CAPÍTULO XXXIII

Se produjo un momento de pesado silencio, como si todos contuviésemos la respiración cuando oímos alejarse los pasos del tribuno. Entonces nos llegó el débil sonido de las puertas exteriores cerrándose y la tensión se relajó un poco.

—Orosius destruye todo lo que toca —dijo Palatina con voz acongojada—. Y sabe bien dónde tocar. Todo lo que hacemos está siempre varios pasos por detrás de él. Nos hemos ofrecido en bandeja; habría dado lo mismo rendirnos. —¿Es Palatina la que habla?— preguntó Ravenna.

—Palatina era amiga de Mauriz —respondió ella—. Palatina podía idear un plan sin que fallase.

—¿Hubieses preferido entonces el otro camino? —¿Más que estar al servicio de este monstruo?— En los ojos de Palatina se veía resignación. —Nunca tuve ocasión de escoger. Porque ellos anticipaban todo lo que pensábamos hacer; cada vez que pretendimos golpearlos, resultaron vencedores. Después de lo ocurrido en Lepidor, nos prometimos mutuamente no permitir jamás que se repitiese algo semejante. Pero ha sucedido, y esta vez no debido a un insignificante y soberbio haletita.

—No, es un perverso demente que no sería nadie sin su trono y su magia, y que en pocos años quizá se destruya a sí mismo.

—Pero no tenemos esos años. Cathan sabe lo que Orosius me hizo, y eso fue cuando se comportaba de manera sutil e imaginativa. Recuerdo la desaparición de un puñado de personas, un par de ellas amigas mías, que reaparecieron unos meses después convertidas en criaturas serviles del emperador. Así consigue a la mayoría de sus agentes. La sentencia de muerte implica carecer de protección en cualquier lugar de Aquasilva.

—Ésa es su propia sentencia de muerte —añadió Ravenna con

Calma. —Orosius desea hacerle a Thetia lo que el Dominio le hizo al Archipiélago.

—Pero no queda nadie que pueda matarlo.

—Si persiste en ese camino, alguien lo hará. No tiene tanto poder como tú crees.

—¿Ni siquiera aliado a Sarhaddon?

—Sarhaddon es como él. —Ravenna bajó la mirada y movió los brazos con una mueca de dolor.

—¿Quieres que te afloje un poco las cuerdas? —le pregunté. Resultaba tan extraño estar prisioneros en un ambiente tan magnífico, pensé mirando a mi alrededor las lujosas sillas, la delicada pintura de los murales y la alfombra sobre la que estábamos de rodillas. Una sala realmente digna de un emperador, pero no de ése—. No. Ya están bien como están; si las aflojas, se dará cuenta y me mantendrá atada más tiempo. Aun así supongo que no me desatará hasta que pasen unas horas, pero no importa. Me recuerda que conseguí lastimarlo, no tanto como hubiese deseado, pero un poco al menos.

—Nos movemos —advirtió Palatina de repente—. ¿Cómo conseguiste golpearlo?

—Se me acercó demasiado. Disfruta haciendo daño; es peor que los inquisidores. Ellos lo hacen porque creen cumplir el designio de Ranthas, por muy malo que sea. Con Orosius es diferente. Cuando lo golpeé estalló de ira. Yo estaba aterrorizada, igual que cuando en una pesadilla nos persiguen animales salvajes o estamos encerrados en una habitación llena de serpientes.

—Atarte no fue lo único que te hizo, ¿verdad?

—Ya estaba atada. Orosius mató a Alidrisi y a sus hombres sin que yo lo oyese siquiera y luego subió. Pensé que eras tú, Cathan, y esa confusión le dio tiempo suficiente para bloquear mi magia. Tienes razón, eso no fue todo, pero lo otro se curará tarde o temprano.

El resentimiento que había estado formándose en mi interior se encendió hasta convertirse en furia, pero no había nada que yo pudiese hacer, no había nadie presente a quien golpear, por muy inútil que fuese eso. Era preciso que yo… que nosotros se lo hiciésemos pagar de alguna manera, pero para eso todavía teníamos… que esperar. Pero la rabia siguió acumulándose en mi interior. No me importaba lo que hiciese para desquitarse: iba a hacerle daño, como fuese.

