Un buen día, justo al terminar mi clase —doy clases de Historia de la Pintura en la Universidad— llamó a la puerta del aula nuestra secretaria, la señora Marie, una mujer amable de cierta edad que de vez en cuando me hace una taza de café y dice que no estoy cuando me llaman mujeres por teléfono y yo no quiero ponerme. Asomó la cabeza por la puerta del aula y me dijo que había un señor esperándome.
Los señores no me dan miedo, así que me despedí de los alumnos y salí al pasillo con buen ánimo. Allí me saludó con una inclinación de cabeza un hombrecillo pequeño que llevaba un traje negro bastante usado y una camisa blanca. Me comunicó muy respetuosamente que era Zaturecky.
Invité al visitante a pasar a una habitación que estaba libre, le indiqué que se sentase en un sillón y, en tono jovial, empecé a conversar con él de todo un poco, del mal tiempo que hacía aquel verano, de las exposiciones que había en Praga. El señor Zaturecky asentía amablemente a cualquier tontería que yo dijese, pero de inmediato trataba de relacionar cada uno de mis comentarios con su artículo sobre Mikolas Ales, y el artículo yacía de pronto entre nosotros, en su invisible sustancia, como un imán del que no era posible librarse.
—Nada me gustaría más que hacer un informe sobre su trabajo —dije por fin—, pero ya le he explicado en mi carta que no me consideran experto en el siglo diecinueve checo y que además estoy un poco enfrentado con la redacción de «Pensamiento Artístico» porque me tienen por un fanático modernista, de modo que una valoración positiva mía sólo podría perjudicarle.
—Oh, es usted demasiado modesto —dijo el señor Zaturecky—. ¡Un experto como usted! ¿Cómo puede valorar tan negativamente su posición? En la redacción me han dicho que todo dependerá exclusivamente de su valoración. Si usted se pone de parte de mi artículo, lo publicarán. Es usted mi única salvación. Se trata del producto de tres años de estudio y tres años de trabajo. Ahora todo está en sus manos.
¡Con qué ligereza y con qué defectuosos materiales edifica el hombre sus excusas! No sabía qué responderle al señor Zaturecky.
Eché una mirada a su cara y advertí que no sólo me miraban unas pequeñas e inocentes gafas anticuadas, sino también una poderosa y profunda arruga transversal en la frente. En aquel breve instante de clarividencia, un escalofrío me atravesó la espalda: esa arruga, reconcentrada y terca, no era sólo un indicio de los padecimientos del espíritu sufridos por su propietario ante los dibujos de Mikolas Ales, sino también el síntoma de una extraordinaria fuerza de voluntad. Perdí mi presencia de ánimo y no pude encontrar una excusa adecuada. Sabía que no iba a escribir aquel informe, pero también sabía que no tenía fuerzas para responder con un no, cara a cara, a los ruegos de aquel hombrecillo.
De modo que empecé a sonreír y a hacer promesas vagas. El señor Zaturecky me dio las gracias y dijo que pronto volvería a verme. Me despedí de él con muchas sonrisas.
Y, en efecto, al cabo de un par de días volvió. Lo esquivé astutamente, pero al día siguiente me dijeron que había estado otra vez preguntando por mí en la Facultad. Comprendí que la situación era crítica. Fui rápidamente en busca de la señora Marie para tomar las medidas necesarias.
—Por favor, Marie, si volviese a preguntar por mí ese señor, dígale que estoy de viaje de estudios en Alemania y que tardaré un mes en regresar. Y para su información: ya sabe que tengo todas mis clases los martes y los miércoles. Voy a cambiarlas, en secreto, a los jueves y los viernes. Los únicos que lo sabrán serán los alumnos. No se lo diga a nadie y deje el horario de clases tal como está. Tengo que pasar a la clandestinidad.