SEIS

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19.50 HORAS, 27 DICIEMBRE 2531 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA ZETA DORADUS, PLANETA ONYX, CAMPAMENTO CURRAHEE

Kurt observó a los Pelican que se acercaban. Las mastodónticas naves impulsadas por reactores estaban tan lejos que no eran más que manchitas recortándose en el sol poniente. Activó el sistema de aumento de su visor facial y vio las líneas de fuego que marcaban su vectores de reingreso. Aterrizarían en tres minutos.

En los últimos seis meses había desarrollado un régimen de adiestramiento más duro que el programa SPARTAN original. Había creado pistas de obstáculos, campos de tiro, aulas, comedores y dormitorios a partir de lo que había sido jungla y llanuras cubiertas de maleza.

Había recibido todos y cada uno de los pertrechos solicitados a la Sección Tres de la Agencia Naval de Armamento Especial. Armas, munición, naves de desembarco, tanques…, incluso muestras de tecnología y armamento del Covenant habían aparecido como por arte de magia.

Todo el personal estaba ya en sus puestos: seis docenas de instructores seleccionados cuidadosamente, fisioterapeutas, doctores, enfermeras, psicólogos y los importantísimos cocineros; todos estaban allí excepto la persona más decisiva, que se hallaba ahora en uno de los transportes que se acercaban: el contramaestre mayor Franklin Méndez.

Doce años atrás, Méndez había adiestrado a Kurt y a todos los demás Spartans, y su colaboración resultaría inestimable en la preparación de la nueva camada de SPARTANS-III, pero no iba a ser la solución a todos los problemas de Kurt.

Tras estudiar minuciosamente cada detalle de los historiales de los nuevos reclutas, Kurt descubrió que no se ajustaban a los perfectos marcadores psicológicos y genéticos fijados en los protocolos de selección originales de la doctora Halsey. El coronel Ackerson le había advertido que tendrían que recurrir a un grupo «menos sólido estadísticamente». Esos reclutas no se parecerían en nada a él, a John, a Kelly o a cualquiera de los candidatos originales a ser un SPARTAN-II.

Y eso no haría más que incrementar la lista de desafíos. Con una promoción final prevista cuatro veces mayor que la de los SPARTANS-II, un programa de entrenamiento severamente mutilado y la necesidad de disponer de esos Spartans en la guerra aumentando cada día, Kurt, en realidad, esperaba una catástrofe.

Los transportes Pelican descendieron en picado en la maniobra final de aproximación e inclinaron los propulsores. El césped del campo de revista se onduló igual que terciopelo. Una a una, las naves se posaron con suavidad.

Aunque la armadura MJOLNIR de Kurt no estaba diseñada para lucir insignias de rango, éste sintió de todos modos el peso de sus nuevos galones de teniente. Presionaban sobre él como si pesaran una tonelada cada uno, como si el peso de toda la guerra y el futuro de la humanidad descansaran directamente sobre sus hombros.

—¿Señor? —susurró una voz en su comunicador.

La voz pertenecía a la inteligencia artificial Eternal Spring, que estaba asignada oficialmente al equipo de reconocimiento planetario estacionado en el sector norte de aquella península.

Kurt no estaba seguro de por qué el coronel Ackerson había insistido en que el campamento Currahee se construyera junto al complejo. No obstante, sí estaba seguro de que había un motivo.

—Adelante, Spring.

—Están disponibles detalles actualizados sobre los candidatos —dijo la voz.

—Gracias.

—Deme las gracias después de su supuesta prueba, señor.

Eternal Spring finalizó la transmisión con un zumbido de estática que sonó igual que un enjambre de abejas enfurecidas.

Engatusada por los mandamases de la Sección Tres, Eternal Spring había accedido a dedicar el nueve por ciento de su tiempo en activo al proyecto SPARTAN-III. La IA pertenecía a la variedad «lista», lo que significaba que no existían límites a su capacidad de conocimiento o creatividad. A pesar de toda su ocasional teatralidad, Kurt estaba contento de contar con su ayuda.

