En seguida sentí que Ravenna me sacudía con suavidad, llamándose con urgencia. Sus dedos secaban suavemente mis ojos.
—Cathan, no queda tiempo. Debemos marcharnos. Acabé de enjugarme las lágrimas con el reverso de la mano sana y la miré con los ojos irritados y parpadeantes.
—Por supuesto —asentí mientras espantosos crujidos que venían de la popa me devolvían a la realidad—. Tienes razón.
Nos pusimos de pie, y no le quité la vista de encima al emperador hasta que nuestros pasos me obligaron a ello. Las llamas eran ahora más grandes y se podía distinguir al final de los pasillos, avanzando a saltos en todas direcciones. ¿Cuánto tiempo habíamos perdido? Se suponía que debíamos estar buscando una nave para huir, no intentando salvar a un moribundo.
Antes de dejar el puente de mando, no pude evitar detenerme un instante y volver la mirada una vez más hacia el cadáver del emperador, que progresivamente cobraba brillo, algo que le sucedía al morir a todos los que eran en parte humanos y en parte de los Elementos. Lo miré hasta que su imagen me resultó demasiado dolorosa y noté cómo una leve niebla ascendía desde su cuerpo y desaparecía por las ventanas. Luego el brillo cesó y sobre el punto en que había alcanzado su máxima altura descubrí al fondo el cadáver de Mauriz. No podíamos hacer nada por él.
—Se ha ido al mar —afirmó Ravenna, indicando que todo había terminado. Ya no volví la vista atrás cuando, entre cojeando y corriendo avanzamos por el estrecho pasillo en dirección a la escalera principal. Una pared de rugientes llamas se abría paso por el pasillo de estribor, y el fuego en el hueco de la escalerilla iba devorándola poco a poco. Era la única escalera por la que podíamos bajar que seguía en pie.
Nos apoyamos el uno en el otro, eludiendo cadáveres y restos de mobiliario, sintiendo que el calor de las llamas nos abrasaba. La barandilla ardía y en algunas partes se había derrumbado, y la alfombra, humeante aquí y allá, empezaba a quemarse por los bordes.
—Magia —dije, y me detuve para emplear la magia del agua para extinguir el fuego.
—No hay tiempo —repuso Ravenna—. Todavía queda un espacio estrecho por el que podemos pasar. Chamuscarnos un poco no será peor que lo que ya hemos sufrido. —Cogiéndonos de los brazos a modo de apoyo descendimos los escalones. La ardiente alfombra quemaba dolorosamente nuestros pies descalzos. Podía sentir la piel de los tobillos aguijoneándome al pasar por las pequeñas llamas que quemaban la alfombra. Temeroso de que se me prendiese la ropa, me subí los pantalones tanto como pude al sortear el hueco de un escalón desprendido.
Sin embargo, de algún modo milagroso, no se me incendió la ropa y dejamos atrás el fuego al llegar al tramo de la escalera que llevaba a la cubierta más baja de la manta.
—¡Palatina! —grité, preguntándome qué habría en ese nivel, pero no hubo respuesta. Por fortuna, la escalerilla de la cubierta inferior estaba intacta, pero había agua a la altura del tercer o cuarto escalón. Si provenía de fuera, sería agua helada. A tanta profundidad y sometido a semejante presión, un par de agujeros en el casco bastarían para inundar todo el buque. No había luz en absoluto.
Nadie respondió y sentí una puñalada de angustia. ¿Habría sido Palatina atrapada por las llamas de popa o no habría podido llegar al camarote de la guardia? Le podían haber sucedido tantas cosas mientras nosotros perdíamos el tiempo… Y yo había sido quien la había enviado sola, amparándome en que estaba en mejor forma que Ravenna y yo, ya que no le habían afectado ni el éter ni la magia del emperador.
—Debemos seguir adelante —dije señalando hacia abajo, a la oscuridad—. Si se inunda demasiado no podremos abordar la raya. Suponiendo que alguna raya hubiese quedado a salvo protegida por su plataforma de lanzamiento.
—Magia de la Sombra —dijo Ravenna—. Intentemos encontrar primero la nave salvavidas, que es más grande.
Estuve de acuerdo y descendimos los escalones. Metí un pie en el agua para comprobar su temperatura y lo retiré de inmediato como si alguien me hubiese clavado miles de agujas de hielo.
—Puedo mejorar un poco las cosas —afirmé, feliz de que mi magia fuese útil al fin—. Hemos de ponernos en remojo.
—¿Qué?
