CAPÍTULO XXXIV

Eso fue cien veces peor que lo que habia vivido a bordo del Lodestar. Una pesadilla de caos y estruendo acompañó el vuelco hacia arriba del Valdur. A medida que las chispas anaranjadas se extinguían, la oscuridad se volvía absoluta, pero eso no me preocupaba lo más mínimo. El camarote se inclinó de forma súbita y muy pronto quedó tambaleándose sobre un lado. Volví a caer, dándome un fuerte golpe en el costado con las patas de la mesa. Casi se me cortó la respiración cuando Ravenna rodó y acabó por aterrizar encima de mí. Incluso moverme unos milímetros era un sufrimiento para mí y el insoportable chillido de los metales retorciéndose me atravesaba la cabeza una y otra vez. —¡Preparaos!— exclamó Palatina cuando un vago brillo rojo llenó la sala. Aún seguíamos ascendiendo y la nave se escoraba en un extraño ángulo hacia estribor cuando recibimos el segundo impacto. Cegado, me aferré a la ropa de Ravenna para evitar que volviese a caer. Luego otro terrible golpe sacudió toda la nave. En esta ocasión lancé un fuerte grito cuando mis piernas chocaron contra una pata de la mesa y el dolor atravesó mi cuerpo. Oí un crujido y por un momento creí que me había partido una pierna, pero era sólo la vitrina de los vinos desplomándose desde la pared. Ahora la cubierta estaba casi en posición vertical y el pequeño mueble bar cayó en picado recorriendo toda la habitación a lo largo. Las botellas explotaban unas contra otras creando una marea de líquido y cristales rotos. Se oyó un nuevo estallido cuando los trozos de madera dieron contra la pared más lejana y luego siguió un sonido sordo cuando los restos se abalanzaron sobre nosotros. A partir de entonces ya no pude distinguir más ruidos individuales en medio del estruendo que nos rodeaba. Los segundos parecían eternos y la nave empezó a caer a una velocidad increíble, como si estuviese derrumbándose en el aire y no en el agua. Las burbujas inundaban las ventanas como en una corriente, iluminadas por el brillo anaranjado del fuego originado en algún punto de la habitación.

Aspiré tensas bocanadas de aire mientras rogaba que la mesa se mantuviese en su sitio. Un líquido tibio inundaba el compartimiento, empapando mi pelo y mi rostro. ¿Sería sangre? ¿Quién estaba sangrando? No pude alzar el brazo para comprobar si tenía o no una herida en la cabeza, pero poco después olí el alcohol y entendí que la «sangre» era en realidad vino de las botellas rotas. El agua en el exterior de las ventanas volvía a adquirir un color rojo, inundando de una luz brillante y horripilante el camarote en llamas. «Por favor, no permitas que haya otro», recé con frenesí esperando el siguiente impacto, que, sin duda, desprendería la mesa de su base y nos revolcaría por todo el camarote. Moví ligeramente los pies intentando calmar el dolor. Luego sentí que volvíamos a tambalearnos e intenté aferrarme a la pata de la mesa más cercana. Demasiado tarde. En esta ocasión, Ravenna recibió el peor golpe, por fortuna en los hombros y no en la cabeza, pero pude ver la sangre en su rostro. No era vino esta vez. Las patas de la mesa se habían doblado, pero aún resistían, Thetis sabría por qué.

No tuvimos tiempo de pensar, pues un enorme sofá se liberó de la base que lo sostenía y se deslizó hasta la esquina opuesta, echando abajo la pared y estrellándose contra el fondo del pasillo. Ahora nos precipitábamos todavía a mayor velocidad, persistía el brillo rojo y por las ventanas sólo era posible ver burbujas. Algo pesado rodó hasta aterrizar sobre mis piernas, mientras que más y más muebles volaban sobre nuestras cabezas y se hacían añicos al caer en el extremo de la proa.

La cubierta se estremeció. Se produjo a continuación un nuevo y tremendo estallido y el suelo se dobló hacia arriba unos pocos metros mientras que una cosa metálica atravesaba tablones y alfombras como si no existiesen.

Sonaron entonces espantosos golpes por encima de nosotros y hacia la derecha, y algo inmenso la cola de la manta, desprendida y cayendo frente a nosotros, atravesó la ventana. Me invadió una sensación de terror cuando imaginé la posibilidad de que la manta quedara del revés y todos los objetos que habían caído ante nuestros ojos volviesen a hacerlo, pero ahora sobre nuestros cuerpos.

Más ruidos, más estallidos. Era insoportable el estruendo de todos los equipos que, aunque estaban asegurados al suelo, se habían desprendido de sus bases y volaban por las cubiertas golpeando pared tras pared hasta caer en la sentina de la popa. Cambié levemente de posición y sentí otro agudo dolor, como si hubiese algo clavado en mi abdomen. Todavía cubría el cuerpo de Ravenna con el mío, intentando formar una especie de escudo que la protegiese de los objetos más pesados que iban de aquí para allá. Seguía suplicando que la mesa resistiese en su sitio, que el sillón bajo el que estaba Palatina siguiese donde estaba. Las llamas se iban apagando, pero pude ver más fuego bastante por debajo de nosotros, brillando a través de puertas y paredes hechas añicos. El olor acre del humo de madera quemada dominaba el aire, mezclándose con el de los vinos que empapaban las alfombras a milímetros de nuestros rostros. La manta se movía ahora con más lentitud. Para entonces ya casi no me importaba saber qué había ocurrido. Sólo deseaba que el dolor acabase como fuera. La cubierta volvió a ladearse y todos los objetos sueltos cayeron sobre la parte superior de la mesa. Contuve la respiración esperando a que la inclinación volviese a cambiar y los restos fueran lanzados otra vez hacia el extremo delantero de la nave.

