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Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.

Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó, se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo familiar y decía:

—Yo soy yo, yo soy yo…

El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.

Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología incontables veces:

—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo…

El joven empezó a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no se encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por delante trece días de vacaciones.