CAPÍTULO XXXII

La puerta se cerró con violencia detrás de mí y caí inerte contra ella, incapaz de hacer o decir nada, paralizado no por ninguna magia o veneno sino por la más absoluta e impactante sorpresa. Una sorpresa que en unos segundos se volvió desesperación cuando la figura echó atrás la capucha y VI sus rasgos claramente a la luz. Me miró fijamente por un instante, con una ligera sonrisa en los labios, luego dio unos pasos hacia adelante, cogió una de mis muñecas y deslizó por ella una pulsera, que cerró antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar.

—Mis disculpas, hermano —dijo—, pero no me gustan demasiado las sombras.

Sus palabras me sacaron de mi parálisis y bajé los ojos hacia el brazalete de plata, decorado con piedras parecidas a azabaches. Mi visión de la Sombra había desaparecido, y por mucho que lo vintenté, no conseguí recuperarla. Existía una barrera en mi mente similar a la que me había aplicado el mago mental, aunque con sutiles diferencias.

—Te has lucido al llegar tan lejos. No es que dudase de ti con semejante incentivo.

—¿Cómo…?

—Espera un segundo. —Alzó la mano derecha y la apuntó hacia mí—. ¡No! —grité con desesperación—. Una precaución. Me temo que no confio en ti, algo que al parecer comparto con mucha gente.

El dolor me tiró al suelo tan pronto como mis piernas cedieron, y me desplomé mientras mi grito era apagado por una ráfaga de truenos. Su magia me recorrió por dentro del mismo modo que en la ocasión anterior, despojándome de todo control sobre mi propio cuerpo y dándome la sensación de que mis músculos se rompían.

Afortunadamente, se detuvo pronto, y yo me quedé aspirando bocanadas de aire que me producían un dolor intenso. Conservaba el suficiente sentido para mover las manos, pero el efecto bastaba para convertirme en un inválido.

—Todavía no puedes defenderte de mí. Pensé que en esta ocasión estarías preparado. No es que eso te hubiese sido de mucha ayuda, por supuesto. —Me. dio la espalda y se acercó a mirar por la ventana—. Hermosa vista, ¿no es cierto? Los imponentes acantilados, el mar, alguien prisionero en un castillo… un buen tema para una ópera, aunque ningún compositor podría imaginar nada tan bello como esto.

Se volvió de pronto y mis ojos lo siguieron hasta la cama, con las mantas y almohadas amontonadas.

—O esto —dijo cogiendo una sábana y apartándola en un único y fluido movimiento.

No eran almohadas.

—Tus instintos no te han engañado, hermano. Sólo tu ingenuidad y tu juicio.

Se inclinó ante ella, tapándola por un momento. Luego regresó a la ventana.

—Reunidos al fin —afirmó.

Noté la furia en los ojos de Ravenna cuando lo miraba, jadeando al respirar. Orosius debió de tenerla amordazada hasta que yo entré, así atada y oculta bajo una manta no había podido alertarme. Presa del dolor, no dije nada, ni siquiera cuando ella me miró. Nuestros ojos se cruzaron con incomodidad por un momento y noté una extraña expresión en su rostro.

—¿Ninguna palabra de amor? —preguntó el emperador con tono de sorpresa—. Incluso yo podría haberlo hecho mejor. ¿O quizá se debe a que estoy aquí y preferiríais estar solos?

—Arruinas el mundo con tu sola existencia —respondió Ravenna, iracunda—. No tiene importancia donde estés. —Pensé que a quien odiabas era al Dominio— comentó Orosius aparentando inquietud. —¿O acaso tienes odio suficiente para todos, para los nobles de tu propia tierra que te han vigilado y protegido, los líderes de la herejía que te adoctrinaron para ser faraona, la gente que haría realidad tu sueño sólo como parte de sus propias metas?

—Y tú guardas tu odio para los que conoces pero prefieres ver como extraños —replicó ella de inmediato—. Tu prima, tu hermano, los más cercanos a ti.