Durante un interminable segundo la manta se mantuvo en su nuevo equilibrio. Luego, muy gradualmente, el descenso del Valdur se convirtió en un deslizamiento, una especie de planeo a lo largo de una superficie cada vez más llana sobre la que fue frenando poco a poco. El brillo rojo desapareció por completo, invisible ya en el exterior de las ventanas. ¿Cuánto nos habríamos sumergido? No podía asegurarlo, pero debíamos de estar a mucha profundidad.

Se oyó una serie de ominosos rugidos: la misma nave que se estremecía y crujía. Debajo de nosotros se produjo otro estallido y sentimos el crepitar de las llamas a cierta distancia de la cubierta. Pero, más allá de eso, el Valdur estaba ahora súbitamente inmóvil tras el tronar de su precipitada inmersión. Por fin, después de haber sido sacudido durante tanto tiempo entre una u otra parte de la mesa, volvía a estar quieto sobre la alfombra. En mi cuerpo había una decena de heridas y cardenales muy bien distribuidos. Pero estaba vivo, y también Ravenna, aunque su respiración era muy irregular. Me apoyé en la mesa, que cedió de inmediato cuando sus muy retorcidas patas se quebraron por fin. Fue para mí un acto reflejo sostenerla e impulsarla hacia arriba, de modo que cayese de forma aparatosa sobre el suelo pero lejos de nosotros. Durante un instante me quedé allí, demasiado machacado para moverme; sólo giré la cabeza de Ravenna hacia un lado para que dejase de respirar el concentrado de vinos.

—¿Palatina? —llamé y mi voz sonó muy tenue. No hubo respuesta—. Palatina, ¿dónde estás?

—Aquí —dijo ella forzadamente desde alguna parte—. Yo puedo salir, tú ocúpate de Ravenna.

Cuando la alejé de la mesa, intentando hallar un sitio que no estuviese lleno de cristales rotos ni astillas de madera, la cara de Ravenna me pareció muy pálida, incluso al brillo de las llamas que seguía habiendo en algún lugar de la cubierta. No encontré ningún sitio limpio y la apoyé con delicadeza tras retirar todos los cristales que pude. Ella seguía gritando de dolor.

Oí un sonido metálico a unos pocos metros y al levantar la mirada VI el rostro ensangrentado de Palatina salir de debajo de uno de los pocos sillones grandes que seguían en su sitio, cuya tapicería se había desprendido como una piel de serpiente. Palatina tenía el pelo revuelto y una herida profunda en la frente. Avanzó con mucha lentitud, como si cada movimiento le costase mucho esfuerzo. Intenté incorporarme para ayudarla, pero me tambaleé, y Palatina me esquivó antes de que cayese sobre ella.

—Puedo sola. ¿Cómo está Ravenna?

—Estoy aquí —dijo Ravenna con voz muy débil, moviendo apenas los labios. Luego cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente. Las llamas se reflejaban en sus pupilas—. Sobreviviré.

—Te debemos una, Cathan —comentó Palatina mientras quitaba el pie de un montón de trozos de madera y cristal—. ¡Hay cristales por todos lados y estamos descalzos! —Luego se sentó respirando con dificultad.

—Supongo que nuestros calzados se han ido de paseo solos —susurró Ravenna.

Más crujidos y el preocupante sonido de algo que se rompía en alguna parte del buque, un objeto hueco cayendo contra el metal cuyo repique produjo ecos en el espacio vacío. Los incendios a lo largo del pasillo parecían ganar terreno.

—No tenemos mucho tiempo —advertí mientras la cabeza me pesaba como si la recorriese una manada de toros. A cada movimiento que daba descubría un nuevo punto de dolor—. Los reactores han de estar o inservibles o en muy mal estado, de modo que las únicas posibilidades son estrellarnos contra la costa de la Perdición o estallar.

—Muy optimista —repuso Palatina—. Pero incluso si pudiésemos salir, una raya sería incapaz de soportar las corrientes. —Además están los demás, prisioneros de la guardia imperial— añadí. —No habrán podido anticiparse a los impactos ni refugiarse como nosotros.

—Puede que hayan sobrevivido —dijo Palatina intentando en vano sonreír.

—El camarote de la guardia tendrá paredes sólidas; es probable que sólo se hayan visto revolcados por su interior. Quién sabe. Quizá si estaban encadenados lo hayan pasado mejor que nosotros. Puede que no hayan recibido siquiera tantos golpes como nosotros. —No podemos marcharnos sin ellos— afirmó Ravenna. —Pero tampoco debemos permanecer atrapados aquí.

Las llamas consumían las paredes de madera delante de nosotros en uno de los camarotes del otro lado del pasillo. Bajo el fuego distinguí el cuerpo de uno de los guardias, con la cabeza doblada en un espantoso ángulo. Muerto, como lo estaría seguramente la mayoría de la tripulación. No podrían haber sobrevivido sin la protección de la mesa y el sillón.

—Tenemos que llegar hasta una de las rayas o alguna nave de emergencia —sugerí mientras me preguntaba cómo haría para ponerme de pie, y más aún, para caminar, en el estado en que estaba—. ¿Creéis que existe alguna escalerilla en la popa?

Intenté señalar en esa dirección, pero los dedos de la mano izquierda estaban magullados y casi inmóviles, me dolían todos de forma indecible y varios hilos de sangre me recorrían la palma. De hecho, no llegué a señalar nada.

Lo más probable, reflexioné entonces, era que ninguno de los demás hubiese sobrevivido o, cuando menos, que nadie estaría en condiciones de moverse. Sólo guardaba la leve esperanza de que la guardia les hubiese servido de protección a algunos de ellos. Debía de haber cientos de personas en el Valdur antes del ataque. Incluyendo al emperador…

Dirigí la mirada hacia Palatina. Me sentía realmente horrorizado ante la perspectiva de la muerte de quien odiaba, y por primera vez me cuestioné el significado de lo sucedido.

—Lo han traicionado —afirmé sin creer mis propias palabras—. Sarhaddon lo ha traicionado.

—Si es que Orosius está muerto —dijo Ravenna con voz queda—. Si es así, entonces no ha recibido más que lo que se merecía. Recordé entonces las marcas blanquecinas que había visto en la imagen mental del cuerpo de ella, un reflejo de vida, sólo unos minutos antes de que se produjese el ataque del Dominio. > .