—Y gracias a ambos por intentar rescatarme —añadió Ravenna con seriedad—. No digas nada, Cathan. Ya hablaremos en otra ocasión, pero no ahora. Me incliné para hablarle al oído, sin saber si el guardia nos estaba oyendo, y susurré:

—¿Te has enterado de algo del Aeón? No sabía si ésa sería la última vez que hablásemos en mucho tiempo. No creía que Orosius nos fuese a dejar juntos, planease lo que planease para después. Era diez veces peor saber que Ravenna y Palatina estaban también a su merced, que su crueldad no se limitaría a mí.

—Me temo que muy poca cosa —respondió ella también en un susurro, y yo me volví hacia ella para que continuara—. Unos oficiales imperiales quisieron encontrar el cuerpo del almirante para erigirle un monumento. Entonces Tanais dijo algo como: «El almirante ya tiene su propio monumento y el mar lo protege de cualquiera que intente hacerle daño». Eso es parte de la historia de la Marina. Alidrisi sacó de algún sitio muchos libros para mantenerme entretenida.

—El mar lo protege —repetí, fascinado. Luego le resumí las ideas que me habían venido a la mente y volví a echarme hacia atrás para dejarla que pensase. Ravenna se mordió el labio inferior, un gesto inconsciente que acompañaba sus reflexiones.

—Algún sitio donde sólo tú pudieses llegar a la nave —comentó—. Tiene sentido. Carausius se llamaba a sí mismo «hijo del mar» y tú también lo eres, entiendes el mar como pocos. Pretendes desvelar sus secretos, mientras otros intentarían emplear la fuerza o la magia. Ésa es la diferencia entre tú y tu… entre tú y Orosius: él es mucho más poderoso que tú pero jamás comprenderá el cómo ni el porqué.

—No debería tener ningún poder.

—Entonces algo salió mal. Pero si tú y yo estamos en lo cierto, el Aeón tendría que estar en algún lugar al que sólo tú puedas acceder, que impida que otra persona llegue. Como esas cuevas de Thetia que mencionaste. Quizá debajo de alguna isla. ¿Recuerdas una de las batallas que tuvieron lugar durante la guerra? La flota de un bando se ocultó en esas cuevas y emboscó al enemigo. —Te refieres a la batalla de Immuron— añadió Palatina con suavidad. —Nuestra flota era comandada por el almirante Cidelis; lo he leído en la Historia.

—El escenario de una gran victoria, pero olvidado desde entonces. Eso podría tener sentido.

¿Podría ser que diésemos con el Aeón con tanta rapidez, con esa facilidad sólo por unir nuestros razonamientos?

—Pero, en ese caso, ¿cómo lo protegería el mar? —pregunté poniendo en evidencia el fallo de nuestra teoría.

—Carausius estaba con Cidelis, por eso sabemos de Immuron —repuso Palatina—. Carausius dirigió el rumbo hacia las profundidades a las que nadie hubiese descendido en circunstancias normales. —Y si alguien más lo ha averiguado…— Incluso si así fuera, nadie ha conseguido encontrar la nave. Ni siquiera Orosius.

—A menos que pretenda hacer que la encuentre para él —afirmé con tristeza. A pesar de que hablábamos en voz baja, alguien podía estar escuchándonos, y si Orosius seguía viendo frustrada su búsqueda, se inclinaría por otros métodos. Quizá incluso llegase a las mismas conclusiones que yo.

—Ésa es nuestra debilidad —opinó Palatina—. Una de muchas. Por eso estamos juntos y no separados, porque puede presionar nos mejor de esta forma. Ninguno de nosotros haría algo que lastimase al otro.

La observé por un instante, comprendiendo lo que decía y apenándose por ello. Pero recordé cómo Sarhaddon había utilizado a los rehenes en Lepidor, para que los marinos se negasen a atacar, así como la versión de la historia que me había contado en el palacio de Sagantha. Era tan sencillo para los que ya no les importaba la vida amenazar a los que sí…

—Mejor pronto que tarde —susurró Ravenna—. Pero no demasiado pronto. Hay que permitir que baje la guardia, dejar que piense que estamos aterrorizados. No volveré a provocarlo a menos que sea completamente imprescindible.

