escritorio.
El médico jefe volvió a hacerse oír con voz temerosa:
—Querida Alzbeta, sería precioso que nos hiciera un striptease, pero en otra parte. Ya sabe que éste es un lugar de trabajo.
El gran striptease
—¡Señor médico jefe, yo sé lo que puedo hacer! —respondió Alzbeta.
Ahora tenía puesto su uniforme azul pálido de cuello blanco y no cesaba de contonearse.
Después se llevó las manos a la cintura y fue deslizándolas a lo largo del cuerpo hasta elevarlas por encima de la cabeza; luego pasó la mano derecha hacia arriba por el brazo izquierdo, que permanecía levantado, y luego la mano izquierda por el brazo derecho, haciendo entonces con ambas manos un movimiento elegante en dirección a Flajsman, como si le lanzase la blusa. Flajsman se asustó y dio un salto.
—Niñato, se te ha caído al suelo —le gritó.
Después volvió a llevarse las manos a la cintura y esta vez las deslizó hacia abajo, a lo largo de las piernas; cuando estaba ya completamente agachada, levantó primero la pierna derecha y después la izquierda; después miró al médico jefe e hizo un movimiento brusco con el brazo derecho, como si le lanzase una falda imaginaria. El médico jefe estiró en ese momento el brazo, extendiendo los dedos y cerrando inmediatamente el puño. Luego apoyó esa mano sobre la rodilla y con la otra mano le envió un beso a Alzbeta.
Tras contonearse y bailar un rato más, Alzbeta se puso de puntillas, dobló los brazos y se llevó las manos a la espalda; después volvió a llevar con movimientos rítmicos las manos hacia delante e hizo nuevamente un suave gesto con el brazo, esta vez en dirección a Havel, el cual movió también imperceptiblemente la mano, sin saber a qué atenerse.
Entonces Alzbeta se irguió y empezó a pasear con un gesto altivo por la habitación; se detuvo junto a cada uno de sus cuatro espectadores, elevando ante cada uno de ellos la simbólica desnudez de sus pechos. Finalmente se detuvo frente a Havel, volvió a mover las caderas e, inclinándose levemente, deslizó las manos por los costados hacia abajo y una vez más (como hacía un momento) levantó primero una pierna y después la otra y entonces se incorporó triunfante, alzando la mano derecha como si sostuviera con el pulgar y el índice unas bragas invisibles. Con aquella mano volvió a hacer un lento movimiento en dirección a Havel.
Después, erguida en toda la magnificencia de su ficticia desnudez, ya no miraba a nadie, ni siquiera a Havel, observando hacia abajo, con los ojos entreabiertos y la cabeza ladeada, su propio cuerpo que se contoneaba.
Entonces, de pronto, su orgullosa postura se quebró y Alzbeta se sentó en las rodillas del doctor Havel; bostezando, le dijo:
—Estoy cansada —alargó el brazo hacia el vaso de Havel y dio un trago.
—Doctor —le dijo a Havel—, ¿tienes algún estimulante? ¡Yo no pienso dormir!
—Siendo para usted, lo que haga falta —dijo Havel, levantó a Alzbeta de sus rodillas, la sentó en una silla y fue hacia el botiquín. Encontró un somnífero poderoso y le dio dos pastillas a Alzbeta.
—¿Esto me despertará? —le preguntó.
—Como que me llamo Havel —dijo Havel.
Las palabras de despedida de Alzbeta
Después de tomarse las dos pastillas, Alzbeta intentó volver a sentarse en las rodillas de Havel, pero Havel separó las piernas y Alzbeta cayó al suelo.
A Havel le dio lástima, en ese mismo momento, lo que había hecho, porque en realidad no tenía la menor intención de dejar caer a Alzbeta de aquella forma humillante, y si había separado las piernas había sido más bien por un movimiento involuntario debido al desagrado que le producía tocar con sus piernas el trasero de Alzbeta.
Así que trató de levantarla, pero Alzbeta permanecía, con dolida terquedad, aferrada con todo su peso al suelo.