—¿Qué es lo que hizo? —pregunté. Palatina desvió la mirada e intentó nuevamente ponerse de pie a fin de evitar responder mi interrogante.

—Ocultárselo a Cathan no servirá de nada —repuso Ravenna—. Orosius empleó un látigo de éter. Sientes como si te quemaran. Jamás había sentido tanto dolor en mi vida. Pero ahora no hay tiempo para charlar. Por favor, ayúdame a incorporarme. Imaginé el cadáver retorcido y hecho pedazos del emperador yaciendo en la oscuridad del puente de mando y me invadió una salvaje oleada de odio, deseando que hubiese muerto con el mismo sufrimiento que él disfrutaba infligiendo a los demás. Deseando que hubiese sabido antes de morir que su vida había sido un fracaso tan grande como afirmaba que era la mía y que el mérito de todos sus ambiciosos planes se lo apropiase su sucesor…

—¿Quién lo sucederá? —pregunté en voz alta y luego repetí la pregunta con más urgencia, mareado por el olor de los vinos y sin saber por qué no me planteaba en ese momento mi supervivencia en lugar del trono imperial. Pero el Dominio había decidido deshacerse de él, se había vuelto en su contra. ¿Por qué? Orosius era perfecto, lo había apoyado convencido. ¿Dónde podrían encontrar a otro que encajase tan bien en sus planes?— Arcadius —respondió Palatina—. O yo.

—Se supone que estás muerta. Y, además, ¿por qué matar a Orosius y colocar a Arcadius en el trono? Arcadius es moderado.

—No lo sé —admitió ella.

—Por favor, ¿podéis ayudarme a ponerme de pie? —interrumpió Ravenna con algo de miedo en la voz—. Las llamas se acercan… y no quiero quemarme otra vez.

«Un látigo de éter», pensé mientras extendía la mano sana bajo sus hombros y ella colocaba un brazo alrededor de mi espalda, aferrándose a mi túnica. Palatina, ya de pie, se acercó, intentando abrirse camino entre el tapiz de cristales rotos que lo cubría todo, y cogió a Ravenna por el otro lado. ¿Cómo se había atrevido Orosius a hacer tal cosa? El éter hacía arder todo lo que tocaba!. Era increíblemente inhumano emplearlo contra cualquiera y, mucho más contra una mujer atada e indefensa (una chica, según la había llamado él). Cualquier tipo de lazo hacia mi hermano que alguna vez hubiese podido intentar murió en aquel instante. Habría preferido ver en el trono a Lachazzar antes que a Orosius. Incluso si desaparecíamos allí, en el abismo de la costa de la Perdición, le deíberíamos un favor a Sarhaddon. Pero no podíamos perecer allí. Nada más levantar a Ravenna, ignorando sus exclamaciones de dolor porque no teníamos otro remedio, supe que ella no debía morir bajo ningún concepto. Sobreviviríamos. Sobreviviríamos porque el emperador había deseado convertirnos en sus esclavos y queríamos demostrarle lo equivocado que estaba. Porque el mundo merecía algo mejor tras la muerte de Orosius. Y porque yo hallaría el Aeón y Sarhaddon vería también que se había equivocado. Y entonces podría contemplar el crepúsculo junto a Ravenna en las costas de Sanction. Tantas cosas… La vida seguía. ¿Qué sentido tenía estar vivos si no pensábamos en el futuro?

—Palatina, ¿tienes alguna idea de dónde estaba situado el camarote de la guardia? —pregunté jadeando por el terrible dolor que los golpes contra la mesa habían causado en mis piernas.

—Por lo general se encuentra en la bodega, pero normalmente no se puede acceder a ella más que a través de la cubierta del puente de mando. ¿Recuerdas el Estrella Sombría?

—Nunca busqué el camarote de la guardia en el Estrella Sombría…

—Lo empleaban como almacén y cada tanto me enviaban a buscar alguna cosa mientras a vosotros os daban lecciones de navegación.

—Si crees saber dónde está, entonces adelante. Nosotros iremos directamente en busca de las rayas para ver si alguna funciona todavía. No nos queda demasiado tiempo —dije consciente de que la última frase era un eufemismo, pero no tenía sentido entrar en pánico.

—Iré. Pero no podré liberar a los demás. Os necesitaré para echar abajo la puerta.

—Puedes desplazarte más de prisa que nosotros —dijo Ravenna—. El resto del buque está hecho pedazos, el camarote de la guardia ha de estar por lo menos abollado.

—Iré. Coged una espada de alguien que ya no la necesite. Pero vosotros…

—Nos las arreglaremos para salir —repliqué—. ¡Ponte en movimiento!

Palatina se marchó y sus pasos crujieron al pisar fragmentos de cristal, dejando huellas de sangre en los espacios secos del suelo.

Apoyándonos el uno en el otro sin mucho equilibrio, Ravenna y yo comenzamos a avanzar. Fue imposible evitar que nuestros pies aplastasen los cristales, que se nos clavaban en las plantas a cada paso. Por fortuna pertenecían, en su mayor parte, a cristal de botella, que no se astillaba, pero había pequeños fragmentos afilados aquí y allá que se hincaban en nuestra piel como espinas. Alcanzamos el umbral donde había estado la puerta, pero no pudimos proseguir sin antes sentarnos para quitarnos de los pies tantos cristales como pudimos. No era sencillo verlos a la inestable luz de las llamas, y algunos aún estaban clavados tras ponernos de pie, obligando a Ravenna a detenerse otra vez antes de retomar el camino cojeando. La cubierta tenía todavía una ligera inclinación. La manta descendía con lentitud, probablemente ahora impulsada por las corrientes del mismo modo que le había pasado a la Revelación. Pensé entonces en esa nave. Una corriente descendente. ¿Por qué existiría una contracorriente a tanta profundidad? Si el capitán había conducido nuestro buque a muy pocos kilómetros del borde del lecho continental, ¿por qué lo empujaba entonces una contracorriente? Llegamos a la zona de la escalera de proa y acordamos descender por allí si era posible, pues la de popa bien podía ser demasiado estrecha o empinada, y no queríamos arriesgarnos si podíamos bajar por la escalera principal.