El emperador había neutralizado nuestros poderes mágicos individuales, pero Ravenna pensaba, o quizá sabía, que estando los dos juntos podríamos hacer algo en el momento en que Orosius menos lo esperase. Pero ¿sería eso suficiente? Podía suceder que fuese más fuerte que nosotros dos juntos (de hecho, nos superaba con mucho por separado), de modo que al enfrentarnos a él sería más importante el modo que la fuerza utilizada (que para nosotros mismos era imposible de calcular).

No tuvimos oportunidad de decir nada más, pues los tres oímos pasos fuera y la puerta se abrió. El emperador bajó la mirada hacia nosotros, sonriendo con frialdad.

—¡Qué gratificante comprobar que ya me estáis obedeciendo! Sois unos estudiantes aplicados.

—¿Ya has encontrado tus guardias perdidos? —preguntó Palatina, sin que su tono fuese hostil ni tampoco sumiso—. Ahora mismo estamos buscándolos. En unos pocos minutos cruzaremos la entrada a la ensenada y tendréis la posibilidad de ver la costa de la Perdición sin interferencias. Sarhaddon ha aceptado con amabilidad ayudarnos a encontrarlos. Sus magos pueden detectar las antorchas a muchísima distancia e incluso bajo el agua.

—¿Cómo se te permite ser uno de los magos elementales corruptos y perversos que Sarhaddon menciona en sus sermones? —pregunté, intentando entretener a Orosius.

Con algo de suerte, la búsqueda de los guardias lo distraería, aunque incluso si nos las arreglábamos para dominarlo, no dejaba de ser un problema qué hacer estando en el buque insignia imperial y rodeados de guardias. ¿Valía la pena dejar que siguiese adelante con sus planes y esperar a que decepcionase a su propia tropa si, como decía Palatina, decidiese mantenernos juntos como rehenes?

—Puedo serlo porque, contrariamente a ti, hermano, no creo en falsos dioses. Mi magia está al servicio de Ranthas, no al de la oscuridad y la Sombra. La Inquisición y yo compartimos muchas metas, así como la misma preocupación por ti. —Consideraré eso un cumplido—. Es posible que llegues a cambiar de idea —afirmó mientras se acercaba al mueble bar y se servía una copa de claro y burbujeante vino azul thetiano—. Por Sarhaddon —brindó alzando la copa. Yo observé cuánto bebía, preguntándome si había heredado la misma incapacidad que yo para hacerlo en grandes cantidades. Sin embargo, bebió tanto como cualquier persona normal, acabándose la copa poco a poco mientras nos hablaba.

—Mi padre despreciaba a las personas beligerantes —prosiguió—. Y ser despreciado por él podía significar la estima de muchos. Como te habrán dicho muchas veces, Cathan, tú te pareces mucho a él. Aunque, por cierto, careces de sus talentos artísticos. Tus dotes se centran más en el campo de la oceanografía, que quizá sean más inútiles todavía que los de nuestro padre. Al menos él dejó a la posteridad obras de arte y poesías por las que será recordado. Orosius se expresaba como un experto discutiendo sobre arte con sus amigos críticos.

—Quizá su estilo fuese un poco convencional —añadió—, pero no hay duda de que estaba inspirado. Dicen que eso era notable en los retratos que hizo de nuestra madre al poco de conocerse y que, por desgracia, se han perdido.

Probablemente ella se los hubiese llevado consigo para que no quedasen en poder de Orosius. Podía ser que estuviese interesado en ciertos aspectos de pintura thetiana, aunque yo ignoraba cuáles habían sido los motivos preferidos por mi padre para sus obras. —Si soy tan inútil— contraataqué —, ¿por qué te has esmerado tanto para capturarme?

