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El Comité celebraba sus sesiones en una antigua tienda fuera de uso, alrededor de una mesa alargada. Un hombre canoso con gafitas y la barbilla hundida me indicó que tomara asiento. Le di las gracias, me senté y aquel mismo hombre tomó la palabra. Me comunicó que el Comité seguía mis pasos desde hacía tiempo, que sabía muy bien que llevaba una vida privada desordenada y que eso no producía una buena impresión; que los inquilinos de mi edificio ya se habían quejado más de una vez de que no podían dormir por el ruido que hacía en mi casa durante toda la noche; que aquello era suficiente para que el Comité de Vecinos se formara una idea apropiada de mí. Y que ahora, por si fuera poco, había acudido a ellos la camarada Zaturecka, la esposa de un trabajador científico. Que debía haber escrito hace ya medio año un informe sobre la obra científica de su marido y no lo había hecho, a pesar de que sabía que de mi informe dependía el futuro de la mencionada obra.

—¡De qué obra científica me hablan! —interrumpí al hombre de la barbilla pequeña—: Es un pegote de ideas copiadas de libros de texto.

—Muy interesante, camarada —se mezcló ahora en la conversación una rubia de unos treinta años, vestida en plan moderno, en cuya cara se había quedado pegada (probablemente para siempre) una sonrisa radiante—. Permítame una pregunta: ¿cuál es su especialidad?

—La teoría del arte.

—¿Y la del camarada Zaturecky?

—No lo sé. Probablemente intenta algo parecido.

—Ya lo ven —la rubia se dirigió entusiasmada a los demás—, el camarada no ve en un trabajador de su misma especialidad a un colega, sino a un competidor.

—Prosigo —dijo el hombre de la barbilla hundida—, la camarada Zaturecka nos dijo que su esposo fue a verle a usted a su casa y que encontró en ella a una mujer. Según parece, esa mujer lo acusó ante usted de haber pretendido aprovecharse sexualmente de ella. Pero la camarada Zaturecka cuenta con documentos que certifican que su marido no es capaz de semejante cosa. Quiere saber el nombre de la mujer que acusó a su marido y poner este asunto en manos de la comisión disciplinaria del Ayuntamiento, porque esta acusación infundada ha representado para su marido un perjuicio material.

Hice un nuevo intento por quitarle a todo este ridículo lío su injustificado dramatismo:

—Camaradas —dije—, toda esta historia carece de sentido. Ese trabajo es tan flojo que ni yo ni nadie podría recomendar su publicación. Y si entre el señor Zaturecky y esa mujer se produjo algún malentendido, no creo que sea como para convocar una reunión.

—Por suerte no eres tú, camarada, quien decide cuándo tenemos que reunirnos —me respondió el hombre de la barbilla hundida.

—Y eso que dices, que el artículo del camarada Zaturecky es malo, hemos de interpretarlo como una venganza. La camarada Zaturecka nos ha facilitado la carta que le escribiste a su marido después de leer su trabajo.

—Sí. Pero en esa carta no digo una palabra acerca de la calidad del artículo.

—Es verdad. Pero dices que quieres ayudarle; de tu carta se desprende claramente que aprecias el trabajo del camarada Zaturecky. Y ahora dices que es un pegote. ¿Por qué no se lo escribiste ya en aquella carta? ¿Por qué no se lo dijiste cara a cara?

—El camarada tiene dos caras —dijo la rubia.

En ese momento intervino en la conversación una mujer mayor con el pelo ondulado de peluquería; no se anduvo con rodeos:

—Lo que quisiéramos que nos dijeras, camarada, es el nombre de la mujer a la que el señor Zaturecky encontró en tu casa.

Comprendí que probablemente no sería capaz de hacer que todo aquel lío perdiera su absurda gravedad y que no me quedaba más que una posibilidad: hacerles perder la pista, alejarles de Klara, atraerlos hacia otro sitio, tal como la perdiz atrae al perro de caza alejándolo y ofreciendo su cuerpo a cambio de los cuerpos de sus pichones.

—Es una pena, pero no me acuerdo de su nombre —dije.

—¿Cómo no te vas a acordar del nombre de la mujer con la que vives? —preguntó la mujer del pelo ondulado.

—Se ve que el camarada tiene un comportamiento ejemplar para con las mujeres —dijo la rubia.

—Es posible que lo recordara, pero tendría que pensarlo. ¿Saben ustedes qué día fue la visita del señor Zaturecky?

—Fue exactamente —el hombre de la barbilla hundida miró sus papeles— el miércoles catorce por la tarde.

—El miércoles… catorce… un momento… —apoyé la cabeza en las palmas de las manos y me puse a pensar—: Ya me acuerdo. Era Helena —todos estaban pendientes de mis palabras.

—Helena ¿qué?

—¿Qué? Desgraciadamente lo ignoro. No se lo quise preguntar. En realidad, para serles franco, ni siquiera estoy seguro de que se llamase Helena. Le puse ese nombre porque su marido era pelirrojo como Menelao. La conocí el martes por la noche en un bar y conseguí hablar con ella un momento cuando su Menelao se acercó a la barra a tomar un coñac. Al día siguiente vino a verme y estuvo en casa toda la tarde. Pero tuve que dejarla sola dos horas porque tenía una reunión en la Facultad. Cuando volví estaba disgustada porque había venido un hombrecillo a molestarla, creyó que yo estaba conchabado con él, se ofendió y ya no quiso saber nada de mí. Y ya lo ven, ni siquiera tuve tiempo de averiguar su verdadero nombre.

—Camarada, independientemente de que lo que dice sea cierto —dijo la rubia—, me parece incomprensible que usted pueda educar a nuestra juventud. ¿Acaso nuestro modo de vida no le sirve de inspiración más que para beber y para aprovecharse de las mujeres? Puede estar seguro de que daremos nuestra opinión al respecto donde corresponda.

—El portero no dijo nada de ninguna Helena —intervino ahora la mujer mayor del pelo ondulado—. Pero nos informó de que hace ya un mes que tienes en tu casa, sin darla de alta, a una chica que trabaja en la empresa de confección. ¡No olvides, camarada, que estás en un piso subalquilado! ¿Te crees acaso que puede vivir alguien en tu piso, así por las buenas? ¿Piensas que nuestra casa es un burdel? Si no nos quieres decir su nombre, ya lo averiguará la policía.