—Al menos queda algo en pie —observó Ravenna—. La mampara delantera subsiste.

Dentro había amontonados varios muebles y equipos hechos trizas, incluyendo más restos del mueble bar y algunas sillas. Las puertas dobles habían desaparecido y el cuerpo de un guardia yacía contra lo que quedaba de una de ellas. Si la Inquisición deseaba matar al emperador… ¿por qué hacerlo de semejante manera?, ¿por qué acabar también con todo su séquito?

Suspiré con alivio al ver que la escalerilla seguía más o menos intacta, aunque sin barandilla y con muchas partes hundidas o deformadas. En el hueco se veían más llamas provenientes de dos o tres fuegos dispersos en el fondo, donde había varios cadáveres mutilados rodeados de escombros. Me descompuse.

—No deseaban matarlo sólo a él. También querían acabar con Palatina y contigo, y supongo que conmigo. Eso explica por qué Sarhaddon estuvo desde el principio tan dispuesto a entregarnos, por qué habló de anunciar tu muerte. Todos nosotros habríamos desaparecido de una sola vez, y nuestras muertes habrían sido atribuidas al mar —razonó Ravenna aferrándose a mi hombro mientras empezábamos a descender los escalones. Sentíamos dolor a cada paso. Desde bien abajo llegó un sordo retumbar y en algún otro sitio se inició un agudo zumbido que rompía los nervios—. Pero ¿por qué matar al emperador?

—No lo sé. Como has dicho, vuestro Arcadius no parece muy extremista, de modo que ¿para qué desearían coronarlo si tenían un emperador tan entregado?

Ravenna empezó a sollozar y de pronto se colgó de mí, llorando, y hundió la cabeza en mi hombro. Ella era una mujer que nunca se permitía demostrar debilidad y, mucho menos ante mí, que había soportado tantas heridas y estar atada durante horas… ¿Qué le había hecho Orosius?

Su llanto cesó al rato y me miró preocupada con los ojos aún llenos de lágrimas. —Esto, yo no… no puedo. Cathan, ¿qué estoy diciendo?

Negó con la cabeza, se secó los ojos y seguimos adelante, apoyándonos contra la pared para alejarnos del hueco de la escalerilla. Había allí más cadáveres, demasiados para ignorarlos. Era una escena espeluznante, que se grabó en mi memoria y que no podría olvidar mientras viviera. Esos cuerpos no estaban mutilados ni ensangrentados sino retorcidos y chamuscados lo que resultaba aún más impresionante.

Atravesamos ese sector con tanta rapidez como pudimos. Todavía estábamos cuatro cubiertas por encima de nuestra meta. El siguiente descanso fue en el nivel del puente de mando, y no pudo ser peor. Caminamos esquivando las llamas, incapaces de extinguirlas. Por todas partes colgaban metales deformados y había esparcidos cadáveres que en este caso sí estaban mutilados. Sus rostros estaban quemados o destrozados por la explosión de los conductos de éter.

Cuando llegamos a la base de la escalera, Ravenna señaló con dedos temblorosos un cuerpo caído. Por un instante no comprendí el motivo. Luego levanté la túnica negra sin señales de rango y distinguí los largos cabellos y la forma del cuerpo. Lo miré un instante, paralizado. Luego ambos nos tambaleamos y acabamos de rodillas a su lado. Los ojos de Telesta miraban sin ver hacia el hueco de la escalera. Un hilo de sangre recorría una de sus mejillas.

—Todo esto no le ha servido de nada —afirmé con tristeza—. El emperador y Sarhaddon son culpables. Telesta no se lo merecía. —«No todos los augurios son buenos, Mauriz. Es difícil saber ahora adonde nos conducirán» —repitió Ravenna—. Eso dijo ella en Ral’Tumar cuando la conocimos. Yo no estaba de acuerdo con su modo de pensar, pero, tienes razón, tampoco merecía este final.

Acerqué la mano derecha y cerré los ojos de Telesta. Luego percibí un movimiento en una esquina. Un guardia se movía débilmente. Tenía dislocado un brazo. Me aproximé a él. Era la primera persona que veíamos con vida. —Imperatore mei— dijo en medio de una tos que casi se volvió un espasmo. Algo le había golpeado en el pecho, hundiéndole la armadura en el cuerpo. Ravenna negó con la cabeza, con la desesperanza y la frustración escritas en el rostro. Parecía a punto de llorar otra vez.

—Te no adiuvi —gimió él con los ojos fijos en mí, pero era evidente que no podía verme con claridad—. Cuite?

Un instante después lo veía lanzar un último y desesperado suspiro, tras lo cual sus ojos se desvanecieron en la nada.

—Requiescete en Rantaso —dije en voz baja deseando que lo hubiese oído. Ravenna cerró por mí los ojos del guardia mientras yo permanecía absorto, con los míos anegados en lágrimas. Eso no debía haber sucedido. Un moribundo confundiéndome con mi hermano en una nave de los muertos, una nave que avanzaba rumbo al olvido a causa de la traición del Dominio. Comprendí que también el Peleus, el buque escolta, debía de haber sido destruido, y quizá incluso el Gato Salvaje. Todo a causa de algún perverso plan de Sarhaddon. ¿Cuántas personas más habrían muerto por él y por mi hermano?

—Imperatore —repitió Ravenna contemplando el lento crepitar de las llamas frente a nosotros, incapaces de expandirse a causa del líquido refrigerante que lo había inundado todo—. Ese guardia lamentaba no poder ayudarte.

Apenas oí sus palabras por encima del ruido del fuego y de otro potente rugido que venía de la popa. VI llamas más grandes a lo largo del pasillo, en dirección a la sala de máquinas, pero por delante oí un leve gemido, de alguien que lloraba no de dolor, sino de desesperación.