El Spartan pestañeó y accedió a los datos de los candidatos en su visualizador frontal. Cada nombre tenía un número de serie y estaba vinculado a archivos con sus antecedentes. Eran 497 en total, una colección de niños de cuatro, cinco y seis años a los que de algún modo debía convertir en un ejército sin precedentes en la historia de la contienda armada.

La escotilla del Pelican más cercano se abrió con un siseo, y un hombre alto salió de una zancada.

Méndez había envejecido bien. Su cuerpo esbelto parecía tallado en madera de tamarindo, pero sus cabellos eran canosos ahora, y tenía profundas arrugas alrededor de los ojos y un conjunto de cicatrices irregulares que discurrían desde la frente a la barbilla.

—Jefe.

Kurt resistió el impulso de cuadrarse cuando Méndez lo saludó. Por extraño que le resultara, él era ahora su oficial al mando.

Kurt devolvió el saludo.

—Se presenta el contramaestre mayor Méndez, señor.

Tras el programa SPARTAN-II, el Jefe Méndez había sido, a petición propia, reasignado al servicio activo. Había combatido al Covenant en cinco mundos, y le habían concedido dos corazones púrpura.

—¿Fue informado durante el vuelo?

—Completamente —respondió Méndez.

Al posar la mirada sobre Kurt en su armadura MJOLNIR, una serie de emociones pasaron fugaces por su rostro: admiración, aprobación y resolución.

—Conseguiremos adiestrar a estos nuevos reclutas, señor.

Era precisamente la respuesta que Kurt había esperado obtener. Méndez era una leyenda entre los Spartans. Los había engañado, atrapado y torturado de niños, y todos lo odiaron y luego aprendieron a admirar a aquel hombre. El les había enseñado cómo luchar… y cómo vencer.

—¿Dejan beber a los Spartans ahora? —preguntó Méndez.

—¿Jefe?

—Un chiste malo, señor. Tal vez necesitaremos una copa antes de que termine el día —dijo—. Los nuevos bisoños son, bueno, señor, un tanto salvajes. No sé si ninguno de nosotros está preparado para esto.

Méndez se volvió hacia los Pelican, aspiró con fuerza, y gritó:

—¡Reclutas, todos fuera!

Un tropel de niños descendió por las rampas de las naves de desembarco. Cientos de ellos pisotearon el campo de aterrizaje, chillando y arrojándose terrones de tierra unos a otros, totalmente desmandados tras haber permanecido encerrados durante horas. Unos pocos, no obstante, se arremolinaron cerca de las naves, con oscuras ojeras bajo los ojos, y se apretujaron unos contra otros. Cuidadores adultos hicieron que se agruparan sobre el césped.

—¿Ha leído El señor de las moscas, señor? —preguntó entre dientes Méndez.

—Sí —respondió Kurt—; pero su analogía no se sostendrá. Estos niños dispondrán de una guía. Tendrán disciplina.

Y tienen una cosa que ningún niño corriente tiene, ni siquiera los candidatos a SPARTAN-II: Motivación.

Kurt se conectó al sistema de megafonía del campamento. Carraspeó y el sonido retumbó por el terreno igual que un trueno.

Casi quinientos niños se detuvieron en seco, callaron y se volvieron atónitos, en dirección al gigante de la brillante armadura color esmeralda.

—Atención, reclutas —dijo Kurt, y se colocó con los brazos en jarras—. Soy el teniente Ambrose. Todos habéis soportado grandes penurias para estar aquí. Sé que cada uno de vosotros ha perdido a sus seres queridos en Jericó VII, Harvest y Biko. El Covenant os ha convertido a todos en huérfanos.

Cada uno de los niños sin excepción lo contempló fijamente, algunos con lágrimas brillando ahora en los ojos, otros con auténtico odio exacerbado.