Armándome de valor, cogí a Ravenna de la mano y comencé a bajar la escalera poco a poco aunque en seguida deseé no haberlo hecho.
—No creo que sea la mejor manera —objetó Ravenna antes de dar el siguiente paso. Entonces me dio un empujón en la espalda y, en un momento, estaba en el agua helada, lo que me dolió tanto como la magia del emperador. Oí un chapuzón y Ravenna se sumergió a mi lado. Ambos sacamos la cabeza del agua temblando—. ¿Y ahora?
—A bucear —le dije con los dientes castañeteándome. Me sumergí (tras la conmoción inicial era mejor estar allí que en el aire), alejé la mente de todo pensamiento ajeno a la cuestión y chupé el agua para crear una protección alrededor de mi cuerpo y del de Ravenna, algo así como una armadura líquida. Sellé la protección lo mejor que pude. Aunque por el momento estaba helada, el agua que nos rodeaba aumentaría su temperatura gracias a nuestro calor corporal y el campo protector funcionaría como un traje de buzo thetiano. Ravenna me hizo gestos con insistencia señalando hacia abajo y a lo largo del pasillo. Teníamos que bucear o el campo protector no resultaría eficaz. De hecho, durante un buen rato no podríamos respirar aire, pues dentro del campo el agua cubría también nuestros rostros.
Impulsarnos a lo largo del pasillo en medio de la oscura agua helada pareció que nos llevaba una eternidad. Empleando la visión de la Sombra, tratamos de recordar en qué sitio del buque estábamos tomando como referencia la parte inferior de las puertas. Seguimos recto hasta un cruce de pasillos y notamos que la puerta del fondo estaba abierta y que conducía a la absoluta oscuridad de la plataforma de lanzamiento. La visión de la Sombra no tenía gran alcance ni era demasiado eficaz bajo el agua, de modo que no pudimos ver qué contenía ni distinguir siquiera qué había sobre la superficie del agua.
Seguí avanzando, más lentamente de lo que lo hubiese hecho sin tener que esperar a Ravenna. Poco a poco íbamos recuperando el calor, y el agua que nos rodeaba se volvía tibia como una segunda piel. Se me ocurrió que debía de existir un tipo de visión similar a la de la Sombra pero basada en el poder del Agua. Sin embargo, ignoraba cómo utilizarla. Quizá conociendo a un mago del Agua pudiese averiguarlo. O quizá lo descubriese por mi cuenta.
Cuando al fin llegamos a la plataforma vimos que, aunque pareciera increíble, la nave salvavidas seguía en su sitio, cerca de nosotros. El resto del compartimento estaba destrozado… y una luz brillaba en el exterior de la escotilla de la nave, que estaba abierta, y en sus ventanas frontales.
—¡Palatina! —volví a gritar, saliendo a la superficie—. ¡Palatina! ¿Eres tú?
Las luces amarillas nos atraían en medio de la oscuridad reinante como las de una acogedora casa a través de una intensa lluvia. Nunca había deseado tanto acercarme a la luz. Oí un chapoteo a mi lado y entonces Ravenna emergió con la desesperación en la mirada, intentando respirar aire.
—¡En este estado sólo puedes respirar agua! Haz como si todavía estuvieses sumergida.
Ravenna tenía un aspecto extraño con un halo de agua alrededor de la cabeza, como si hubiese sido atrapada dentro de un cristal. Sin duda mi aspecto no debía de ser menos extraño. Luego, alguien envuelto en una pesada capa se asomó por la escotilla sosteniendo una antorcha de éter. —¡Gracias a Thetis, Cathan! ¿Dónde estáis?
—Estamos aquí —respondí alzando un brazo—. Junto a la puerta. Tenemos que nadar hasta allí. ¿Puedes mantener baja la pasarela?
No esperamos ni un instante y nos pusimos a patalear con todas nuestras fuerzas, deseando con el corazón alcanzar la luz y el calor de la raya. De hecho, era mucho más cómodo nadar de lo que lo hubiera sido caminar. Aun así, si hubiese podido escoger, no habría estado nadando, corriendo ni moviéndome en absoluto. Las últimas brazadas parecieron eternas, pero por fin distinguí en el agua, frente a mí, el extremo de la pasarela. Demasiado empapados para hacer otra cosa y una vez disueltos nuestros campos protectores, avanzamos a gatas y nos derrumbamos sobre la alfombra de la escotilla.
—¡Por los Elementos, pobres criaturas! —exclamó Bamalco con su voz grave—. ¡Rápido, necesitan mantener el calor!
