TREINTA Y CINCO

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21.05 HORAS, 3 NOVIEMBRE 2552 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA ZETA DORADUS, EN ÓRBITA CERCA DE LA LUNA DE ONYX / A BORDO DE LA PATRULLERA «DUSK» DEL UNSC

El comandante Richard Lash supervisó la suelta de las minas.

Él y el subcomandante Cho monitorizaron el muelle de lanzamiento del Dusk. La estancia del tamaño de un armario situada tras la diminuta ventana de observación había sido refrigerada hasta alcanzar casi los cero grados, y habían sometido las armas nucleares de su interior a un ciclo de tres enfriamientos térmicos, de modo que en aquellos momentos se encontraban a la misma temperatura que el espacio interestelar.

Las diminutas ojivas HORNET habían sido transferidas a bordo desde el Brasidas, un destructor con grandes desperfectos. Por suerte, Cho había detectado la minúscula filtración de su reactor y se habían apartado antes de que irradiara el casco del Dusk, ya que ello habría hecho que resaltaran bajo la radiación intrasolar de fondo y comprometido mortalmente su capacidad de no ser detectados.

—Déjela volar —ordenó Lash.

—Liberando —susurró Cho, sujetó la barra del control manual y, con una concentración suprema, dejó caer la cabeza nuclear.

La puerta del muelle se abrió y la ovoide y negra mina HORNET se soltó de su soporte y, centímetro a centímetro, flotó al espacio.

—Esa era la última, señor.

Cho se secó las gotas de sudor que se habían acumulado en su frente arrugada.

Técnicamente, Cho había superado la edad de jubilación obligatoria en el cuerpo de patrulleras del UNSC. Hecho que había sido pasado por alto con sumo cuidado por parte del capitán Iglesias. El UNSC se estaba quedando sin reclutas cualificados y habría sido imposible reemplazar a Cho.

Lash le dedicó un aprobador movimiento de cabeza, que era toda la alabanza que el viejo ingeniero era capaz de aceptar sin sentirse incómodo.

—Gracias, señor.

Lash penetró en el tubo que conducía al puente y se dio impulso, proyectándose en la gravedad cero; efectuó una voltereta y usó luego las piernas a modo de freno. Dedicó un instante a recobrar la compostura antes de abrir la escotilla. Durante los últimos quince minutos, el Dusk había sembrado el espacio en el lado oscuro de la luna de Onyx con catorce minas nucleares: una potencia de treinta megatones con cargas de vacío intensificadas.

Era una tarea delicada mantenerse en invisibilidad y desplegarlas todas siguiendo el horario marcado por el almirante Patterson, pero lo habían conseguido.

A cambio, a Lash se le habían exacerbado aún más los ya destrozados nervios. Se alisó el uniforme, se cepilló los cada vez más escasos cabellos, aspiró con fuerza, y a continuación hizo girar la escotilla para abrirla.

—Informe —dijo al capitán de fragata Waters.

Waters alzó la mirada de su pantalla con ojos enrojecidos.

—Se ha informado al almirante del cumplimiento de la misión, señor. Está moviendo la flota a nuevas coordenadas, una órbita alta en el lado iluminado de la luna.

Lash examinó el mapa del sistema de navegación. Patterson iba a utilizar todo el planetoide para ocultarse. Lo necesitaría. Las fuerzas enemigas aún los superaban en dieciséis naves contra las cuatro de que ellos disponían. Desde cualquier punto de vista sensato sería un suicidio atacar a aquel grupo de combate del Covenant.

Sin embargo, la línea divisoria entre lo sensato y lo que no lo era empezaba a resultar cada vez más borrosa en aquel sistema.

—¿Teniente Yang? ¿Situación? —inquirió Lash, acomodándose en la silla de mando.

—Tan oscuro como la medianoche bajo una roca, señor.

Lash asintió, complacido con la hipérbole de Yang. Un poco de humor era buena señal.

—Teniente Durruno, llévenos a Lagrange-Cuatro lunar, un cuarto toda. Diga al subcomandante Cho que cargue las baterías de nuestros condensadores de Slipspace.

—A la orden señor.

La oficial tecleó las órdenes, soltó una palabrota, y a continuación pulsó la tecla de retroceso y volvió a escribirlas correctamente.

Durruno necesitaba dormir. Todos lo necesitaban. Pero la mantendría en activo un poco más. No había nadie para reemplazarla, y aquello terminaría, de un modo u otro, muy pronto.

—Flota del Covenant en pantalla —ordenó a Waters—. Vuelva a escanear y deme un análisis espectral completo.

—Todos los sensores sobre el objetivo —respondió Waters.