—Porque, como te he dicho antes, tu mérito radica más en lo que otra gente ve en ti que en cualquier cosa que seas capaz de lograr por tu cuenta. Y tampoco es que para cogerte haya tenido que esforzarme demasiado, ¿verdad? Caes con demasiada facilidad en manos de otras personas, incluso si son tribus.

Me mordí los labios para contener la réplica que tenía en la punta de la lengua, ya que aún no quería provocarlo. Por fortuna, él lo consideró más temor que autocontrol. —¿Te han dicho lo poco inteligente que es hacerme enfurecer?— preguntó Orosius tomando su vino. Eso me dio mucha sed, pues no había bebido nada desde antes de subir por el risco. No parecía una gran hazaña sabiendo que él me había estado esperando arriba y que Mauriz tenía la certeza de que el peñasco se podía escalar y no estaba vigilado. Ninguno de nosotros sospechó lo asombrosamente conveniente que había sido que llevase la flecha ardiente.

—¿Por eso siempre dices que tus siervos son idiotas? —lanzó Palatina—. ¿Porque pierdes los estribos con muchísima facilidad? ¿O porque ellos tienen los escrúpulos y la decencia que tú no posees?

—¿Adonde te han llevado tus escrúpulos?

—La falta de ellos no hace mejor a un emperador. Quizá pienses que debes utilizar la tortura, pero ¿para disfrutarla e infligirla tú mismo debido a esa falta de escrúpulos?

—«Si piensas que ha de hacerse algo desagradable, hazlo tú mismo y comprueba si es de veras necesario». Pese a todos sus errores, Aetius dijo muchas verdades.

—Eso sólo funciona para los que tienen pocos criterios morales. No sé si tratas a tus concubinas del mismo modo, pero eres un emperador thetiano. ¿Imaginas que la gente te tendría el menor respeto si supiese lo que le has hecho a Ravenna?

—Estaba dentro de mis derechos hacerle pagar por haberme atacado.

—¡No, no es así! —gritó Palatina—. Como sabrás, existe un sistema judicial con juicios, testigos, leyes y un juez que no es a la vez el querellante. ¿Recuerdas todo eso? ¿O ahora has degenerado hasta convertirte en un salvaje haletita? —Ah, sí. Un juicio de alta traición porque ella me dio una patada en el estómago. Tú y tus amigos republicanos lo encontrarían muy divertido. ¿No es así? ¿No crees que mi método fue mejor? ¿Qué hacer…?

Palatina se calló y desvió la mirada hacia mí. —Existe una diferencia entre venganza y tortura, Orosius. La tortura no es un castigo aceptado en Thetia, es un medio para llegar a un fin al que sólo recurren unas pocas personas.— ¡Cómo te gusta moralizar, Palatina! Haces que Thetia suene tan culta y liberal, cuando lo cierto es que todo cuanto han logrado nuestras leyes y nuestra piedad es convertirnos en el hazmerreír. ¿Acaso le tembló la mano a Aetius durante la guerra cuando torturó a gente para obtener información? ¿No compensa el bien de muchos la violación del de unos pocos? —No tenía idea de que estuvieses en guerra con Qalathar —subrayó Ravenna.

Permanecí en silencio durante el intercambio verbal, con los puños aferrados a ambos lados para no reaccionar. Fuese lo que fuese lo que le hubiera hecho a Ravenna, Palatina lo sabía y no me lo había contado. Con todo, tenía que ser lo bastante malo para vencer el frágil autocontrol que yo intentaba mantener frente al rostro del odioso emperador.

—Palatina, tú y yo tenemos puntos de vista totalmente opuestos, pero han sido siempre mis métodos los que consiguieron la victoria. La ley religiosa cobra ahora preeminencia absoluta por encima del código legal secular en todo el imperio, así que todos los acusados de herejía ya no podrán salvarse a sí mismos como lo ha hecho Mauriz. Afirmar que el imperio sería mejor sin la guía divinamente establecida por Ranthas será una herejía. Los que como vosotros se empecinen en sus creencias aprenderán por desgracia la gravedad de su error. No importan tampoco, la mayoría no merece la pena que se salve. Dentro de pocas semanas vuestra fe se habrá extinguido, y Thetia será mucho mejor tras haberla perdido.