—Os voy a dar una oportunidad de aprender a combatir, una oportunidad de convertiros en los mejores soldados que el UNSC ha producido jamás, una oportunidad de destruir al Covenant. Os estoy dando una oportunidad de ser como yo: un Spartan.

Los niños se apelotonaron ante él, cerca…, pero ninguno se atrevió a tocar la reluciente armadura verde pálido.

—No podemos aceptaros a todos, sin embargo —prosiguió Kurt—. Sois quinientos y nosotros tenemos trescientas plazas. Así que esta noche, el Jefe Méndez —señaló con la cabeza a su acompañante— ha ideado un modo de separar a los que realmente desean esta oportunidad de los que no.

Entregó al Jefe una placa de datos.

—Jefe?

Dijo mucho en favor de Méndez que éste únicamente mostrara sorpresa durante una fracción de segundo. Leyó rápidamente la placa, frunció el entrecejo, pero asintió.

—Sí, señor —murmuró.

A continuación, Méndez gritó a los niños:

—¿Queréis ser Spartans? Entonces regresad a esas naves.

Las criaturas se quedaron estupefactas, mirándolo fijamente.

—¿No? Supongo que hemos encontrado a unos cuantos que se quedan fuera. Tú. —Señaló a un niño al azar—. Tú. Y tú.

Los niños elegidos se miraron entre sí, luego al suelo, y finalmente negaron con la cabeza.

—¿No? —dijo Méndez—. Entonces subid a esos Pelican.

Así lo hicieron, y lo mismo hizo el resto, en una lenta procesión que avanzó arrastrando los pies.

—Instructores —dijo Méndez.

Tres docenas de suboficiales se cuadraron.

—Encontrarán unidades aéreas de descenso Ala de Halcón en el campo de aterrizaje. Cárguenlas a la mayor brevedad posible y asegúrense de que sus reclutas están equipados adecuadamente. Su despliegue sin problemas es ahora responsabilidad suya.

Los instructores asintieron y corrieron hacia las empaquetadas mochilas Ala de Halcón.

El Jefe se volvió de nuevo hacia Kurt.

—¿Los va a hacer saltar? —Enarcó ambas cejas para expresar su sorpresa—. ¿De noche?

—Las Halcón son las unidades de descenso más seguras —respondió Kurt.

—Con todo respeto, señor, algunos de ellos sólo tienen cuatro años.

—Motivación, Jefe. Si pueden hacer esto, estarán preparados para todo lo que les hemos de hacer pasar. —Contempló como los Pelican ponían en marcha sus reactores y chamuscaban la hierba—. Pero por si acaso —añadió—, despliegue a todas las naves de desembarco para recuperar a los candidatos. Podría haber accidentes.

Méndez soltó aire con fuerza.

—Sí, señor —contestó, y salió en dirección al Pelican más cercano.

—Jefe —dijo Kurt—, lamento que esa orden tuviera que provenir de usted.

—Lo comprendo, señor —respondió Méndez—. Usted es su comandante en jefe. Tiene que inspirar y obtener su respeto. Yo soy su instructor. Yo soy quien debe convertirse en su peor pesadilla. —Dedicó a Kurt una sonrisa maliciosa y subió a bordo.

* * *

Shane se aferró a las agarraderas de plástico del costado del casco del Pelican. Se encontraba hombro con hombro con los otros niños; tan apretujado contra ellos que no habría caído si se hubiera soltado. El rugido de los reactores del Pelican era ensordecedor, pero aún podía oír su propio corazón latiendo apresuradamente en el pecho.

Aquél era el final de un viaje iniciado hacía años. Había oído reactores como ésos cuando empezó, los reactores del carguero ligero que se alejaba vertiginosamente de Harvest. Aquella nave también había estado abarrotada, repleta de refugiados que intentaban escapar, tan rápido como podían, de los monstruos.

Sólo una de cada seis naves lo había conseguido.

