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Sí, mi residencia permanente está en Litomysl; tengo allí a mamá, a mis amigos y los recuerdos de papá; cuando puedo me voy de Praga y estudio y escribo en casa, en el pequeño piso de mamá. Así fue como mantuve formalmente mi residencia permanente en casa de mamá, y en Praga no fui capaz de conseguir ni siquiera un apartamento adecuado, como Dios manda, y por eso vivía subalquilado en Vrsovice, en un altillo, en una buhardillita completamente independiente, cuya existencia procuraba en la medida de lo posible ocultar para que no se produjeran innecesarios encuentros de indeseados huéspedes con mis compañeras provisionales de piso o mis visitantes femeninas.

No puedo negar que éste era uno de los motivos por los cuales no gozaba en la casa del mejor renombre. Durante algunas de mis estancias en Litomysl les había prestado la habitación a amigos que la utilizaban para divertirse, y se divertían tanto que no permitían que nadie pegase ojo en el edificio durante toda la noche. Aquello indignaba a algunos de los habitantes del edificio, de modo que estaban empeñados en una guerra secreta contra mí, que se manifestaba de vez en cuando en los informes que emitía sobre mí el Comité de Vecinos y hasta en una queja presentada ante la Administración de viviendas.

En la época a la que me estoy refiriendo, a Klara le empezó a parecer complicado desplazarse desde Celakovice para ir al trabajo, de modo que comenzó a pasar la noche en mi casa. Al principio lo hacía con timidez y excepcionalmente, luego colgó un vestido en el armario, después varios vestidos y, al cabo de poco tiempo, mis dos trajes se apretujaban en un rincón y mi pequeña habitación se había convertido en un saloncito femenino.

Klara me gustaba; era hermosa; yo disfrutaba de que la gente nos mirase cuando íbamos juntos; tenía por lo menos trece años menos que yo, lo cual acrecentaba mi prestigio entre los alumnos; tenía, en una palabra, multitud de motivos para dedicarle todo tipo de atenciones. Pero no quería que se supiera que vivía conmigo. Tenía miedo de que se extendiesen por la casa las habladurías y los cotilleos; tenía miedo de que alguien empezara a meterse con mi viejo y amable casero, que era discreto y no se ocupaba de mí; tenía miedo de que, un buen día, a disgusto y contra su voluntad, viniera a pedirme que para mantener su buen nombre echase a la señorita.

Por eso Klara tenía instrucciones estrictas de no abrirle la puerta a nadie.

Aquel día estaba sola en casa. Era un día soleado y la temperatura en la buhardilla era casi sofocante. Por eso estaba tumbada en la cama, desnuda, ocupada en mirar al techo.

Y en ese momento oyó que golpeaban a la puerta.

No era nada inquietante. En mi buhardilla no había timbre y, cuando venía alguien, tenía que golpear. De modo que Klara no dejó que el ruido la interrumpiese y siguió mirando el techo, sin la menor intención de dejar de hacerlo. Pero los golpes no se detenían; por el contrario, continuaban con serena e incomprensible persistencia. Klara se puso nerviosa; empezó a imaginarse que ante la puerta había un hombre que lenta y significativamente daba vuelta a la solapa de su chaqueta, un hombre que al final le echaría violentamente en cara que no le hubiese abierto, un hombre que le preguntaría qué estaba ocultando, qué escondía y si tenía registrado allí su domicilio. La invadió el sentimiento de culpa; despegó los ojos del techo y se puso a buscar rápidamente el sitio donde había dejado la ropa. Pero los golpes eran tan insistentes que en medio de la confusión no encontró más que mi impermeable. Se lo puso y abrió la puerta.

Pero en lugar del rostro hosco del inspector se encontró sólo con un pequeño hombrecillo que hacía una reverencia:

—¿Está en casa el señor ayudante?

—No, no está en casa…

—Qué pena —dijo el hombrecillo y pidió amablemente disculpas por interrumpir—. Es que el señor ayudante debe escribir un informe sobre un trabajo mío. Me lo prometió y ya es muy urgente. Con su permiso, quisiera dejarle al menos un recado.

Klara le dio al hombrecillo papel y lápiz, y yo me enteré por la noche de que el destino del estudio sobre Mikolas Ales estaba únicamente en mis manos y de que el señor Zaturecky aguardaba respetuosamente mi informe y procuraría localizarme una vez más en la Facultad.