—Los que pretenden destruirme —subrayó Orosius—. Cathan y Palatina han planeado asesinarme. ¿Es eso propio de familiares o de enemigos?

Ravenna no respondió.

—La vida es caprichosa, ¿verdad? —prosiguió Orosius—. Incluso los planes mejor trazados pueden acabar en la nada. Allá por los tiempos del Antiguo imperio, vosotros dos habríais sido mis más poderosos vasallos. La faraona de Qalathar, el jerarca de Sanction. Los tres habríamos sido capaces de cambiar el mundo si hubiese sido nuestro deseo. Sin embargo, ninguno de vosotros ha ceñido su corona y erráis por el mundo como vagabundos, llevados por los planes de otras personas, utilizados como títeres por una u otra facción. Títeres. Estáis tan desesperados que incluso esa gente insignificante puede moveros según su voluntad.

—¿Tienes idea de lo absurdo que suena todo eso? —interrumpió Ravenna—. ¿Tú hablando de gente insignificante} ¿Un emperador insignificante, cuyo nombre no se menciona sino para burlarse de él?

—Ni aun siendo la más importante de mis súbditos podría disculpar esas palabras —subrayó Orosius—, pero no tengo tiempo para discutir. El tiempo de esta isla y sus disidentes ha llegado a su fin. Y eso también es una muestra patética: tras veinticuatro años de estar ocupados por el Dominio no consiguen reunir a más de siete personas para rescatar a la faraona. ¡Y tres ni siquiera son qalatharis! Ravenna, tu decadente pueblo ha venido aquí esta noche para salvarte de las garras del fallecido y nada llorado presidente del clan Kalessos. Pero ¿se trata acaso de un ejército de qalatharis coreando tu nombre, siguiendo un plan propio? No, sólo son dos thetianos, un ciudadano de Mons Ferranis y cuatro de tus conciudadanos los que han llegado hasta aquí. Y ni siquiera fue idea suya, sino de mi prima y mi hermano. —¿Y qué es lo que harás ahora?— pregunté, sabiendo que fuera cual fuese su respuesta habíamos vuelto a fallar, y esta vez sin salvación posible.

—Dejaré que vosotros lo adivinéis. Por supuesto que no morirá ninguno de vosotros. Asesinar a las únicas personas del Archipiélago con alguna iniciativa sería un desperdicio y, además, mataros eliminaría buena parte de las satisfacciones de la vida. Hay gente que nos espera abajo, hermano, ¿es preciso que te ate o serás capaz por una vez de aceptar lo inevitable? Mi gente se basta y se sobra para manejaros, y en este momento vuestros amigos deben de estar desarmados y bajo custodia.

—Iré —dije, intentando incorporarme sin éxito. El emperador bajó la mirada, sonriente, y luego me tendió una mano. La observé por un momento y luego la cogí, topándome con carne bien sólida, en absoluto una ilusión—. No soy una proyección esta vez —comentó abriendo la puerta. Dos hombres salieron de la habitación opuesta, con armaduras de oro a medida y capas azules de la realeza. Iban cubiertos con cascos de tritón. En la semipenumbra conseguí distinguir el símbolo IX en sus antifaces. Pertenecían por lo tanto a la Novena Legión, es decir, a la guardia imperial. ¿Cómo habían llegado allí? Tenían que haber estado en el castillo antes de llegar Alidrisi—. Desata los pies de la chica y tráela —ordenó Orosius, ayudándome a cruzar el portal con una apariencia de perfecta cortesía. Los guardias debían de saber cómo era en realidad.

La chica. Ravenna era sólo seis meses más joven que nosotros dos.

Cada paso a lo largo del pasillo y en la escalera me producía terribles dolores, y Orosius no hizo ningún esfuerzo por evitar que me derrumbase o, tras la primera caída, prevenir la próxima. El emperador no llevaba armadura, apenas una túnica blanca y pantalones debajo de esa pesada capa color añil que había utilizado para engañarme durante un momento.

