Cuando Klara terminó de relatar este incidente, en forma entrecortada y con escasas dotes para exponerlo de un modo comprensible, dije:
—Ya lo ves, tenemos suerte.
Pero ella, llorosa, se encaró conmigo:
—De qué suerte me hablas; si no me cogieron hoy, me cogerán mañana.
—Me gustaría saber cómo.
—Vendrán a buscarme aquí, a tu casa.
—No dejaré entrar a nadie.
—¿Y si viene a buscarme la policía? ¿Y si te presionan a ti y hacen que les digas quién soy? Habló de un proceso judicial, me va a acusar de ofensas a su marido.
—Haz el favor, si es de risa: no ha sido más que una broma y un chiste.
—Ésta no es época de chistes, hoy todo se toma en serio; dirán que pretendía dañar su imagen y que lo hice a propósito. ¿Tú crees que, cuando lo vean, van a pensar que de verdad puede haberse metido con una mujer?
—Tienes razón, Klara —dije—, seguramente te encerrarán.
—No digas tonterías —dijo Klara—, tú sabes que la situación es grave, basta con que me hagan presentarme ante una comisión disciplinaria para que el asunto figure en mis antecedentes y no salga nunca más del taller. Además me gustaría saber qué pasa con ese trabajo de modelo que me prometes, y no puedo dormir en tu casa porque me daría miedo pensar que van a venir a buscarme, hoy me vuelvo a Celakovice.
Ésa fue una de las conversaciones.
Y ese mismo día por la tarde, después de la reunión del departamento, tuve otra.
El jefe del departamento, un canoso profesor de Historia del Arte, un hombre sabio, me invitó a pasar a su despacho.
—Espero que sepa que ese estudio suyo que acaba de publicar no le va a beneficiar mucho —me dijo.
—Sí, lo sé.
—Muchos profesores piensan que sus críticas se refieren a ellos y el rector cree que es un ataque a sus opiniones.
—¿Qué le vamos a hacer?
—Nada —dijo el profesor—, pero ya han pasado los tres años de su ayudantía y habrá un concurso para ocupar el puesto. Por supuesto, lo habitual es que la comisión se lo dé a los que ya han dado clases en la Facultad, ¿está usted seguro de que esa costumbre se vaya a confirmar en su caso? Pero no era de eso de lo que quería hablarle. Siempre ha jugado a favor de usted el haber dado honestamente sus clases, el ser popular entre sus alumnos y el haberles enseñado algo. Pero ahora ya no puede ni siquiera apoyarse en eso. El rector me ha comunicado que hace ya un trimestre que no da clases. Y sin ningún tipo de excusa. Sólo con eso ya sería suficiente para un despido inmediato.
Le expliqué al profesor que no había dejado de dar ni una sola clase, que no se trataba más que de una broma y le conté toda la historia del señor Zaturecky y Klara.
—Bien, yo le creo —dijo el profesor—, pero ¿de qué sirve que yo le crea? Toda la Facultad habla hoy de que no da sus clases y no hace nada. Ya ha discutido el caso el Comité de Empresa y ayer lo llevaron a la Junta de Gobierno.
—Pero ¿por qué no hablaron antes conmigo?
—¿De qué iban a hablar con usted? Lo tienen todo claro. Ahora lo único que están haciendo es examinar su anterior actuación en la Facultad y buscar relaciones entre su pasado y su presente.
—¿Qué pueden encontrar de malo en mi pasado? ¡Usted mismo sabe cuánto me gusta mi trabajo! ¡Nunca he descuidado mis obligaciones! Tengo la conciencia limpia.
—La vida humana es muy ambigua —dijo el profesor—: El pasado de cualquiera de nosotros puede ser perfectamente adaptado lo mismo como biografía de un hombre de Estado, amado por todos, que como biografía de un criminal. Fíjese bien en su propio caso. Nadie pone en duda que le gusta su trabajo. Pero no se le veía con demasiada frecuencia en las reuniones y, cuando alguna vez aparecía, solía quedarse callado. Nadie sabía muy bien cuáles eran sus opiniones. Yo mismo recuerdo que en varias oportunidades, cuando se trataba de cosas serias, de pronto hacía usted una broma que producía incertidumbre. Naturalmente esa incertidumbre quedaba de inmediato olvidada, pero hoy, rescatada del pasado, adquiere de pronto un sentido preciso. Recuerde también cuántas veces ha ocultado usted su presencia cuando venían distintas mujeres a buscarlo a la Facultad. O su último trabajo, del que cualquiera puede afirmar, si le da la gana, que defiende posiciones sospechosas. Claro que todas estas son cuestiones aisladas; pero basta con la luz que sobre ellas arroja su delito actual para que de pronto se unan, formando un conjunto que pone de manifiesto cuál es su carácter y su actitud.
—Pero ¿de qué delito se trata? —exclamé—: Explicaré delante de todos cómo han ocurrido las cosas: si las personas son personas, tendrán que reírse.
—Como le parezca. Pero verá usted que, o las personas no son personas, o usted no sabía cómo eran las personas. No se van a reír. Si usted les explica todo tal como ha ocurrido, se pondrá de manifiesto que no sólo no cumplió con sus obligaciones tal como las establecía el horario, es decir que no hizo lo que tenía que hacer, sino que además ha dado clases ilegalmente, es decir que hizo lo que no tenía que hacer. Se pondrá de manifiesto que ha ofendido a un hombre que le había pedido ayuda. Se pondrá de manifiesto que su vida privada es desordenada, que en su casa vive cierta joven sin estar dada de alta, lo cual tendrá una influencia muy perniciosa en la presidenta del Comité de Empresa. Todo este asunto será de dominio público y quién sabe qué nuevos cotilleos aparecerán; lo que es seguro es que les vendrán muy bien a todos aquellos que se sienten molestos por las ideas que usted defiende, pero que sienten vergüenza de enfrentarse con usted por ese motivo.
Yo sabía que el profesor no pretendía ni asustarme ni engañarme, pero lo consideraba un excéntrico y no quería aceptar su escepticismo. Yo mismo me había montado en aquel caballo y ahora no podía permitir que me arrancase las riendas de las manos y me llevase adonde él quisiera. Estaba dispuesto a luchar contra él.
Y el caballo no rehuía el combate. Cuando llegué a casa, me esperaba en el buzón una citación a la reunión del Comité de Vecinos.