En ese momento Flajsman se incorporó y le dijo:
—Está borracha y debería ir a dormir.
Alzbeta lo miró desde el suelo con inmenso desprecio y (saboreando el patetismo masoquista de su serenlatierra) le dijo:
—Salvaje. Estúpido —y una vez más—: Estúpido.
Havel volvió a tratar de levantarla, pero ella se le zafó con rabia y empezó a lloriquear. Nadie sabía qué decir, de modo que los lloriqueos resonaban en la habitación silenciosa como un violín solista. Al cabo de un rato a la doctora se le ocurrió empezar a silbar suavemente. Alzbeta se levantó bruscamente, se dirigió hacia la puerta y, en el momento en que cogió el pestillo, se volvió hacia la habitación y dijo:
—Salvajes. Salvajes. Si supieran. No saben nada. No saben nada.
El médico jefe acusa a Flajsman
Cuando ella salió, se produjo un silencio que el médico jefe fue el primero en romper:
—Ya ve, Flajsman. Dice que le dan lástima las mujeres. Pero si le dan lástima, ¿por qué no le da lástima Alzbeta?
—¿Yo qué tengo que ver con ella? —se defendió Flajsman.
—No se haga el que no sabe. Ya se lo dijimos hace un momento. Está loca por usted.
—¿Y yo tengo la culpa? —preguntó Flajsman.
—No la tiene —dijo el médico jefe—, pero tiene la culpa de ser brusco con ella y de hacerla sufrir. Durante toda la noche lo único que le importaba era lo que usted hacía, si usted la miraba, si le sonreía, si le decía algo bonito. Y recuerde lo que usted le ha dicho.
—No le dije nada que fuera tan terrible —se defendió Flajsman, pero su voz sonaba notablemente insegura.
—¿Nada que fuera tan terrible? —rió el médico jefe—: Se burló usted de su forma de bailar, aunque bailaba sólo para usted, le aconsejó que tomara bromuro, le dijo que lo único que le iba a ella era la masturbación. ¡Nada que fuera tan terrible! Cuando estaba haciendo striptease dejó caer su falda.
—¿Qué falda? —se defendió Flajsman.
—La falda —dijo el médico jefe—. Y no se haga el estúpido. Al final la mandó a dormir, a pesar de que un momento antes se había tomado una pastilla contra el cansancio.
—Pero si perseguía a Havel y no a mí —seguía defendiéndose Flajsman.
—Déjese de comedias —dijo el médico jefe con severidad—. ¿Qué podía hacer si usted no le hacía caso? Le provocaba. Y lo único que quería era que usted tuviera un poco de celos. Vaya caballerosidad la suya.
—No lo haga sufrir más, jefe —dijo la doctora—. Es cruel, pero en cambio es joven.
—Es un ángel castigador —dijo Havel.
Papeles mitológicos
—Sí, es verdad —dijo la doctora—, fíjense en él: un arcángel hermoso, malvado.
—Somos un grupo mitológico —comentó adormilado el médico jefe—, porque tú eres Diana. Frígida, deportiva, maligna.
—Y usted es un sátiro. Envejecido, lascivo, charlatán —dijo a su vez la doctora—. Y Havel es Don Juan. No es viejo, pero está envejeciendo.
—Qué va. Havel es la muerte —reiteró el médico jefe su antigua tesis.
El fin de los donjuanes
—Si me corresponde a mí decidir si soy Don Juan o la muerte, debo inclinarme, aunque a disgusto, por la opinión del jefe —dijo Havel y dio un buen trago—. Don Juan era un conquistador. Un conquistador con mayúsculas. El Gran Conquistador. Pero, por favor, ¿cómo puede uno pretender ser conquistador en un territorio en el que nadie se resiste, donde todo es posible y todo está permitido? La era de los donjuanes ha terminado. El descendiente actual de Don Juan ya no conquista, sólo colecciona. El personaje del Gran Conquistador ha sido reemplazado por el del Gran Coleccionista, pero el Coleccionista ya no es, en absoluto, Don Juan. Don Juan fue un personaje de tragedia. Cargaba con una culpa. Pecaba alegremente y se reía de Dios. Era un blasfemo y acabó en el infierno.