Nos condujo a través de la sala circular, y descendimos por el pasillo que conducía al frente. No había señal de sirvientes ni de ninguna de las personas con las que me había topado antes. Cruzamos el corredor donde habían estado cenando los guardias imperiales, supuse, y salimos a la tormenta.

Estábamos de pie en la terraza situada bajo la habitación de Ravenna, de cara al mar. Y en la esquina más lejana pudimos ver cómo Mauriz, Telesta y los cuatro guardias apuntaban con sus arcos a Palatina y los demás. De modo que así se había enterado Orosius. Habíamos sido traicionados. La capucha de Palatina estaba echada hacia atrás, pero no se había molestado en volver a ponérsela. Estaba quieta, abatida, bajo la lluvia.

Orosius elevó las manos en un gesto dramático. Entonces cesó la lluvia, que se convirtió en una cortina de agua que caía por los bordes de la terraza. —Aquí estamos por fin— dijo Orosius. Los guardias imperiales sostenían antorchas en los accesos a la terraza. Entre ellos estaban los dos que habían estado custodiando en el primer piso a Ravenna, que seguían con las manos atadas.

—¡Prima Palatina, cuánto tiempo sin vernos!

—Nunca es bastante, Orosius —respondió ella, alzando la cabeza empapada para clavarle la mirada. Había en sus ojos un sufrimiento tan profundo que parecía a punto de desmoronarse. Pero mantuvo la compostura—. ¿Les ofreciste salvar la vida a cambio de traicionarnos?

Observé a Mauriz y Telesta, pero ambos se tapaban la cara con la capucha. Comprendí entonces por qué Mauriz había sido tan astuto: sabía lo que estaba haciendo, sin duda sabía desde el principio dónde estaba el castillo. Y nosotros habíamos confiado en él. De hecho, con su recurso de la flecha ardiente nuestros últimos resquemores habían desaparecido. ¿Acaso sabía el emperador el sitio exacto por el que yo escalaría para llegar allí? —Les ofrecí salvarse a cambio de servir al emperador. Sólo un idiota o un hereje elegiría la muerte cuando tiene la oportunidad de vivir bien. Ése es el problema que tenéis vosotros: estáis dispuestos a morir por esa falsa fe vuestra, pero no a vivir. Orosius hizo un sutil gesto con las manos y los guardias empujaron a Ravenna hacia adelante.

—Aquí está vuestra faraona, a quien esperáis desde hace tantos años. Por ser los únicos habitantes del Archipiélago decididos a hacer un esfuerzo por recuperarla, aparte de lo patético de ese esfuerzo, merecéis verla. Y también merecéis echar un último vistazo a vuestra patria antes de que dejéis sus costas para siempre. Movió entonces un brazo y de pronto se abrieron las nubes, que dejaron ver el cielo, las montañas y el mar. —Recordad todo esto, apreciadlo— añadió. —Tú también, Ravenna. Contempla tu auténtico hogar más allá de las aguas. Incluso ahora se esconden de ti. ¿Crees que vendrán a rescatarte? ¡No lo harán! Tehama, como el resto del Archipiélago, ha vivido sus días de gloria. Hace un millar de años fue la época dorada del Archipiélago, pero por desgracia vives en el presente. Existe sólo un dios, una única autoridad religiosa en su mundo, y deberás obedecerla. Quizá creas que el tiempo de gloria de Thetia también ha pasado, pero en eso te equivocas. Palatina, Mauriz, Telesta, os honraré informándoos los primeros: de ahora en adelante haremos cumplir la verdadera fe en todos los sitios donde ha estado ausente durante tanto tiempo, allí donde su ausencia ha corrompido las almas y permitido que os criéis débiles y pervertidos.