A veces Shane deseaba no haber vivido y visto como los monstruos quemaban a su familia y su hogar.

Cuando el hombre de la marina había ido a visitarlo al orfanato y preguntado si Shane quería saldar cuentas con ellos, él se ofreció inmediatamente como voluntario. No importaba lo que hiciera falta, iba a matar a todo el Covenant.

Le habían hecho una barbaridad de pruebas, test escritos, análisis de sangre, y luego todo un mes de viaje espacial mientras el hombre de la marina reclutaba más y más voluntarios.

Pensó que las pruebas habían acabado cuando por fin subieron a los Pelican y llegaron a aquel lugar nuevo, pero apenas había puesto el pie en tierra cuando ya los habían vuelto a introducir en las naves y enviado de vuelta a las alturas.

Había conseguido echarle un vistazo al tipo que estaba al mando. Llevaba una armadura parecida a las que Shane había visto en libros de cuentos: el Caballero Verde que combatía a los dragones. Eso era lo que Shane quería. Llevaría una armadura como aquélla algún día y mataría a todos los monstruos.

—Comprobad vuestras correas —le gritó con aspereza un tipo mayor de la marina a él y a los otros niños.

Shane tiró de la mochila negra que le habían colocado hacía tres minutos. Pesaba casi tanto como él, y las correas estaban tan tirantes que se le clavaban en las costillas.

—Informad de cualquiera que esté floja —chilló el hombre por encima del rugido de los motores.

Ninguno de los otros veinte niños dijo nada.

—Reclutas, preparaos —gritó el hombre a continuación.

El oficial escuchó por sus auriculares y entonces una luz verde se encendió en un panel cerca de su cabeza. El hombre pulsó unos números en un teclado.

La parte posterior del Pelican se abrió con un siseo, la rampa descendió y un tornado aulló alrededor de Shane. El niño chilló con todas sus fuerzas, al igual que hicieron los otros niños. Tocios se desplazaron, empujándose hacia la parte delantera de la plataforma de la nave.

El hombre de la marina permaneció junto a la puerta abierta de la plataforma sin que lo asustara el hecho de que sólo a un metro por detrás de él no hubiera más que el cielo abierto. Contemplaba con hastío a los chiquillos que se escabullían hacia atrás.

Detrás de él, una franja de un tono naranja oscuro indicaba el borde del mundo. El crepúsculo y unas sombras crecientes se deslizaban sobre montañas coronadas de nieve.

—Formaréis una fila y saltaréis —gritó el hombre—. Contaréis hasta diez y tiraréis de esto. —Alzó la mano hacia el hombro izquierdo, sujetó el asa rojo brillante que había allí, e hizo como si tirara de ella—. Una cierta confusión será normal.

Los niños lo miraron atónitos. Nadie se movió.

—Si no podéis hacer esto —dijo él—, no podéis ser Spartans. Vosotros elegís.

Shane miró a los otros niños, y éstos le devolvieron la mirada.

Una niña con coletas y a la que le faltaban los dientes delanteros dio un paso al frente.

—Yo iré primero, señor —chilló.

—Buena chica —dijo él—. Ve justo hasta el borde y sujétate al cable guía.

La pequeña avanzó con diminutos pasos infantiles hasta el borde del Pelican, luego se detuvo en seco. Aspiró hondo tres veces y luego, con un chillido, saltó. El viento la atrapó.

La pequeña desapareció en la oscuridad.

—¡Siguiente! —llamó el hombre de la marina.

Todos los niños, incluido Shane, formaron una fila. El niño no podía creer que estuvieran haciendo aquello. Era de locos.

El siguiente niño alcanzó el borde, miró abajo y chilló. Cayó de espaldas y retrocedió gateando.

—¡No! —exclamó—. ¡Ni hablar!

—¡Siguiente! —llamó el hombre, y ni tan sólo dedicó una mirada al niño acurrucado en la cubierta.