—Hay alguien vivo en el puente —dije.

—No oigo nada.

—Yo sí, acabo de oírlo. —Allí estaba el emperador. ¿No estará todavía…? Lo estaba. Por eso podía oírlos, porque era el llanto de mi hermano. ¿Cómo? ¿Cómo había conseguido sobrevivir mientras tantos otros no lo habían logrado? No merecía vivir. Me correspondía acabar el trabajo que había empezado Sarhaddon. Sentí que Ravenna me tiraba de la manga mientras yo señalaba con la mano herida. Al poco dejó de hacerlo. Entramos en el pasaje, cubierto de cadáveres, hasta llegar a una pequeña bajada que conducía a la cavernosa oscuridad del puente de mando. Una única lámpara de éter, torcida pero de algún modo intacta, dotaba a todo de un ambiente parecido al de un cuento de hadas. El resto de la iluminación procedía de las llamas de la popa reflejadas en las ventanas.

¡Había sido una nave tan magnífica apenas una hora atrás! A su lado, cualquier otro puente que hubiese parecía diminuto; era además, todo un modelo de arquitectura naval. Ahora estaba destrozado e irreparable, con el techo derrumbado en varias partes, todas las consolas sin vida y un caos de metales torcidos, trozos de madera rota y sillas dispersas por doquier.

La mayor parte de la tripulación yacía bajo las ventanas o atrapada en su lugar de trabajo. Por primera vez noté que el aire estaba desagradablemente cálido. También lo estaba fuera del puente, pero aquí se mezclaba con vapores que lo hacían soporífero y opresivo. Ravenna hizo un sonido entre siseo y gruñido, y ambos vimos a Orosius, sepultado bajo los escombros de la silla del capitán. La sangre empapaba su túnica blanca, aunque no podía afirmar si era o no la suya.

Su cara se retorcía en una mueca de desesperación y pesar. Su lamento era interrumpido por sollozos y chillidos que sonaban como los de un fantasma. Era un espectáculo aterrador, el interior de un manicomio en el que quedaba un único paciente.

—¿Está muriéndose? —preguntó Ravenna con intensidad—. Le falta poco —respondí y señalé una pequeña y parpadeante luz roja a un lado de la ventana, que de algún modo había resistido la devastación. La luz indicaba la sobrecarga de un reactor, aunque carecía del anillo circundante que implicaba una inminente fusión.

—Entonces ¿por qué perdemos el tiempo?

—No lo Sé.

Y era verdad. No estaba seguro, pero resultaba difícil creer que esa figura retorcida, que sollozaba de forma inhumana, fuese el emperador que nos había tenido cautivos, el torturador de Ravenna. Sin embargo, lo era. Nunca hubiese podido confundir sus rasgos.

Noté que Orosius intentaba huir del sonido de nuestras voces. Nos miraba fijamente con sus ojos salvajes muy abiertos. Ojos que, según pude comprobar incluso en esa penumbra, eran de color gris y no azul mar.

—¡No! —gritó—. ¡No os acerquéis a mí! ¡Estoy impuro!

—Estás más que impuro, monstruo. Eres una abominación —dijo Ravenna mientras nos aproximábamos a él. Ravenna tenía los puños cerrados y por un momento pensé que se abalanzaría sobre él, por muy patético e indefenso que estuviese.

—Lo sé —admitió Orosius con una voz que pareció más la de un niño que la de un adulto—. ¡No, Ranthas! ¡Vosotros! —Intentó incorporarse pero tosió con fuerza y volvió a derrumbarse—. No…

Su grito se volvió un gemido y alejé la mirada, evitando contemplar la agonía de su rostro.

—¿Qué se siente? —preguntó Ravenna con una agria sonrisa—. Creías que yo te había hecho daño, pero esto ha de ser diez, cien veces peor. Peor de lo que te hayas sentido nunca. —Entonces no fue una pesadilla…: Yo esperaba… ¿Qué es esto? —Se agitó moviendo los brazos y las piernas en medio de temblores y se cubrió la cabeza con una mano como para protegerse de nosotros—. ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!

—Desvaría por completo —comentó Ravenna con una mezcla de disgusto y algo más; quizá satisfacción—. Ahora no sólo es perverso, sino que está demente.

—¿Dónde estás? ¿Por qué está tan oscuro? Odio la oscuridad… pero ellos vienen y me acosan, dicen que la luz hiere. No es cierto, mamá, ¡por favor, ven y ábreme las persianas! —prosiguió el emperador inmerso en su delirio.

—¿Mamá? —repitió Ravenna—. ¿Mamá?

—El la desterró —afirmé con calma—. Tras caer enfermo, hace unos siete u ocho años.

Mi padre había dicho que la enfermedad lo había cambiado. La había padecido poco después de la muerte de Reinhardt Canteni y había marcado el fin del Renacimiento Canteni que parecía tan evidente durante los escasos años de Perseus en el trono. ¿Acaso Orosius volvía a eso en sus alucinaciones?

—Mátame —pidió él recuperando la lucidez. Su cuerpo se tensó y fijó la mirada en Ravenna—. Por favor. ¿No lo harías? Mereces esa satisfacción después de lo que te hice… Gritando, estabas gritando y yo seguí adelante. Y seguí y seguí y… seguí. Te colgué por los pies… No, no fue a ti. Fue a otra persona, de cabellos rojos. Oh, Ranthas, ¿qué he hecho? ¿Cómo he podido?

Me arrodillé a su lado, le cogí la mano con la que se cubría la cabeza y me concentré enviando a través de ella mi conciencia. Cerré los ojos y el puente de mando se desvaneció. Floté entonces en la oscuridad de mi propia mente, observando cómo yacía allí el cuerpo de Orosius. Una de sus piernas estaba destrozada, con los huesos fracturados hasta el pie. Además sangraba internamente y había una oscura magulladura en un lado de su cabeza, así como decenas de otras heridas, cortes y quemaduras de la cintura hacia arriba.