Mi nuevo decreto traerá la pureza; purificaré el imperio de todos los males que lo vienen contaminando desde hace tanto tiempo. La Inquisición le dará nueva vida: pondrá fin a las orgías y banquetes, ¡a todas las cosas por las que somos despreciados! ¿No es eso lo que siempre has detestado de Thetia, Palatina? —preguntó Orosius con embelesamiento, como un idealista o un visionario explicando el sueño de su vida—. Veréis el cambio con vuestros propios ojos, seréis testigos del fin de la indolencia y la decadencia, la ruina de varios siglos, los que hacen que mi tierra sea pasto de las burlas… desaparecerán. Acabarán las herejías allí y en el extranjero. ¿No es así, Sarhaddon? No me volví, pues sabía que tras la cabalgata, la escalada y la magia que Orosius había aplicado sobre mí, me haría muy difícil reunir la fuerza o la estabilidad para hacerlo, pero no me sorprendió en absoluto. Nuestros caminos estaban entrelazados de tal manera que Sarhaddon siempre aparecía en mis momentos de derrota. Y allí estaba otra vez, flanqueado por seis sacri y dos magos. Parecía poca cosa, casi frágil con su hábito blanco y rojo, ensombrecido por la presencia de los velados sacri, el esplendor de la guardia imperial y la notable presencia del emperador. Pero, aun así, Sarhaddon era imposible de ignorar.

—Una rastrillada —intervino Sarhaddon dejando la compañía de los sacri para ir a situarse junto al triunfante emperador—. Una que ni siquiera vuestras sagradas ciudadelas conseguirán resistir. Ya se están haciendo purgas en Océanus, donde el rey limpia sus clanes de cualquier mal. Un rey que está haciendo cuanto puede por convertir su tierra en un sitio completamente puro. Ahora que tenéis un emperador de la verdadera fe, el mal contra el que hemos luchado durante tanto tiempo será por fin eliminado.

Hizo entonces la señal de la llama ardiente ante el emperador y Orosius inclinó la cabeza en reconocimiento.

—¿Y qué es lo que obtendréis de este pacto con el demonio? —preguntó Palatina sin rodeos.

—Una verdadera fe, un verdadero imperio, y a vosotros —sonrió Orosius—. Por decisión mía y del inquisidor general, todos vosotros habéis sido condenados a muerte en Aquasilva. Pero conmutaré esa pena. No habrá restauración en el trono de la faraona. Todos vosotros, incluida ella, me pertenecéis ahora. Mañana por la mañana, Ravenna pronunciará su discurso de abdicación en Tandaris, cuando yo anuncie el nombramiento de un virrey que trabaje para mí y no para sí mismo. Pero ya hemos esperado demasiado. Sarhaddon, ¿tienes ya todo lo que has venido a buscar?

—Sí —afirmó él—. Pero te pido un momento antes de que separemos nuestros caminos.

—Por supuesto.

Sarhaddon avanzó hasta estar frente a mí. —Sólo soy un siervo de la verdadera fe— sostuvo con voz suave. —No toleraré herejías de ningún tipo. Es mi deber limpiar el mundo de ellas y de cuanto traen consigo. Ranthas os dará su propio castigo, pero yo no creo que exista nada más apropiado que ponerte a cargo del hermano que representa todo lo que tú deberías ser. Lamento de veras que hayas despreciado tu oportunidad de redención, pero, como* lo has hecho, me complace que sufras a manos de quien es un legítimo siervo de Ranthas. ¡Ah, y yo en persona me encargaré de que tu familia de Lepidor conozca los detalles de tu sufrimiento! Aunque la información no sea exactamente la correcta, pues les diré que has muerto.

Volvió a darme la espalda.

—Su majestad, nuestra misión sagrada ha llegado a su fin por esta noche. Si embarcas primero, yo te seguiré.

—Muchas gracias, Sarhaddon —respondió el emperador—. Trae a los prisioneros. Nos vamos.