»Don Juan llevaba sobre sus espaldas una carga que el Gran Coleccionista ni siquiera puede imaginar, porque en su mundo toda carga ha perdido su peso. Las rocas se han convertido en plumas. En el mundo del Conquistador una mirada tenía el mismo peso que en el imperio del Coleccionista tienen diez años del más intenso amor físico.
»Don Juan era un señor, mientras que el Coleccionista es un esclavo. Don Juan transgredía alegremente las conversaciones y las leyes. El Gran Coleccionista no hace más que cumplir, con el sudor de su frente, las convenciones y la ley, porque el coleccionismo se ha convertido en algo de buena educación, en algo bien visto y casi en una obligación. Si soy culpable de algo, es de no aceptar a Alzbeta.
»El Gran Coleccionista no tiene nada en común con la tragedia ni con el drama. El erotismo, que solía servir de señuelo a las catástrofes, se ha convertido gracias a él en algo similar a los desayunos y las cenas, a la filatelia, al pingpong, cuando no a viajar en tranvía o a salir de compras. Él lo ha introducido en el ciclo de lo cotidiano. Lo ha convertido en la tramoya y las tablas de una escena sobre la cual el verdadero drama aún debe hacer su aparición. Cuidado, amigo —exclamó patéticamente Havel—, mis amores (si es que puedo llamarlos así) son el suelo de un escenario sobre el cual no se representa obra alguna.
»Querida doctora y querido jefe. Ustedes han planteado la contradicción entre Don Juan y la muerte. De ese modo, por pura casualidad, por descuido, han llegado a la esencia de la cuestión. Miren. Don Juan lucha contra lo imposible. Y eso es precisamente muy humano. En cambio, en el imperio del Gran Coleccionista, no hay nada imposible, porque es el imperio de la muerte. El Gran Coleccionista es la muerte que ha venido a buscar la tragedia, el drama, el amor. La muerte que ha venido a buscar a Don Juan. En el fuego infernal al que lo envió el Comendador, Don Juan está vivo. Pero, en el mundo del Gran Coleccionista, donde las pasiones y los sentimientos flotan por el aire como plumas, en ese mundo está muerto para siempre.
»Qué va, querida doctora —dijo Havel con tristeza—, ¿qué tendré que ver yo con Don Juan? ¿Qué no daría yo por ver al Comendador y sentir en el alma el terrible peso de su maldición y sentir dentro de mí crecer la grandeza de la tragedia? Qué va, doctora, yo soy en el mejor de los casos un personaje de comedia, y ni siquiera eso es por mérito propio, sino por mérito de Don Juan precisamente, porque sólo con su trágica alegría como telón histórico de fondo es posible percibir, más o menos, la cómica tristeza de mi existencia de mujeriego, que sin este punto de comparación no sería más que gris trivialidad y aburrido telón de fondo.
Nuevas señales
Havel, fatigado por el largo discurso (durante el cual el médico jefe cabeceó de sueño en dos oportunidades), se quedó callado. Tras dejar pasar un segundo, que estuvo cargado de emoción, habló la doctora:
—No sospechaba, doctor, que supiese hablar con tanta hilación. Se ha descrito usted mismo como un personaje de comedia, como una existencia gris, un aburrimiento y un cero a la izquierda. Por desgracia el modo en que ha hablado ha sido excesivamente refinado. Ésa es su maldita astucia: decir que es un mendigo, pero hacerlo con palabras tan majestuosas como para parecer más bien un rey que un mendigo. Es usted un tramposo, Havel. Orgulloso incluso en los momentos en los que se denigra a sí mismo. Es usted un tramposo descarado.
Flajsman se echó a reír, porque para satisfacción suya creyó encontrar en las palabras de la doctora desprecio por Havel. Estimulado por las burlas de la doctora y por su propia risa, se acercó a la ventana y dijo significativamente:
—¡Qué noche!