—¿Por qué todo lo que haces acaba siempre en derramamiento de sangre y muerte? —preguntó Palatina con tristeza—. Tú admirabas a mi padre, ¿crees que él habría hecho lo que te propones? —Tu padre era muy capaz, pero erró el camino. Todo un contraste con su hija. ¿Eres consciente de lo poco que has logrado a lo largo de tu vida, Palatina? Siempre la gran líder rodeada de personas insignificantes, la que imagina planes que podrían tener éxito durante batallas fingidas en una escuela de entrenamiento o en una isla remota. Sin embargo, cada vez que has intentado ir más allá de eso y superarte, has fracasado. Los republicanos sólo te respetaban por ser la hija de Reinhardt, y Tanais sólo aceptó ser tu tutor porque eres mi prima. ¿Acaso tú has hecho algo de valor durante el tiempo que pasaste en Thetia? ¿Hubo alguna clase de victoria, conseguiste nuevos conversos para tu causa?

Orosius negó con la cabeza, acabándose el vino de la copa y dejándola sobre la amplia mesa recubierta de marfil, situada en medio de unas sillas a unos pocos pasos de distancia. La mesa estaba apuntalada al suelo, como el resto de los muebles grandes, para que no se deslizase con mala mar. Cogió entonces una de las sillas ligeras que rodeaban la mesa y se sentó en ella. Yo esperaba hacía rato que lo hiciese, pues reforzaba su sensación de superioridad. —¿Has conseguido algo desde entonces?— prosiguió el emperador. —Fue un oscuro tribuno de Océanus quien te salvó de ser ejecutada en Lepidor. Cualquier cosa que te has propuesto ha fracasado y ni siquiera has rescatado a Ravenna. Es un curriculum lamentable. Deberías haber permanecido en Océanus combatiendo contra las tribus, que están a tu mismo nivel. —¡Prefiero ser olvidada que recordada como te recordarán a ti!— ¿Quieres decir como al restaurador de Thetia? ¡Qué humilde eres! Es posible que tu nombre se mencione una o dos veces en libros de historia, en alguna nota al pie de página. Cathan ni siquiera desea tanto, ¿verdad? Él cumplirá su deseo de vivir y morir en el anonimato. —Orosius se rió pero sin el menor sentido del humor—. Eso es lo que has buscado durante los últimos meses, ¿verdad, hermano? Desprenderte del nombre de un clan al que nunca has admitido pertenecer. Te garantizo que ese deseo se cumplirá, el exarca elaborará un sencillo decreto retirándote un rango de la realeza, que es más que evidente que no mereces. Y en cuanto a Ravenna, tú serás la faraona que nunca fue tal. La única ocasión en la que tu gente te verá será mañana, cuando abdiques y me ofrezcas tu corona y a ti misma. Un final más glorioso del que merecen los que te han formado tu dinastía: un advenedizo con un reinado de veinte años y una chica que gobierna durante media hora. Sois unos auténticos fracasados.

—Entonces ¿por qué te tomas tantas molestias? —pregunté—. ¿Para qué mantenernos vivos si somos tan inútiles? Pensé que sólo querías contar con los mejores para tu nuevo mundo feliz. ¿No sería matarnos la solución más segura, para que nunca volvamos a ser una amenaza para ti? —Vosotros jamás seréis capaces de serlo, ni estaréis siquiera en posición de intentarlo. Esto es suficiente, y además podéis convertiros en excelentes siervos de palacio.

Sus palabras no me convencían en absoluto. Sin duda causar dolor no sería su única intención: debía de pretender algo más de nosotros, tener otra razón para mantenernos con vida. Orosius era lo bastante inteligente para saber que la muerte era el único camino efectivo para lograr que dejásemos de causarle problemas, pero por algún motivo no deseaba matarnos. ¿Por qué? Sentí que me recorría un escalofrío al recordar el Aeón. ¿Sería eso? ¿No pensaría mencionarlo hasta que no nos hubiésemos desmoronado? No, no me parecía que fuese tan paciente. Si quería contar con el Aeón, lo querría bien pronto, para darle más poder y seguridad mientras llevaba adelante su limpieza de herejes.