Dos guardias imperiales abrieron una enorme y pesada puerta al fondo de la terraza y la luz entró desde un pasillo interior. El emperador encabezó la comitiva, mientras que dos guardias me cogieron o, mejor dicho, me arrastraron. Eso fue doloroso, pero quizá no tanto como lo hubiese sido caminar. El corredor era amplio, estaba bien iluminado y recorría una corta distancia a través de lo que parecía roca hasta llegar a un espacio abierto con maquinaria y una gran plataforma con un complicado mecanismo de cadenas corriendo por el centro.

¿Para qué habían construido un ascensor allí?, pensé mientras me empujaban hacia la plataforma y me cogían para sostenerme de pie. El elevador tenía capacidad para llevar a doce de nosotros, de modo que algunos de los prisioneros, la gente de Sarhaddon y los guardias restantes esperaron a un segundo viaje.

Entonces comenzó el descenso por un hueco con paredes de piedra a pocos milímetros del ascensor. Descendimos y descendimos hasta que el extremo superior del hueco pareció apenas un punto de luz. Ahora el rugido de las olas podía oírse muy cerca. La roca estaba mojada allí, cubierta de algas, y el aire cargado de humedad. Nadie dijo una palabra; el único sonido, aparte del mar, era el rechinar del mecanismo al extenderse cada eslabón de la cadena. Por fin el elevador se detuvo en una puerta situada en uno de los lados del hueco, conectada con una enorme caverna que me recordó aquella de Ral’Tumar donde Mauriz y Telesta nos habían disfrazado. ¡Qué inútil había resultado todo! Y ahora el hombre que hacía pocas horas hablaba a Palatina con nostalgia sobre su hogar y compartía su odio por el emperador, el que me había secuestrado para derrocarlo, nos había traicionado por el mismo Orosius. En un embarcadero había amarradas dos rayas, una de ellas tan grande como el mismo muelle donde estaba. Su superficie era lisa y carecía de las marcas típicas producidas por el mar. En el techo llevaba la aleta del delfín imperial. Nos condujeron hacia allí mientras el ascensor volvía a subir.

—¿Puedo caminar por mis propios medios? —le pregunté a Orosius antes de que los guardias volviesen a levantarme.

—Si eres lo bastante fuerte… —dijo él haciéndoles una señal. Me tambaleé un poco, pero VI la expresión del emperador e hice todo lo posible por no derrumbarme agarrándome al borde de la escotilla.

—Cathan no es más débil que tú, monstruo —espetó Ravenna.

—Entonces permitid que también ella camine por sí sola —respondió Orosius, condescendiente—. Seguidme.

Era un interior palaciego, con una escalera que conducía a una primera planta y una cabina para el piloto tan grande como un puente de mandos, donde nos condujeron. Tenía hueras de asientos tapizados con la insignia del delfín en los respaldos. En el centro había sillones más espaciosos y de madera tallada, en uno de los cuales se sentó el emperador.

—¿Todavía puedo confiar en ti? —me dijo Orosius mientras señalaba uno de los asientos detrás de él.

—No sé para qué —respondí—. ¿No puedes confiar en Ravenna también? ¿O consideras que ella es tan peligrosa que temes desatarla en presencia de una docena de legionarios armados? —Prefiero dejarla como está.

—Le di una patada en el estómago, ése es el motivo —comentó

Ravenna, desafiante. —Hará de eso unas cuatro horas, así que a su bondadoso modo todavía se toma la revancha.

Ella tomó asiento a mi lado, aunque con las manos atadas a la espalda no pudo hacerlo cómodamente.