Y, como a Palatina, una extraña capa de magia lo envolvía entero, varias generaciones de magia concentradas en cada una de las células de su cuerpo. Pero en este caso parecía decaer, como algo que había sido mucho más potente pero ahora se desvanecía para no regresar jamás. Me interné una capa más, procurando no involucrarme mientras leía su mente. La furia y la amargura me golpearon como una ola, pero también había allí mucha tristeza. Era una mente caótica, retorcida, aterrorizada.

Igual que con Palatina, encontré allí un muro. Exactamente en el mismo sitio, con idéntica forma, pero mucho más antiguo y resistente. Con todo, ahora se había derrumbado y sólo quedaban sus ruinas, un remolino de emociones. Me invadió un profundo sentimiento de culpa y me salí de él, separando mi mano de la suya.

—¿Estás bien?, me preguntó Ravenna con preocupación. Se arrodilló a mi lado y me tocó la cara como un médico en busca de síntomas. Luego se acercó para coger la mano del emperador como había hecho yo. Orosius intentó retirarla pero ella lo agarró de la manga y se la volvió a coger, rasgando sin querer la túnica de él. Me pareció que tardaba una eternidad en romper el vínculo. Finalmente lo hizo, permitiendo que él se alejase un poco.

—Es la mente de un loco, Cathan —dijo Ravenna con la mirada otra vez encendida—. No hay nada que puedas hacer.

—Ha perdido su magia, ¿verdad? —Sí. Por eso sus ojos han recobrado el color que tenían en principio. Morirá sin poderes, como toda la gente a la que hizo daño. Es horripilante. Apenas lo he visto de forma superficial. Las cosas que permitió que ocurriesen… Si todo eso no hubiese pasado…

Ravenna cerró los ojos y se apoyó en mi brazo para no perder el equilibrio mientras yo me preguntaba cómo conseguía mantener esa apariencia de calma. Pero ya no podía sentirme furioso. Ni siquiera contemplado al hombre que hasta una hora atrás había sido el emperador de Thetia y ahora deliraba moribundo en el puente de mando de una nave destrozada.

—Por favor, matadme antes de marcharos —imploró Orosius—. Estoy seguro de que podrás hacerme ese favor, hermano, incluso si ella se niega.

Sacudí la cabeza en silencio, sin saber el motivo.

—¿Por qué? ¿Por que después de todo lo que os he hecho no podéis matarme? Cathan, no merezco vivir. Soy un monstruo, tú mismo lo has dicho. Mamá lo dijo. Todos lo dicen. Todo el mundo sabe lo que he hecho.

—Los que no saben vivir dicen que la vida es una maldición peor que la muerte.

—¡Cathan, no! —gritó Ravenna—. Recuerda quién eres, quién es él.

Yo ya me había cuestionado eso unos meses antes, cuando esperaba mi propia muerte en Lepidor. Pero esa noche yo no moriría, ni tampoco el emperador. Lo odiaba por lo que le había hecho a Ravenna, pero aun así persistía en mi mente la imagen de un chico de trece años en cama en una habitación a oscuras, temblando de fiebre llamando a su madre. Yo había estado enfermo cuando tenía trece años (desesperadamente enfermo. También él, pero en mi caso mis padres adoptivos habían estado junto a mí, mientras que sus auténticos padres no habían acompañado a Orosius. Para entonces Perseus ya estaba muerto y su madre había sido alejada… alejada por los sacerdotes. Comprendí que estaba viendo escenas de su memoria. Éramos gemelos idénticos.

Parecía una genuina estupidez intentar salvar a alguien que era mi enemigo. Un acto que sin duda caería sobre mi conciencia, pues si sanaba, podía volver a ser quien había sido y yo habría perdido la oportunidad de lograr lo que minutos atrás me hacía tan feliz: librar al mundo de Orosius. Pero lo mismo deseaba Sarhaddon. Orosius había servido a sus propósitos y, sin embargo, lo habían traicionado incluso los que compartían sus espantosas opiniones. El Dominio lo quería muerto. Pretendía designar un nuevo emperador. Y aunque yo nunca sería el salvador de nadie, Thetia había mirado a Orosius alguna vez con renovada esperanza, y quizá pudiese ahora cumplir dichas expectativas.

—Es mi hermano —subrayé—. Y un enemigo del Dominio, ya que Sarhaddon se ha vuelto en su contra.

—¡También es nuestro enemigo! —objetó Ravenna, luego desató las cintas que cerraban su túnica y, en un gesto dramático, desnudó sus hombros sin importarle la presencia del emperador—. ¿Puedes ver mis heridas en la penumbra? Esto es lo que hizo. ¿Y tú pretendes curarlo? Las salvajes marcas que había visto reflejadas en mi imagen mental, blanquecinas y crudas, sobresalían en su piel en forma de quemaduras y líneas sanguinolentas que le cubrían los hombros, brazos y pechos, e incluso el cuello, que hasta entonces había ocultado con la túnica.

¡Por los Elementos! ¡Cuánto debió de sufrir durante las horas anteriores a nuestra captura! ¿Y cómo podía salvar ahora al responsable de eso? Las heridas recorrían el cuerpo de Ravenna. ¿Sanarían sin dejar cicatrices? Seguramente no, si no la atendía un médico. ¿Y dónde encontraría uno cuando volviésemos a tierra firme? Sería imposible en una ciudad (los sacri estarían allí) y no me pareció que un sanador de pueblo pudiese ser suficiente.

—Ella tiene razón, Cathan —dijo el emperador—. Yo le hice eso, ignoré sus súplicas, no tuve piedad, así que deberías entender que el mundo necesita deshacerse de mí. Le he hecho eso a muchas personas en los últimos años, las he torturado, las reduje a meros cuerpos… cadáveres andantes carentes de espíritu y de vida. Soy culpable…

Su voz volvió a apagarse en medio de una nueva y frenética sucesión de lágrimas y quejidos.