—Fuimos parte del precio por permitir la participación del Dominio —intervino Palatina—. ¿Debo ver en eso una mentalidad comercial, no desperdiciar lo que has comprado? —Si quieres llamarlo así. Os he comprado entonces —repuso Orosius con una intrigante sonrisa.

—Entonces eso significa que tenemos algún valor. Estoy seguro de que la Inquisición no nos habría entregado gratis.

—La Inquisición deseaba quitaros de en medio —dijo él levantando los hombros—. La opción era que os cogiese yo o que os tragase el mar.

Volvió a ponerse de pie y caminó alrededor de nosotros hacia las ventanas. Se hizo un silencio. —No podéis verlo, pero estamos pasando la boca de la ensenada. Ahora que nuestras comunicaciones ya no están bloqueadas, la tripulación podrá encontrar a nuestros guardias y nos pondremos en camino. Siempre y cuando no tengan que detenerse para hacer reparaciones, lo que podría demorar un poco las cosas.

Orosius comenzó a caminar hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió hacia nosotros.

—El miedo que me tienes es superior al amor que sientes por ella, ¿verdad, Cathan? ¿No le has aflojado caballerosamente las cuerdas? Me has decepcionado. O quizá ella lo prefiera así. Por fortuna, el zumbido de la pantalla de éter, situada con ingenio en una pared y disimulada como si fuese un cuadro, me evitó tener que responderle. Orosius avanzó unos pasos y presionó algo. Entonces la pintura fue reemplazada por la imagen del enorme puente de mando del Valdur, con el capitán al frente. —Su majestad, hemos recibido una llamada de socorro del Gato Salvaje, que navega por mar abierto hacia el oeste. Sus tripulantes dicen haber recibido una petición de auxilio del Peleus a gran distancia. En el Peleus no pueden comunicarse y la nave se adentra cada vez más y más en la costa de la Perdición.— ¿Por qué? —exigió saber el emperador—. ¿Es tan difícil mantenerse en posición?

—También ha ido allí el segundo buque del Dominio, pero piensan que correrá la misma suerte que el Peleus.

—Vamos a por ellos —dijo Orosius—. No puedo perder buques de esta manera. Orientad el rumbo hacia la posición del Peleus y ordenad al Gato Salvaje que se mantenga alejado de la costa. Explicadle a Sarhaddon lo que estamos haciendo.

—Sí, su majestad.

La pantalla volvió a apagarse pero un instante después volvió a aparecer la silueta del capitán

—Dómine Sarhaddon nos ofrece su ayuda para encontrar a los guardias, aunque nos advierte que el mar aquí es muy traicionero.

—Gracias, aceptaré su colaboración. Voy para allí. —Orosius cortó la conexión y se volvió hacia nosotros—. Quedaos donde estáis. Vuestra charla no os ha servido de nada.

Se marchó sin ceremonias, incluso sin una frase final de despedida.

—Es evidente que su magia no es tan potente como él piensa —subrayó Palatina con adusta satisfacción—. La costa de la Perdición no obedece sus órdenes.

Me asomé por la ventana y observé cómo aparecía la manta del Dominio en nuestro campo visual, a unos cien metros aproximadamente de nuestra aleta de estribor y un poco por debajo de nosotros. No era nada impactante en comparación con el Valdur, pero su poder de fuego podía ser incrementado por los magos. De todos modos, tampoco es que hubiese nadie a punto de disparar ni dispuesto a atacar a la flota imperial en al menos dos mil kilómetros a la redonda.

—¿Tiene sentido intentar matarlo o superar su poder? —le susurré a Ravenna—. De cualquier forma no podríamos hacer nada dentro de una gigantesca nave repleta de guardias imperiales y con esa carroña de oficiales rodeándonos.

—Estaremos en esta manta durante semanas —respondió ella—. En ese tiempo puede suceder cualquier cosa. Entre los tres deberíamos poder encargarnos de la tripulación, aunque quizá la nave no pueda ser recuperada. Y además están los otros.