Nos levantaron y nos envolvieron en gruesas capas de la guardia que habían encontrado en algún sitio. Miré a mi alrededor y reconocí a Bamalco, Palatina, Persea… y Tekraea, tumbado inconsciente en el suelo, cubierto por muchas capas.
—Los demás no sobrevivieron —comentó Persea con tristeza—. Bamalco y yo lo logramos porque los muy cabrones nos encadenaron contra la pared frontal. Tekraea está muy herido pero se curará.
Esas muertes pesaban sobre mi conciencia. Yo había propuesto el plan, y sólo porque deseaba rescatar a Ravenna.
—Sabían que morir era una de las posibilidades —añadió Persea con expresión triste pero serena—. ¡Por Qalathar! ¿No ha habido más supervivientes? Nos preguntábamos adonde habríais ido.
—Los hubo —respondí—. Pero ninguno consiguió sobrevivir. Ya os lo contaré después.
—No queda mucho después —interrumpió Bamalco—. El reactor está llegando a su punto crítico y no hay manera de salir de aquí sin inundar toda la manta.
Aún no habíamos acabado.
—Sólo confirmad por última vez que no haya nadie con vida, luego cerrad la escotilla. ¿Está intacta esta nave?
—Por lo que parece… —dijo Persea y añadió sardónica—: Esperemos que así sea.
Ella y Bamalco no parecían tan lastimados como nosotros, salvo por las muñecas y los tobillos amoratados a causa de las cadenas, que, ironías del destino, les habían salvado la vida.
Palatina gritó hacia la oscuridad, pero la única respuesta que recibió fue una corriente de aire helado que recorrió toda la nave. Me sentí miserable, sin saber cuántos podrían seguir vivos en inaccesibles rincones de la manta y consciente de que pronto los dejaríamos atrás. Pero si no salíamos en ese preciso instante, entonces no habría ya ningún superviviente.
—Nadie responde —informó Palatina cerrando la escotilla. Yo fui cojeando en dirección al puente de mando y ocupé el asiento del capitán. En una situación como ésa, con todos los sistemas de la manta destruidos, las compuertas de la plataforma de lanzamiento debían de ser manejables. ¿O quizá por ser un buque oficial no estaría preparado para emergencias? Le pregunté a Bamalco qué sabía al respecto.
—Sí, las compuertas están adecuadamente diseñadas para escapar, sin duda para que huya el jefe de los malhechores en persona. Hay provisiones, estas capas de la guardia y algunas cosas más. También dos camarotes dormitorios y un cuarto en popa que incluso tiene ducha. A Orosius no le gustaba privarse de nada
—Bien, pues todo nos será útil. ¿Quién es el mejor piloto? —Tú lo eres— aseguró Palatina. —Recuerda que estamos bajo el agua. Ninguno de nosotros es tan bueno ahí como tú.— Gracias, pero tendré que asegurarme de que el agua no entra en la plataforma mientras estamos saliendo.
—Entonces yo pilotaré —se ofreció Palatina—. A menos que tú seas mejor, Bamalco, lo que es muy probable.
—Soy técnico, no piloto. Me sentaré a tu lado y te echaré una mano.
El puente de mando era lo bastante amplio para que se sentaran en él cuatro personas, con asientos extra a la derecha del piloto y a la izquierda del capitán. Palatina se colocó en el asiento del piloto, mientras que Persea ayudaba a Ravenna a sentarse en un lugar contiguo al mío y luego, con ayuda de Bamalco, acomodaba a Tekraea en una de las camas de popa.
—¿Están listos los motores? —preguntó Palatina pareciendo, como todos, bastante fuera de lugar, una figura desgarbada rodeada de los lujos de un emperador. Con todo, sólo sus pantalones estaban mojados, mientras que la ropa de Ravenna y la mía estaba toda empapada. Entonces comprendí que eso no tenía por qué ser así, y me pregunté cómo había olvidado una técnica de magia tan básica.
Hubiese tardado poco en secarla, como había hecho el emperador, pero mis energías estaban casi agotadas. La magia sólo podía ser empleada en la medida en que el cuerpo podía tolerar su efecto. Exhausto, golpeado y herido, no era capaz de mucho.
Sin embargo, me las arreglé para hacer la magia y recibí de todos agradecidas sonrisas. Ahora sólo debía hacer otra cosa, para la cual tenían que quedarme poderes suficientes. Bamalco regresó y ocupó su asiento. Persea estaba detrás de nosotros en el sillón del emperador, y Palatina comenzó a poner en marcha los reactores.