Una serie de arco iris recorrieron la pantalla central, creando imágenes compuestas que iban de la radiación ultra-infrarroja a la radiación gamma de baja intensidad, y catorce naves del Covenant hicieron su aparición, apelotonadas entre sí en formación esférica a trescientos mil kilómetros de distancia.

A Lash le parecieron tiburones hambrientos, listos para saltar sobre unas cuantas sardinas.

Su análisis espectral, no obstante, pintó otra imagen muy distinta. Inflorescencias térmicas y fugas de radiación brotaban en forma de chorros helicoidales de los navíos. El ataque alfa del almirante Patterson y el plasma capturado y redirigido por los drones alienígenas les habían producido grandes daños.

El enemigo estaba allí parado, efectuando reparaciones, con toda probabilidad echando chispas, ansiosos por reemprender la lucha y enfrentarse en otro asalto con el grupo de combate del UNSC.

Patterson, sin embargo, tenía otro plan: ser el primero en atacar. Con todas sus fuerzas.

—¿Actividad desde Onyx en la frecuencia E? —preguntó Lash a Yang.

—No, señor. Ni una oscilación desde que esa IA de la ONI se encargó de los drones alienígenas.

Lash se preguntó cómo habían neutralizado a la flota alienígena la IA y los Spartans del planeta. ¿Habían recuperado alguna nueva superarma? Como fuera que lo hubieran conseguido, prometió que estrecharía personalmente la mano de cada uno de ellos.

—Siga escuchando todas las frecuencias del UNSC —indicó a Yang—. Es posible que esos Spartans necesiten que los saquemos.

—Acción en pantalla —anunció Waters, y la cámara giró rápidamente a popa y se centró en la plateada luna.

En las regiones crepusculares de ambos lados de la luna llamearon los cañones de aceleración magnética, iluminando brevemente el ahora dividido grupo de combate del UNSC situado en órbita alta. Proyectiles de acero y tungsteno hendieron el espacio como bólidos, curvándose ligeramente debido a la distorsión gravitacional. corriendo raudos hacía las naves del Covenant.

Las naves enemigas rompieron la formación.

Un proyectil MAC erró totalmente el blanco.

Tres dieron en él.

Las naves alcanzadas se iluminaron cuando sus escudos absorbieron la colosal energía cinética. Los navíos fueron lanzados violentamente hacia atrás, aminoraron la velocidad y se detuvieron, sin que los solitarios impactos de los MAC los hubieran dañado.

El enemigo dio la vuelta y aceleró en dirección a la luna.

La salva MAC había conseguido precisamente lo que el almirante Patterson esperaba: les había retorcido las narices y les había hecho perder los estribos.

El grupo de combate del UNSC maniobró tras la luna, negando al enemigo una clara línea de fuego.

—Pongan en marcha los amortiguadores de pulsos electromagnéticos —dijo Lash, intentando controlar la creciente adrenalina—. Cierren ordenadores primarios y secundarios.

—A la orden, señor —dijeron Durruno y Yang a la vez.

Ambos se apresuraron a aislar los delicados sistemas electrónicos del Dusk de las inminentes explosiones nucleares.

El grupo de combate del Covenant se dividió; cada mitad se dirigió hacia lados opuestos de la luna, ocupando posiciones laterales desde donde podían hacer volar en pedazos con su plasma a las naves humanas ocultas allí.

Sin embargo, lo que no podían ver en su vector de aproximación era que la flota del almirante Patterson se iba alejando de la luna a toda velocidad.

—Navíos enemigos aproximándose al radio distal de los campos de minas alfa y beta —informó Durruno.

—Arme los campos alfa y beta —murmuró Lash.

Las manos de Yang se movieron veloces y luego anunció:

—Orden enviada, señor… y confirmación recibida en la pantalla.

Aquella flota del Covenant iba a descubrir por qué los grupos de combate del UNSC siempre tenían a una patrullera asignada a sus filas. Eran los ladrones y espías escurridizos de la flota, capaces de efectuar reconocimientos tras las líneas enemigas, misiones de rescate… y, bajo la condiciones idóneas, colocar con precisión milimétrica un campo de minas nucleares.

—Grupo enemigo más próximo situado ahora en el centro del campo alfa —anunció Durruno, y sus manos temblaron—. Grupo distal cruzando la línea terminal del campo beta.

—Retire los mecanismos de bloqueo de seguridad —ordenó Lash.

Yang asintió y tecleó las contraseñas que activaban las dieciséis cabezas nucleares.

El botón rojo del «infierno de fuego» de la consola de mando de Lash se encendió. Este colocó el pulgar junto a él, y el pulsador pitó autentificando la lectura biométrica. Lash abrió a continuación la tapa protectora, insertó la llave maestra en la ranura contigua, y la giró.