El siguiente niño saltó sin siquiera mirar. Y el siguiente.

Entonces le llegó el turno a Shane.

Éste no era capaz de mover las piernas.

—Date prisa, perdedor —dijo el niño situado detrás de él, y le asestó un empujón.

Shane dio un traspié al frente…, deteniéndose sólo a medio paso del borde. Se dio la vuelta y se contuvo para no devolverle el empujón a aquel chico. El niño en cuestión era una cabeza más alto que él, y los cabellos negros le caían sobre los ojos, dando la impresión de que no tenía frente. A Shane no lo asustó aquel tipo pendenciero.

Volvió a darse la vuelta para enfrentarse a la noche que pasaba veloz ante él. Aquello era lo que lo asustaba.

Las piernas de Shane se llenaron de gélido hormigón. El viento que pasaba como una exhalación sonaba tan fuerte que ya no podía oír nada más, ni siquiera el martilleo de su corazón.

Era incapaz de moverse. Estaba inmovilizado allí en el borde. No había modo de que saltase.

Pero ahora estaba tan aterrorizado que ni siquiera podía darse la vuelta y rajarse. No obstante, si se sentara y luego retrocediera lentamente, centímetro a centímetro…

—¡Vamos, tarado!

El niño desagradable que tenía detrás lo empujó con fuerza.

Shane cayó de la rampa y se perdió en la noche.

Dio volteretas y chilló hasta que ya no pudo respirar.

Vio destellos de la agonizante puesta de sol, el suelo negro, las crestas nevadas de las montañas y montones de estrellas.

Vomitó.

«Una cierta confusión será normal».

¡El asa roja! Tenía que asirla. Alzó la mano, pero allí no había nada. Rebuscó sobre el hombro hasta que dos dedos encontraron donde agarrarse, y tiró.

Se oyó el sonido de algo que se rasgaba y alguna cosa surgió de su mochila y se desplegó.

Una sacudida dejó totalmente recto el cuerpo de Shane, con las piernas agitándose tras él y los dientes muy apretados debido a la repentina desaceleración que estremeció todos sus huesos.

El mundo dejó de girar.

Sin resuello y parpadeando para eliminar las lágrimas, Sha-ne vio desvanecerse la última traza de luz ámbar del borde del mundo y a las estrellas balanceándose suavemente de un lado a otro a su alrededor.

Sobre su cabeza el viento silbaba y se ondulaba a través de un dosel negro. Unas cuerdas conectaban a Shane con aquella ala, y las manos del niño las asieron instintivamente. Al tirar, el ala giró y se inclinó en aquella dirección.

El repentino movimiento volvió a provocarle náuseas, de modo que las soltó.

Entrecerró los ojos y distinguió formas que nadaban a su alrededor: negro sobre negro, como los murciélagos en Harvest. Sin duda eran los otros niños, deslizándose igual que él.

Su rostro enrojeció al recordar el modo en que se había rajado en el último instante en el Pelican… frente a todo el mundo. Incluso aquella niña pequeña había saltado.

Shane no quería volver a sentirse tan asustado jamás. A lo mejor si imaginaba que ya estaba muerto, no tendría nada de lo que asustarse. Sería como si hubiera muerto junto con sus padres en Harvest.

Se tormo aquella imagen mental —muerto y sin nada que temer—, y para ponerla a prueba, miró abajo. Más allá de sus pies oscilantes había un cuadrado verde de dos centímetros. Al cabo de un instante se dio cuenta de que se trataba del campo en el que habían aterrizado los Pelican. Líneas diminutas se alejaban serpenteando del campo iluminado por puntitos de luz.

—Nada de lo que asustarse —murmuró, intentando convencerse a sí mismo.

Se obligó a tirar de las cuerdas, a inclinarse hacia abajo y correr en dirección al campo de hierba.

