Al día siguiente la señora Marie me contó cómo le había amenazado el señor Zaturecky, cómo había gritado y cómo había ido a quejarse de ella; la voz le temblaba y estaba a punto de llorar; me dio rabia. Comprendí perfectamente que la secretaria, que hasta ahora se había reído de mi juego al escondite (aunque apostaría el cuello que lo hacía más por amabilidad hacia mí que porque se divirtiera sinceramente), se sentía ahora maltratada y veía naturalmente en mí al causante de sus problemas. Y si a esto le añadía la violación del secreto de mi buhardilla, los diez minutos de golpes a la puerta y el susto que había pasado Klara, la rabia se convirtió en un ataque de furia.
Y cuando estaba dando vueltas de un lado a otro por el despacho de la señora Marie, cuando me estaba mordiendo los labios, cuando estaba en plena ebullición y pensando en la venganza, se abrió la puerta y apareció el señor Zaturecky.
Al verme brilló en su cara un resplandor de felicidad. Hizo una reverencia y saludó.
Había llegado un poco antes de tiempo, un poco antes de que yo hubiera tenido oportunidad de meditar mi venganza.
Me preguntó si ayer había recibido su mensaje.
No le contesté.
Repitió la pregunta.
—Lo recibí —dije.
—¿Y hará el favor de escribirme ese informe?
Lo veía delante de mí, enfermizo, terco, lastimero; veía la arruga transversal que dibujaba en su frente la línea de su única pasión; observé aquella sencilla línea y comprendí que era una recta determinada por dos puntos: mi informe y su artículo; que al margen del vicio de esta recta maniática no había en su vida más que ascetismo. Y en ese momento se me ocurrió una maldad salvadora.
—Espero que comprenda que, después de lo ocurrido ayer, no tengo nada de que hablar con usted —dije.
—No le comprendo.
—No finja. Ella me lo dijo todo. Es inútil que lo niegue.
—No le comprendo —repitió, pero esta vez con más decisión, el pequeño hombrecillo.
Puse un tono de voz jovial, casi amistoso:
—Mire usted, señor Zaturecky, yo no se lo reprocho. A fin de cuentas yo también soy mujeriego y lo comprendo. Yo en su lugar también habría intentado ligar con una chica tan guapa, si hubiera estado a solas con ella en el piso y si llevara puesto un impermeable de hombre sin nada debajo.
—Esto es una ofensa —palideció el hombrecillo.
—No, señor Zaturecky, es la verdad.
—¿Se lo dijo esa dama?
—No tiene secretos para mí.
—¡Camarada ayudante, eso es una ofensa! Soy un hombre casado. ¡Tengo mujer! ¡Tengo hijos! —el hombrecillo dio un paso hacia delante, de modo que me vi obligado a retroceder.
—Peor aún, señor Zaturecky.
—¿Qué quiere decir con eso de peor aún?
—Me refiero a que para un mujeriego estar casado es un agravante.
—¡Eso tendrá que retirarlo! —dijo el señor Zaturecky amenazante.
—Como usted quiera —acepté—. Estar casado no siempre es una circunstancia agravante para un mujeriego. Pero eso no tiene importancia. Ya le he dicho que no me enfado con usted y que le comprendo. Lo único que no puedo entender es cómo puede pretender que una persona a la que le quiere quitar la mujer, le haga su informe.
—¡Camarada ayudante! ¡Quien le pide ese informe es el doctor Kalousek, redactor del «Pensamiento Artístico», una revista de la Academia de Ciencias! ¡Y usted tiene que escribir ese informe!
—El informe o la mujer. No puede pedir las dos cosas.
—¡Cómo puede comportarse de ese modo, camarada! —me gritó el señor Zaturecky, indignado y desesperado.
Qué curioso, de pronto tuve la sensación de que el señor Zaturecky había pretendido realmente seducir a Klara. Me indigné y le grité:
—Pero ¿cómo puede atreverse usted a llamarme la atención? Usted, que debería pedirme humildemente disculpas aquí mismo, delante de la señora secretaria.
Me volví de espaldas al señor Zaturecky, y él, confuso, salió trastabillando de la habitación.
—Bueno —respiré como si acabara de ganar un duro combate y le dije a la señora Marie—: Espero que ahora ya no pretenderá que le escriba ese informe.
La señora Marie sonrió y al cabo de un momento me preguntó tímidamente:
—¿Y por qué no quiere hacerle ese informe?
—Porque lo que ha escrito es una terrible estupidez.
—¿Y entonces por qué no pone en el informe que es una estupidez?
—¿Por qué se lo iba a escribir? ¿Para qué tengo que enemistarme con nadie?
La señora Marie me miró con una sonrisa tolerante; y en ese momento se abrió la puerta y apareció el señor Zaturecky con el brazo extendido:
—¡No seré yo el que tenga que disculparse, será usted!
Lo dijo con voz temblorosa y volvió a desaparecer.