Entonces la plataforma de lanzamiento se iluminó, brillando por el poder de los fatigados motores.
—Lista para soltar amarras cuando tú digas, Cathan.
—En un minuto.
Nuevamente hice un vacío mental, esta vez más difícil de conseguir que unos minutos antes. Comencé a reunir toda la magia a mi alrededor y sentí un hormigueo por toda la piel, ardiendo con el esfuerzo hasta que la conciencia de Ravenna se me unió de pronto pasivamente para permitirme coger su energía. Era sólo mi magia… ¿o no? Le rogué en silencio que se me uniera y me ayudase a expulsar el agua que había debajo de nosotros, de controlarla.
—¡Ahora! —grité, y oí a distancia el sonido de las amarras que liberaban la nave y el rechinar de las compuertas. Sin saber cómo se Comportaría el agua en esas profundidades, mantuve sencillamente una barrera a lo largo del espacio que se abría poco a poco, impidiendo que se extendiese más de lo preciso. Quizá eso fuese innecesario, pero no tenía intención de correr ningún riesgo. Mantuvimos juntos la barrera mientras la nave se deslizaba por el suelo de la plataforma y se sumergía fuera de la manta hasta que quedó totalmente independiente de su casco. Entonces abandoné el control del agua y deshice mi magia, pero Ravenna y yo seguimos cogidos de la mano mientras observaba cómo Palatina encendía los motores y nos conducía tan lejos como era posible del moribundo buque insignia imperial. La mesa oval de éter que había ante nosotros se encendió y pudimos ver a través de las ventanas frontales el panorama del Valdur derrumbándose a nuestras espaldas. Una hilera de cifras junto al borde de las pantallas de éter indicaba, entre otras cosas, la profundidad.
—Trece kilómetros y medio —informó Ravenna, y miramos el casco. ¿Podría resistir la presión durante mucho tiempo? Si no fuese así, me vería obligado a utilizar la magia nuevamente—. Esta nave posee una especie de propulsión a chorro —señaló Palatina—, y su forma aerodinámica también nos vendrá muy bien…
¡Por todos los Elementos! ¡Las corrientes! Aún estábamos muy por debajo de la costa de la Perdición, quizá a unos pocos kilómetros de la última morada de la Revelación. La contracorriente. Me puse a manejar el control de la pantalla de éter y amplié la imagen al máximo.
Apareció entonces un paisaje de pesadilla: por encima de nosotros había cañones, pequeñas montañas y rocas de extrañas formas. Debíamos de estar a mucha mayor profundidad que aquellas islas sumergidas que había visto por el equipo de la estación oceanográfica de Tandaris. Eso había sido apenas dos días atrás, pero parecía haber transcurrido una eternidad. Comprendí entonces por qué la costa de la Perdición era tan traicionera, pero ¿a qué se debían las contracorrientes? ¿Por qué motivo…?
Protegido por el mar. Cavernas. Palatina luchaba por controlar la nave, intentando sin mucho éxito que no se tambalease al encarar las corrientes, demasiado potentes para motores tan pobres. El Valdur seguía inexorablemente a la deriva en su último descenso, impulsado por las corrientes hacia una gran mancha negra que se abría en nuestra pantalla de éter: la boca de una cueva que se abría cientos de metros. Todavía no estábamos a tanta profundidad como la que indicaban los últimos registros de la Revelación. Sus tripulantes habían descendido más allá del borde de esa caverna, pero no habían entrado en ella… lo que significaba que tenía que existir otra por debajo de nosotros, sin duda una cueva realmente colosal sobre el fondo marino de la misma Qalathar. Enfrente de esas tierras en dirección al mar abierto pero muchos kilómetros por debajo. Bastante más accesible desde una gran embarcación que las cavernas thetianas, por muy útiles que fuesen para albergar la flota de mantas. Thetia era en su mayor parte un territorio de aguas poco profundas.
Cogí el cinturón de seguridad y lo afirmé al asiento.
—Palatina, pásame el mando —dije con calma. Ella me miró como si estuviese a punto de protestar pero en seguida me ocupé de los controles y sentí que ella me transfería el mando. Cambié el rumbo de la nave, llevándonos a más y más profundidad. Los demás siguieron mi ejemplo, asegurándose a sus asientos para prevenir cualquier caída.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bamalco—. Tenemos que ascender, no descender. La idea es huir.
—Vamos a un lugar seguro —repuse—. Conseguiré que atravesemos las corrientes.