El viento azotó la negra ala de seda y arañó el rostro de Shane. No le importó. Quería llegar abajo rápidamente. Tal vez si era el primero en tocar tierra, les demostraría a todos que no estaba asustado.

Vio gente diminuta y manchas de quemaduras en los lugares donde los Pelican habían abrasado la hierba. Y aún no había ningún otro paracaídas. Estupendo. Sería el primero, y aterrizaría justo enfrente del Caballero Verde.

Golpeó contra el suelo. Las rodillas se hundieron en su pecho y lo dejaron sin respiración.

El ala negra capturó una ligera brisa y tiró de él volviendo a incorporarlo, y lo arrastró por la hierba y el polvo. Dio boqueadas, pero no estaba asustado, sólo enojado porque parecería un estúpido forcejeando de aquel modo con su paracaídas.

El Ala de Halcón golpeó la valla y se quedó allí atrapada, ondeando.

Shane se puso en pie y se soltó el arnés. Algo cálido resbaló por sus piernas. De ninguna manera había estado tan asustado como para mearse encima, así que, lleno de temor, bajó los ojos. Era sangre. Tenía la parte posterior de las piernas en carne viva. Dio un paso a modo experimental y una sensación abrasadora trepó por ambos muslos.

Lanzó una carcajada. Sangre o meados, ¿qué importaba? Lo había conseguido.

—Eh, tarado. ¿Qué es tan divertido?

Se dio la vuelta y vio al chico que lo había empujado. Estaba tumbado en la hierba, medio enredado en su arnés.

Avanzó hacia él con paso decidido, sin hacer caso del dolor en sus piernas.

El chico se incorporó sobre una rodilla y le tendió la mano.

—Me llamo Rob…

Shane lo golpeó directamente en la nariz. La sangre corrió a borbotones por la cara del niño y éste se tambaleó.

Iba a pagar por empujarlo; él era el único que sabía que Shane se había quedado paralizado en el borde y se había rajado. También tendría que pagar por eso.

Empezó a darle puñetazos con las dos manos.

El chico alzó los brazos para desviar los golpes, pero Shane consiguió asestar unos cuantos bastante efectivos, despellejándose los nudillos.

El chico asestó un cabezazo a Shane y éste cayó al suelo. Robert se puso en pie, se deshizo del arnés y luego, rezongando, saltó sobre Shane.

Rodaron por la hierba, asestándose patadas y puñetazos.

Shane oyó un fuerte chasquido y no tuvo la seguridad de si era un hueso suyo o de Rob el que se rompía; no le importó, siguió golpeando y golpeando hasta que la sangre se le introdujo en los ojos y ya no pudo ver nada.

Unas manos enormes agarraron a Shane y lo apartaron violentamente. Debatiéndose todavía, el pequeño alcanzó a uno de los hombres de la marina y le asestó un puñetazo en el ojo.

El hombre lo soltó.

—¡Quietos! —gritó una voz con la autoridad de un dios.

Shane parpadeó y se limpió la sangre de los ojos. El hombre de cabellos canosos que había dado la orden de saltar se encontraba entre él y el otro chico.

El hombre de la marina al que había pegado se llevó una mano al ojo hinchado y dijo:

—Jefe, estos dos iban a matarse mutuamente.

—Ya lo veo —repuso el otro hombre. Dedicó a Shane un gesto de aprobación con la cabeza y luego se volvió hacia Robert.

Robert hizo caso omiso del hombre de más edad y dio un paso en dirección a Shane con las manos alzadas.

—¡Dije quietos!

Robert bajó las manos y retrocedió tambaleante como si lo hubieran golpeado.

—Creo que tiene razón, sargento —dijo el hombre de más edad—. Realmente podrían haberse matado el uno al otro. —Sonrió, sólo que no fue una sonrisa; fue más bien una especie de exhibición de dientes—. Muy bien. ¿Todavía les queda toda esa combatividad después de su primer salto? ¿De un salto nocturno? Cielos, sólo espero que el resto de ellos sea así.