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No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carretera de su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo no acababa con las ocho horas de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del estudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros y compañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que nunca permanecía en secreto y que por lo demás se había convertido ya un par de veces en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado una recomendación del Comité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un momento.

Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la carretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.

—¿A dónde dijo que quería ir?

—A Banska Bystrica —respondió.

—¿Y qué va a hacer allí?

—He quedado con una persona.

—¿Con quién?

—Con un señor.

El coche se aproximaba a un cruce de caminos importante; el conductor disminuyó la velocidad para poder leer las señales que indicaban la dirección; luego dobló a la derecha.

—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?

—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.

—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky.

—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!

—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.

De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.

—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.

—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.