Y así inicié una interminable inmersión en la más profunda negrura, cada vez más lejos de la luz y el aire, en dirección al abismo. Un abismo que, cuatro décadas atrás, se había tragado el buque más sofisticado de todos los tiempos y que ahora nos engullía también a nosotros. O al menos eso habría sucedido, de no haber sido por un don mío. Me guiaba tanto por los sensores de éter como por mis propios sentidos. Ése era, literalmente, mi elemento, y el cambiante flujo de las corrientes y los remolinos me parecía totalmente lógico. Era como ver una maraña de varios hilos negros y que de pronto cada uno adquiriese un color diferente, haciéndola muy fácil de desenredar.
Llevé la nave salvavidas de aquí para allá, cabalgando por las corrientes como si fuesen las olas de una playa de Océanus en el verano, deslizándome de una a otra, siguiendo el rumbo que yo había escogido para descender. Las corrientes se extendían allí a mucha mayor profundidad de lo que nadie se hubiese imaginado. La Revelación había sido atrapada a kilómetros del rumbo más seguro, dominado por uno entre cientos de remolinos y corrientes. Y todos ellos conducían al mismo punto, como si hubiese allí debajo un gigantesco tornado atrayéndolo todo hacia él.
Oí que alguien jadeaba mientras sondeábamos el borde del abismo, y yo mismo me quedé boquiabierto ante el espectáculo de la monstruosa caverna que se abría en el colosal muro de piedra ubicado debajo de nosotros. Medía al menos seis kilómetros en cada dirección y tenía más de tres kilómetros de profundidad. Sin embargo, yo era el único capaz de observar las corrientes que la custodiaban a cada lado, las irregulares rocas, los peligros ocultos, uno tras otro extendiéndose hasta donde mis ojos podían ver. Incluso el pasaje hacia mar abierto, situado entre dos desiguales promontorios rocosos, estaba surcado aquí y allá por corrientes traicioneras lo bastante fuertes como para hacer añicos cualquier nave más pequeña que el Aeón.
La nave que tripulábamos se sacudía y saltaba mientras yo la llevaba alrededor de un enorme círculo, dispuesto a alcanzar el centro de la cueva. El casco crujía de forma alarmante pero no nos dimos por vencidos, pues en última instancia contábamos con la magia de Ravenna para reducir los efectos de la presión. Pero estaba seguro de que sobreviviríamos a un ascenso si me equivocaba. Podía sentir la cercanía del Aeón. La preciada nave estaba en alguna parte allí abajo.
Eramos una mancha insignificante en la vasta oscuridad y seguíamos adentrándonos hacia el corazón de la cueva, cuyas paredes y techo nos separaban del mar abierto. Incluso allí el mar mantenía su vigilancia. Había cavernas laterales, fisuras en las paredes de piedra y partes del techo que se abrían paso hasta la base de la costa de la Perdición. Sentí entonces un nexo con el océano mucho más intenso que nunca.
Nadie dijo una palabra. Todos permanecían absortos, con los ojos fijos en la imagen de la pantalla de éter a medida que los muros de piedra se sucedían y cruzábamos una inmensa galería rodeada por todos lados de inanimada roca negra. No podía haber vida allí abajo: estábamos en un lugar donde nadie había estado durante al menos doscientos años. O quizá donde nadie había llegado jamás
Seguimos adelante kilómetros y kilómetros. La galería o túnel ahora se hacía más pequeña, ahora se expandía, a veces multiplicándose en numerosas bifurcaciones más pequeñas, pero presentando sólo curvas muy sutiles. Todavía no había ninguna señal del Aeón, pero incluso algo tan grande tenía que haberse abierto camino por ahí.
Entonces, a unos dieciocho kilómetros y medio de la superficie del océano, justo debajo de las colosales montañas de Tehama, los muros, el suelo y el techo parecieron desaparecer y entramos en una caverna tan vasta que desafiaba la imaginación. Allí acababan las corrientes, y detuve con lentitud la marcha de la nave, que flotó en medio de la absoluta oscuridad de una titánica catedral submarina, cuyas paredes más lejanas ni siquiera podían distinguir nuestros sensores de éter.
Y allí, en el lugar más oscuro de todo el planeta, las sombras de mi mente se disolvieron cuando contemplé, cuando todos contemplamos, la pasmosa inmensidad de una nave tan vieja como su nombre pendiendo de las tinieblas. No se podía describir y nada de lo que me hubiesen contado habría podido preparar mis ojos para esa primera visión.
Había encontrado el Aeón.