Ravenna volvió a cubrirse los hombros con la túnica y se anudó otra vez las cintas.

—Por una vez en su miserable existencia estoy de acuerdo con él —afirmó Ravenna—. Permitamos que muera aquí junto a la nave y toda la gente que condenó con sus actos.

En aquella cuestión, ella había perdido toda posibilidad de razonar. Estaba tan empecinada como sólo ella podía estarlo, y no podía culparla en absoluto. Pero si me marchaba y dejaba a Orosius esperando el colapso del Valdur, la situación me atormentaría durante el resto de mi vida. Quizá luego me arrepintiese de haberlo llevado conmigo, pero sabía con seguridad que nunca me perdonaría abandonarlo.

—Ravenna, quiere morir. Tú deseas hacerle daño. Si lo haces, que sea manteniéndolo vivo y sabiendo lo que ha hecho. Su magia lo ha abandonado y ha perdido el trono. Se supone que estamos todos muertos y pasada esta noche habrá un nuevo emperador, sea quien sea.

—Entonces ¿por qué no tú mismo?

—¡Porque no soy un emperador! —grité, y la VI estremecerse—. ¡No lo soy y jamás lo seré! La corona le pertenece a otra persona. ¿Quieres que repita lo que hizo Valdur, asumiendo el trono tras haber asesinado a su hermano? Yo soy el jerarca. Nací jerarca y ése es mi título, si es que me corresponde tener alguno. Aunque lo mejor es no tenerlos. Permite que Orosius cargue con sus propios errores. Castígalo si lo deseas, Ravenna. ¡Pero piensa, por el amor de Thetis! El se vengó de ti desmedidamente. Tú harás lo mismo si lo abandonamos.

—¿Por qué quieres salvarlo? —preguntó ella, que ahora también gritaba—. ¿Por qué? Cuando lo creías muerto te sentías tan feliz como el resto de nosotros.

—¡Tú también has perdido a un hermano! —respondí, y ella se derrumbó hacia atrás, quedando en cuclillas como si la hubiese golpeado—. ¡Ellos son los que se cobran sin piedad la vida de los demás! ¡No nosotros!

—Mi hermano era un niño inocente de siete años. Este… ser no es inocente en absoluto. Piensa en toda la gente que ha asesinado, en todas las vidas que quebró.

—Piensa en el niño que jugaba con Palatina en el palacio imperial mientras el emperador aún vivía. Mi padre lo adoraba y también mi madre, mientras que ninguno de los dos llegó a conocerme. Mi padre ni siquiera supo de mi existencia. Para él, Orosius era su único hijo. Mi hermano enloqueció, lo admito, pero ha de existir un modo de remediarlo. También yo enfermé al mismo tiempo que él, Ravenna. El conde Courtières le proporcionó a mi padre, Elníbal, los mejores médicos de todos los continentes para que me salvasen. Tuvieron éxito allí donde los médicos imperiales fallaron. Una jugarreta del destino, eso es lo que fue. ¿Acaso no lo entiendes? Si los sacerdotes no se hubiesen hecho cargo de Orosius cuando enfermó, él nunca se habría convertido en esto. Mauriz se equivocaba en Ral’Tumar. Orosius es mucho más cercano a mi de lo que piensas.

—¿Eres capaz de justificar lo que ha hecho atribuyéndolo a una enfermedad? Desde entonces ha tenido todas las posibilidades de cambiar, pero ¿aprovechó alguna?

—¿Tiene una ahora?

—¡No lo sé, Cathan! ¿Por qué debería sobrevivir cuando han muerto todos los demás ocupantes de este buque? La persona que nombren emperador destruirá Thetia utilizando el edicto de Orosius, un edicto que él dio al Dominio. El precio que pagaron fue vendernos como si fuésemos esclavos. De hecho, podríamos haber acabado como esclavos.

—¡Eso era lo que yo quería! —dijo el emperador mientras una serie de ensordecedores estallidos resonaban en el puente desde la popa y oía una voz llamándome—. Todos vosotros esclavos. Mi propio hermano, la prima que fue una vez mi amiga, una chica a la que torturé durante horas porque había intentado evitar que la capturase. ¿Puedo llamarme a mí mismo humano después de eso? Y hay muchas cosas más mucho peores.

—Vivirá —afirmé intentando con desesperación convencer a Ravenna—. Recuerda lo que dijo antes Palatina. ¡Si lo dejamos aquí no seremos mejores que él! ¿Quiénes somos nosotros para colocarnos a la vez en el papel de jueces y acusadores? —¿Y quiénes somos para negarle su derecho a morir si lo desea? —argumentó Ravenna con las lágrimas cayéndole por las mejillas—. Él se ha juzgado a sí mismo. —Entonces es racional y merece salvarse. Después de todo el lujo y comodidad que ha conocido, se convertirá en un exiliado miserable en medio de un grupo de andrajosos fugitivos. ¡Te lo ruego, Ravenna! ¡Ayúdame! No pienses que por esto te quiero ni un poco menos, pero no puedo abandonarlo. No podía mover a Orosius por mi propia cuenta y yo mismo apenas podía estar de pie sin ayuda. Esperé en suspenso. Sabía que mi rostro era tan expresivo como las palabras que acababa de pronunciar. Ravenna paseaba la mirada de Orosius a mí, tambaleándose con cada nuevo estruendo que sacudía la nave. Finalmente se encendió el anillo alrededor de la luz roja, una parpadeante advertencia roja, en medio de la oscuridad. El fin del Valdur era cuestión de pocos minutos.

—Que caiga sobre tu conciencia —dijo ella, pero en ese mismo momento el emperador emitió una serie de interminables toses ahogadas y convulsiones. Su rostro se torció en una mueca de dolor y le salió sangre de la boca. Ravenna volvió a cogerle la mano y la sostuvo por un instante.

—Está muriéndose. Por favor, dejémoslo aquí. Nunca seremos capaces de curarlo y quizá muramos nosotros.