—¿Apoderarnos por nuestra cuenta del buque insignia imperial? Estás loca.

—No soy yo la que está loca, Cathan. Él está loco. —Ravenna cerró los ojos y respiró profundamente. De pronto me percaté de lo pálida y tensa que estaba—. Está enfermo, demente, y no soporto la idea de estar en su poder ni siquiera durante unas horas más. Pensé que podría, pero nunca me he sentido tan herida en toda mi vida. Tenemos que pensar ahora que no está aquí. El murmullo del reactor, omnipresente en una manta, había sido hasta ese momento casi imperceptible, más bien una leve vibración que podía sentir en la alfombra a través de las rodillas que un sonido audible. Pero entonces comenzó a cobrar la suficiente intensidad para ser oído.

—Vamos a más velocidad —advirtió Palatina—. Creo que ha de tener un doble reactor, pues de otro modo no se entiende que esta inmensa ballena de leños pueda moverse. Debemos de ir a mucha velocidad. Por las ventanas noté cómo aumentaba el golpeteo de las aletas y, un momento después, la manta del Dominio hacía otro tanto. Nos adentrábamos más y más en la costa de la Perdición, en unas aguas traicioneras que engullían buques desde mucho tiempo antes de caer la Revelación, y que seguirían haciéndolo en el futuro.

Pero pese a que teníamos tiempo de hablar hasta la siguiente aparición de Orosius, a ninguno de nosotros se le ocurrió nada.

Sólo teníamos una opción, e implicaba asesinar al emperador.

Ninguno de los tres quería hacer otra cosa. Quizá con su muerte seríamos incluso capaces de revertir el edicto thetiano, pero antes había que pensar un modo de matarlo, emplear una técnica que
fuese incapaz de resistir con el gran poder de su magia.

Sabíamos que estábamos planeando un asesinato, que además implicaba alta traición, pero ya no nos importaba en absoluto. Quizá Orosius fuese mi hermano de sangre, pero por entonces lo odiaba más de lo que detestaba al Dominio. Lo odiaba por lo que me había hecho, por lo que le había hecho a Palatina, por lo que le haría a Thetia… y, sobre todo, por lo que le había hecho a Ravenna.

Pero persistía la realidad de que Orosius era más poderoso que cualquiera de nosotros tres por separado, o que de los tres juntos, y que lo único que tenía que hacer para inutilizar nuestra magia era separarnos físicamente. A menos que consiguiésemos atraer su atención primero, deshaciéndonos de los brazaletes que bloqueaban nuestra magia. Ravenna no estaba convencida de que lo lográramos.

Transcurrieron los minutos, cada uno más tenso que el anterior mientras esperábamos oír los pasos de Orosius junto a la puerta. Pero el Valdur no aminoró la marcha ni se detuvo, y se alejó de las aguas seguras del canal. La manta del Dominio iba a su lado como un garito siguiendo a su madre. Pese a las enormes dimensiones del buque insignia, empezamos a sentir inestabilidad en su movimiento, un cierto balanceo acercándose y alejándose de la otra nave, que parecía luchar por seguirle el paso pero que se iba quedando progresivamente atrás. —La nave del Dominio nos perderá muy pronto— señaló Palatina interrumpiendo la conversación. —Ahora mismo ya casi no la veo.

—No es bastante grande —añadió Ravenna—. Tampoco debe de serlo la nave perdida, a menos que se trate de otro crucero de combate.

—Creo que Orosius supone que el Peleus sigue por allí, porque si no, no seguiría entrando en estas aguas.

Estiré la cabeza todo lo que pude, intentando distinguir en la oscuridad la borrosa silueta de la otra manta, que ahora sólo era visible por los pequeños puntos luminosos de sus portillas. Seguí mirando, y no pasaron muchos minutos hasta que esas luces también desaparecieron y no quedó nada con excepción de un leve color rojizo que llamó nuestra atención.

—¿A qué se debe ese color rojo? —preguntó Palatina, intrigada—. Antes no había ningún color rojo. Parece que esté a unos seis kilómetros de distancia. ¿Por qué lo vemos ahora?