—Grupo proximal acercándose al plano terminal —dijo Durruno—. Las naves del grupo beta en el centro ahora del campo distal.

—Ahí vamos —murmuró Lash—. Aquí nos lo jugamos todo.

Oprimió el botón y éste emitió un satisfactorio chasquido.

A ambos lados de la luna, siete soles diminutos centellearon, se hincharon y envolvieron a los grupos de combate enemigos.

Las bolas de fuego nucleares se enfriaron hasta adquirir un tono amarillo que luego pasó a un rojo apagado. Incluso con cargas de vacío intensificadas, las cabezas nucleares no persistían en el espacio ni una mínima parte del tiempo que lo hacían en estallidos aéreos o terrestres.

Las nubes destructoras se diluyeron hasta volverse translúcidas, y una neblina titilante de metal que se enfriaba formó un halo en expansión alrededor del planetoide.

En el interior de aquel confeti plateado, no obstante, se materializaron unas manchas refulgentes: los escudos de energía de cuatro destructores supervivientes del Covenant.

El almirante Patterson trasladó su flota hacia la luna y abrió fuego. Proyectiles MAC hendieron el espacio, y tras ellos los misiles Archer trazaron sendas de encaje con sus gases a través del vacío.

Dos navíos enemigos cambiaron de curso lentamente e interceptaron los proyectiles MAC. Sus escudos agotados se hicieron añicos y los cascos se desplomaron hacia el interior. El fuego brotó a chorros y las baterías de plasma estallaron. Bandadas de misiles Archer penetraron en las naves heridas y las explosiones salpicaron blindaje y parrillas de propulsión.

Las naves inutilizadas giraron en dirección a la luna, y a cámara lenta cayeron girando sobre sí mismas en dirección a la superficie del planetoide.

El grupo de combate del UNSC prosiguió con su ataque. Cuatro naves de guerra contra los dos últimos destructores heridos… Las probabilidades no eran totalmente malas.

Lash imaginó que dentro de un centenar de años los historiadores tal vez rememorarían aquel momento y lo declararían el momento decisivo en la lucha de la humanidad. Dirían que habían combatido y derrotado al Covenant en Onyx, se habían visto recompensados con la obtención de tecnología alienígena y habían seguido adelante… no tan sólo para sobrevivir, sino para vencer en su larga contienda.

Secretamente había creído que no podían ganar aquella guerra durante tanto tiempo que Lash apenas conseguía reconocer la emoción que lo embargaba ahora: esperanza.

—Naves del Covenant siguiendo nuevo rumbo —anunció la teniente Durruno, y la oficial se mordió el labio inferior haciendo brotar una diminuta gota de sangre—. Es un rumbo de intercepción, señor.

En la pantalla, los dos últimos destructores enemigos aceleraron en dirección a la luna y apareció una trayectoria extrapolada: una órbita de lanzamiento que los llevaría a dar la vuelta y regresar directamente hacia el Dusk.

—Conecten los ordenadores primarios —ordenó Lash—. Cho, ¿cuál es nuestra situación para acceder a Slipspace?

La voz de Cho crepitó en la radio llena de estática.

—Los condensadores al ochenta por ciento y agotándose. Necesitaré toda la potencia de los motores durante dos minutos más.

—Comprendido —respondió Lash, dos minutos podían ser una eternidad—. Prosiga con protocolos de invisibilidad —ordenó a Yang—. Apague todos los sistemas externos. Teniente Durruno —dijo—: Use reactores de acoplamiento para ofrecer una apariencia mínima a las naves que se aproximan mientras se encuentren en el lado ciego.

—A la orden, señor.

La oficial activó los impulsores y tocó ligeramente una palanca para reubicar manualmente la nave.

En la pantalla la luna se ladeó mientras ellos volvían a alinearse.

La pareja de destructores del Covenant emergió del lado opuesto de la luna… y aumentaron de tamaño en la pantalla. Elegantes y peligrosos como el infierno, sus cascos gris azulado se le vinieron encima al Dusk.

—Vuelva a determinar su rumbo —dijo Lash al capitán de fragata Waters.

Waters se colocó junto a su panel de mandos y comprobó y volvió a comprobar sus números.

—No es una ruta de intercepción —murmuró—, pero pasarán condenadamente cerca.

¿Una coincidencia? ¿O acaso el enemigo los había visto y venían a vengarse?

—Manténganse ocultos —ordenó Lash.

No había mucho más que pudieran hacer.

Las lisas curvas azules de los destructores ocuparon sus visores.

