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Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello había desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas, iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego había terminado; que al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.

Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:

—Quédate donde estás, quiero verte bien.

Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio en ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chica hizo un gesto de súplica pero el joven dijo:

—Ya has cobrado.

Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.

Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonzada inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían también otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La chica tenía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist; en ese momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.

La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el joven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni siquiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.