—No lo sé.

Un instante más tarde VI que Ravenna parecía desesperada. El brillo seguía ahí fuera, rojo sobre negro, pero apenas era visible. —¡Cathan, desátame! ¡Rápido!

—¿Por qué?

—¡No preguntes, hazlo! ¡Te lo ruego, tenemos apenas unos segundos!

Retrocedí, sacudiendo la cabeza para vencer un mareo repentino, y me concentré en las cuerdas que la ataban. Orosius las había anudado con fuerza y ella no hubiese podido soltarse por sí sola, pero yo podía ver lo que hacía. Encontré el nudo y me puse manos a la obra, más frenética que razonablemente. —¿Qué está sucediendo?— pregunté mientras maldecía mis propios dedos por ser demasiado torpes cuando más los necesitaba.

—Magia del Fuego. Muy potente. Están haciendo algo. ¡Vamos, date prisa!

Por fin conseguí aflojar el nudo y le quité a Ravenna las ataduras tan pronto como pude, dejando con delicadeza sus manos a cada lado. Ella se tambaleó, pero Palatina evitó que cayese hacia adelante. Ravenna gritó de dolor mientras la sangre corría por sus brazos.

—¡Cathan, enlacemos nuestras mentes! ¡Ahora! Me volví y cogí las manos de Ravenna mientras Palatina la mantenía en equilibrio. Entonces me vacié de todo pensamiento. Había en mi mente un muro impuesto por el brazalete, un brazalete similar a otro que ya había visto, el que había nublado la mente de Palatina hasta hacerle perder la memoria. Ravenna se aferró a mis manos con tanta fuerza que me hizo daño, pero eso bastó para recordarme qué era lo que intentaba hacer, y de pronto todo se abrió, la barrera se disolvió y estuvimos ambos allí, una conciencia dual flotando en el vacío.

«Destruyamos los brazaletes». Establecimos contacto y sentí que nuestras mentes se hacían una por una ínfima fracción de segundo, observándonos mutuamente desde afuera, formas grises en una negrura absoluta. Primero abrimos mi brazalete, luego el suyo, y vimos cómo caían al suelo. Sólo entonces pude ver las cicatrices internas cubriendo todo el cuerpo de Ravenna, negras y blanquecinas contra el fondo gris insustancial. El dolor de sus manos me pareció entonces insignificante.

Mi propia ira nos separó, rompiendo el lazo de forma abrupta cuando volví a abrir los ojos y grité el nombre del emperador buscándolo a mi alrededor. Absorbí el poder de todas las sombras que me rodeaban y lo lancé contra la puerta de la sala, que se desintegró en medio de una nube negra.

—No desperdicies tu fuerza, te lo suplico —me pidió Ravenna, todavía de rodillas donde yo la había dejado. Yo mismo no recordaba haberme puesto de pie.

—¡Que Thetis nos proteja! —suspiró Palatina con los ojos fijos en las ventanas.

Me volví y VI cómo una bola de fuego recorría las aguas. Las burbujas se disparaban en todos los sentidos, dirigidas justo hacia debajo del Valdur. Un dolor inconmensurable invadió mi cabeza, un dolor que ya sabía que tenía que ignorar si deseaba que sobreviviésemos. —¡Colocaos debajo de algo!— vociferé. Cogí entonces a Ravenna y casi la arrojé bajo la mesa, colocándome a su lado mientras Palatina, sabiendo qué quería decir, se refugiaba bajo el sofá. Me golpeé una muñeca y una pierna, y procuré ignorar el dolor agudo que me atormentaba el cráneo. Por fortuna, Ravenna y yo éramos lo bastante delgados para que cupiéramos los dos debajo de la mesa. Ni tuve tiempo siquiera para formular una plegaria pidiendo que el Valdur resistiese. En seguida sentimos un violento golpe de martillo y fuimos lanzados hacia arriba contra la mesa. Mientras los conductos de éter de la pared explotaban con un revuelo de chispas y se apagaban todas las luces, noté que la manta ascendía y oí un grito de dolor de Ravenna.