Lash sintió la sensación de mariposas en el estómago provocada por las fluctuaciones cuánticas de los motores de repulsión del Covenant.

El Dusk dio un tumbo y giró sobre sí mismo.

La pantalla se aclaró, mostrando un campo en rotación de estrellas fijas.

—A treinta y un metros de la amura de babor —musitó Waters.

—La estela de los repulsores nos ha dejado a la deriva fuera del punto Lagrange, señor —indicó la teniente Durruno.

—Sigamos a la deriva, teniente —dijo Lash—. Fijen cámaras en el Stalingrado.

Las estrellas pivotantes de las pantallas aminoraron su velocidad y luego se centraron en las cuatro naves de combate del UNSC mientras éstas daban la vuelta a la luna a velocidad de flanqueo, persiguiendo a los dos destructores del Covenant.

—Se están colocando en posición de disparo —dijo Waters—. Les quedan seis proyectiles MAC. Debería ser suficiente.

—¡Pico de energía! —gritó Yang—. No de nuestras naves. Ni tampoco de los navíos del Covenant, señor.

—¿Posición? —inquirió Lash, y saltó de su silla de mando.

Yang negó con la cabeza y abrió la boca, pero ninguna palabra surgió de ella.

Waters fue hacia el puesto de sensores y lo estudió.

—El perfil de potencia indica un campo de Slipspace —dijo—. Uno grande. Desentrañando señal de identificación. La posición es… —Se quedó boquiabierto—… por todas partes.

El espacio alrededor de la flota del UNSC onduló y unas líneas azules hicieron su aparición, conectadas y entrelazadas como oleadas de agua color zafiro. Campos de Slipspace perforaron las dimensiones normales y la radiación Cherenkov deslumbró la noche a medida que aparecían docenas de destructores, transportes y cruceros del Covenant, enjambres de ellos formaron falanges entre el grupo de combate del UNSC y los dos navíos enemigos supervivientes.

—Contando treinta y dos naves del Covenant —dijo Yang con voz ronca.

La teniente Durruno se quedó paralizada en su puesto, con los ojos desorbitados por el terror.

La armada enemiga disparó.

Proyectores direccionales de energía centellearon, y una luz totalmente blanca surcó la oscuridad. El blindaje de titanio de las naves del UNSC entró en ebullición y se evaporó, mezclado con el oxígeno que escapaba al exterior, y la presión fotónica convirtió las llamas en temblorosas columnas.

Se dispararon misiles Archer y cañones de aceleración magnética en un contraataque desesperado. Los misiles detonaron al cabo de una fracción de segundo en sus trayectorias de vuelo, los potentes explosivos calentados hasta su punto álgido. Cuatro proyectiles MAC salieron disparados a través de los conos proyectores de energía, bolas de fuego de metal licuado. Tres erraron el blanco. Uno lo alcanzó, chisporroteando inútilmente contra los escudos enemigos.

Treinta y dos baterías de plasma se calentaron, dispararon y describieron un arco en dirección a la flota humana, alcanzando navíos críticamente dañados, perforando cráteres, abriéndose paso a través de las cubiertas interiores, hasta que las superestructuras se combaron y las atmósferas interiores se descomprimieron en enormes burbujas que reventaban sobre los cascos derretidos.

La armada del Covenant detuvo el fuego y avanzó lentamente.

Las naves del almirante Patterson habían quedado reducidas a un campo de escombros en cuestión de segundos.

Láseres de precisión dispararon desde las naves enemigas para destruir las cápsulas de salvamento.

—Se acercan escombros —advirtió Waters.

—Es necesario que hagamos algo —musitó la teniente Durruno.

Lo que había sido un grupo de combate victorioso persiguiendo a un enemigo condenado se había convertido en proas medio fundidas que giraban sobre sí mismas y en refulgentes núcleos de reactores. Un cementerio flotante. Espectros.

La esperanza que el comandante Richard Lash experimentaba había desaparecido para siempre.

—No hagan nada —les dijo.

—Si algo nos golpea, señor —repuso Waters—, asumiendo que sobrevivamos al choque, los ángulos de refracción revelarán nuestra posición.

—A tan poca distancia de tantos navíos —replicó Lash—, lo mismo sucedería si maniobrásemos. —Fue hacia la teniente Durruno en el puesto de navegación—. Agárrese bien —le dijo.

Los ojos de la mujer brillaban llenos de lágrimas, pero asintió, y sujetó con fuerza los bordes de su asiento.

Lash consultó su reloj de pulsera y se aseguró de que tenía cuerda.

La armada del Covenant se acercó más, ocultó la luz de las estrellas y cubrió de sombras al Dusk.