Ravenna tenía razón. Deberíamos arrastrarlo durante todo el recorrido y quién sabe si sobreviviría a eso, e incluso si seríamos capaces de cargar con él. Pero debía intentarlo.

—¿Quién podría salvarlo? —le pregunté a Ravenna cuando acudió a mi mente una audaz idea—. Sugiéreme a alguien, en algún sitio, que pudiera ser capaz de hacerlo. Entonces ya no estará en nuestras manos y será su responsabilidad.

—Tu hospital —afirmó ella, confusa—. Mi gente, el pueblo de tu madre. Pero ¡están muy lejos de aquí!

—¿Cómo haces para producir una grieta en el espacio? —pregunté entonces a Orosius—. ¡Dímelo!

—¡No! No merezco vivir. Ellos tienen otros pacientes que sí lo merecen.

—¿Los tiene tu madre? Dime cómo y volverás a verla. —Renegará de mí, yo mismo la desterré… Ella sabe en qué me he convertido.

—Si ella reniega de ti, será el fin —repliqué—. Dímelo o si no, intentaremos salvarte nosotros, lo que será mucho peor.

—He causado mucho dolor. Morir… es lo único bueno… que puedo recibir a cambio —afirmó boqueando para respirar y con el rostro bañado en sudor.

Comprendí entonces que de verdad se estaba muriendo, que había estado agonizando todo ese tiempo y que no resistiría que intentásemos moverlo. Pero quizá las artes de otros, los poderes de esas personas influyentes podrían marcar la diferencia.

—¡Ahora tu destino está en mis manos! Ya no tienes poder sobre tu propia vida y algún día podrás responder ante los que deban juzgarte. Si lo que realmente deseas es penitencia, te la darán. Pero todavía no.

Durante un largo momento Orosius me miró fijamente. A mí, su hermano, su captor, su enemigo. Observé su cuerpo, del que seguía manando sangre sobre el montón de escombros. Noté que se ponía muy pálido. Se llevó entonces con debilidad una mano al pecho y se señaló debajo de la túnica, donde podía percibirse la silueta de un medallón.

—Sácamelo… —ordenó—. ¡De prisa!

Me pregunté si eso respondía a mis deseos pero hice lo que me pedía y cogí el colgante de plata en forma de delfín con un único y dañado zafiro azul. Se lo puse en la mano. Sus dedos se cerraron sobre él y VI cómo resplandecía tenuemente cuando se lo colocaba con dificultad sobre el pecho.

—Cathan, toda mi vida ha sido un fracaso, una parodia —susurró luchando por respirar—. Ahora es demasiado tarde, la Inquisición me ha matado… ¿Vive Palatina todavía?

Ravenna asintió, respondiendo por mí.

—Entonces ella es mi sucesora. Por favor, obligadla a aceptar, hacedle comprender que ella será mejor que… que cualquier otro que intenten designar para sucederme. Ella será la emperatriz y tú serás el jerarca. Expulsad al Dominio de Thetia, del Archipiélago, con mi bendición. Haced que Thetia vuelva a ser grande como pude haberlo conseguido yo pero no lo hice. Permitid… que quien ha merecido algo, logre todo lo que no he podido yo.

Volvió entonces su febril mirada hacia Ravenna, al parecer incapacitado ya para mover la cabeza. Supe que mis esfuerzos por salvarlo habían llegado demasiado tarde, que habían sido en vano. —Ravenna, eres la faraona de Qalathar y lo serán todos tus descendientes mientras dure tu estirpe. Tu autoridad sólo es inferior a la del emperador. Deshaced todo lo malo que yo he hecho si podéis, os lo ruego, y salvad a tantas víctimas mías como podáis… Orosius se detuvo, sucumbiendo a un nuevo y violento ataque de tos. Alzó los dedos pidiendo mi mano. Se la di y me la cogió con fuerza.

—Dile a nuestra madre que lo lamento —prosiguió—, que lo lamento mucho, y que la quiero… que he comprendido el alcance de mis actos demasiado tarde. Está oscuro, Cathan. Adiós.

Exhaló un último suspiro y quedó inerte. El medallón brilló entonces de repente sobre su pecho, dolorosamente luminoso, y pronto volvió a apagarse, aunque ahora el zafiro poseía un lustre que antes no tenía.

No me moví. Permanecí con la vista fija en su cuerpo, cargando con todas las cosas que podría haber dicho en la garganta. Durante un instante había conseguido hacerme una idea de su pasado: un niño jugando en los jardines del palacio de Selerian Alastre en una época feliz muchos años atrás. Antes de que su mente fuese envenenada por la enfermedad y por los sacerdotes. Y luego… la traición de éstos había estado a punto de ofrecerle una segunda oportunidad, la oportunidad de vivir de nuevo y revertir el mal que había hecho.

Me acerqué y cerré sus ojos marrones.

—Requiena el’la pace ii Thete atqui di inmortae, nate’ine mare aeternale’elibri orbe —murmuré. Era la oración thetiana de los muertos que no recordaba haber aprendido jamás: Descansa en paz con Thetis y los dioses inmortales, nada en las aguas del océano, libre por siempre del mundo—. Haré lo que me has pedido. Aquasilva vengará tu muerte.

La Inquisición no tenía ninguna defensa contra lo que las tormentas podían hacer en nuestras manos. El planeta mismo podía volverse en su contra, vengarse de ellos, destruirlos, arrojarlos más allá de los confines de la tierra.

Entonces olvidé todo lo demás, la inminente explosión del Valdur, a Palatina y los demás, y rompí a llorar sobre el cadáver de Orosius. El mundo quedó reducido a una niebla indefinida a través de mis ojos llenos de lágrimas. No vi cómo Ravenna cogía con delicadeza el medallón y lo colocaba en el bolsillo de mi túnica, apenas la sentí abrazándome para que llorase sobre su hombro. Ni siquiera distinguí esa única lágrima que ella derramó por la desaparición del emperador.

Apenas había podido conocer a mi hermano. Ahora estaba muerto.