—Sí —dijo la doctora—, una noche preciosa. ¡Y Havel quiere hacerse pasar por la muerte! ¿Se ha fijado acaso, Havel, en lo hermosa que está la noche?
—De ninguna manera —dijo Flajsman—, a Havel le da lo mismo una mujer que otra, una noche que otra, le da lo mismo el invierno que el verano. El doctor Havel se niega a hacer distinciones entre detalles de segundo orden.
—Ha dado en el blanco —dijo Havel.
Flajsman llegó a la conclusión de que esta vez su encuentro con la doctora iba a salir bien: el médico jefe ya había bebido mucho y parecía que el sueño, que le había atacado en los últimos minutos, le había hecho bajar considerablemente la guardia; por eso, procurando pasar desapercibido, dijo:
—¡Uy, mi vejiga! —y, echándole una mirada a la doctora, salió de la habitación.
Gas
Mientras recorría el pasillo recordaba con satisfacción la forma en que la doctora había estado toda la noche burlándose de los dos hombres, del médico jefe y de Havel, al cual, muy apropiadamente, acababa de llamar tramposo, y estaba asombrado viendo cómo se repetía una vez más lo que siempre le asombraba precisamente por la regularidad con que se repetía: gusta a las mujeres, le dan preferencia ante hombres más experimentados que él, lo cual, en el caso de la doctora, que es evidentemente una mujer excepcionalmente exigente, inteligente y un poco (agradablemente) engreída, es un gran éxito, nuevo e inesperado.
Con semejante estado de ánimo atravesaba Flajsman el largo corredor en dirección a la salida. Cuando ya estaba casi a la altura de la puerta de salida que conducía al jardín, sintió de pronto un olor a gas. Se detuvo a investigar de dónde provenía. El olor era más intenso en las proximidades de la puerta que conducía a la habitación de las enfermeras. Flajsman se dio cuenta, de pronto, de que estaba muy asustado.
Lo primero que se le ocurrió fue correr a toda velocidad en sentido contrario y llamar al médico jefe y a Havel, pero finalmente tomó la decisión de intentar abrir él mismo la puerta (quizá porque supuso que estaría cerrada con llave o incluso atrancada). Pero para su asombro la puerta se abrió. En la habitación estaba encendida una gran lámpara de techo que iluminaba un gran cuerpo desnudo de mujer tendido en el sofá. Flajsman echó una mirada a la habitación y se lanzó hacia la cocinilla. Cerró la llave del gas, que estaba abierta. Después corrió hacia la ventana y la abrió de par en par.
Nota entre paréntesis
(Es posible afirmar que Flajsman actuó con rapidez y bastante presencia de ánimo. Sin embargo hubo una cosa que no fue capaz de registrar con frialdad. Se pasó todo un segundo mirando con asombro el cuerpo desnudo de Alzbeta, pero el susto le llenaba hasta tal punto que no fue capaz de ver a través de aquel velo lo que ahora nosotros, desde una perspectiva conveniente, podemos saborear plenamente:
Aquel cuerpo era maravilloso. Yacía boca arriba, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un costado y con un hombro igualmente inclinado hacia el otro, de modo que los dos hermosos pechos se apretaban uno contra otro y sus formas destacaban plenamente. Una de las piernas de Alzbeta estaba estirada y la otra levemente doblada en la rodilla, de modo que podía apreciarse tanto la estupenda rotundidad de los muslos como el color negro extraordinariamente intenso del pubis).
Una llamada de socorro
Después de abrir de par en par la ventana y la puerta, Flajsman salió al pasillo y empezó a gritar. Todo lo que sucedió a partir de entonces se produjo con la rapidez rutinaria: la respiración artificial, la llamada telefónica al departamento de Medicina Interna, la camilla para transportar a la enfermera, el traslado al médico de guardia de Medicina Interna, otra respiración artificial, la reanimación, la transfusión de sangre y, finalmente, una profunda expiración con la cual la vida de Alzbeta demostró hallarse sin duda fuera de todo peligro.