—Bien hecho —dijo Palatina—. Orosius, no me parecía en absoluto que fueses a echarte atrás otra vez, pero es evidente que me equivocaba. ¿Es esa patada la excusa para su condena a muerte? —Dejad de hablar de una vez— dijo el emperador con voz quebradiza. —No tenéis inmunidad, seáis o no miembros de mi familia. Me sentí totalmente vacío sentado en la cabina imperial y esperando a que el resto de la escolta de Orosius apareciese para cerrar la escotilla. Las cosas se habían estropeado demasiado de prisa para que mi mente las asimilase. Fuese lo que fuese lo que el emperador pensaba hacer conmigo y con todos nosotros, estábamos vivos y seguiríamos estándolo. A menos que también ésa fuese una promesa falsa, como bien podía ser el caso: conducirnos a Selerian Alastre, juzgarnos allí y ejecutarnos como opositores de sus nuevas leyes.

Los otros llegaron en seguida, y guardias y prisioneros ocuparon el resto de los asientos después de que alguien abrió la puerta. Oí el sonido de la escotilla al cerrarse y el débil rumor del reactor poniéndose en marcha. Frente a nosotros, Orosius tenía una buena visión de las ventanillas delanteras y, aunque tapaba la mía de forma parcial, podía ver lo suficiente para apreciar cómo la raya del Dominio, con Sarhaddon a bordo, zarpaba a nuestro lado, alejándose del muelle. Tamanes había dicho que no se podía navegar por allí en invierno, pero incluso así el emperador y Sarhaddon habían llegado con sus naves y no parecían esperar problemas en el camino de regreso. ¿Cuántas cosas sabían que nosotros ignorábamos? Cuando el agua cubrió las ventanillas y la cueva se perdió de vista, dejé de mirar hacia allí. Por el cristal frontal de la nave no podía distinguirse más que oscuridad. Navegábamos bajo los acantilados de la costa de la Perdición.

Entonces, por primera vez, exceptuando aquel fugaz instante en la habitación, reuní coraje para mirar a Ravenna. También ella estaba dolorida, mucho más de lo que hubiese aceptado. No se percibía el menor rastro de derrota o desesperación en su rostro, sólo orgullo y furia contenida en sus oscuros ojos marrones. Y noté también que me miraba sonriendo con tristeza. Mantuve su mirada y me las compuse para sonreír débilmente, lo que me hizo olvidar por un instante el resto de la cabina, la presencia del emperador y todo lo que habíamos pasado. Por una vez, no había entre nosotros ningún secreto.

Ravenna bajó la cabeza sutilmente y miró con insistencia mi muñeca izquierda, donde el emperador me había colocado el brazalete. A continuación giró los ojos una y otra vez, como si intentase mirar su propia espalda. Observé sus manos y noté entonces que movía una de sus muñecas entre las cuerdas, lo suficiente para cruzar los pulgares y descruzarlos poco después.

Me mordí el labio intentando contener cualquier expresión en mi rostro que delatara que había comprendido lo que quería decir. Pese a todo su poder, seguía habiendo cosas que el emperador ignoraba. Por un rato evité mirar a Ravenna, aunque fuera no había nada para ver excepto oscuridad. No podía distinguir los controles de éter en el puente de mando para saber en qué dirección navegábamos, pero era probable que fuésemos hacia la ensenada para reunirnos con varias mantas. Por lo menos dos: una del Dominio y otra imperial, y quizá también escoltas imperiales. Se suponía que nuestro viaje era secreto, pero dudé que el emperador se atreviese a navegar sin escolta.

¿Cómo lo habrían logrado? Las naves debían de estar esperando en algún punto de la costa de la Perdición. Por lo que yo sabía el clima submarino era idéntico al de la superficie. De acuerdo con Tamanes, nadie estaba seguro de los motivos por los que el mar era tan traicionero allí, pero las corrientes resultaban impredecibles y muy fuertes, imposibles de prever, lo que las convertía en una pesadilla para los marinos. Tan fuertes podían ser que no era difícil que destruyeran mantas, por lo general dotadas de mucha fuerza para empujar en un medio que oponía resistencia, pero que podían quebrarse bajo corrientes muy violentas y caóticas que golpeasen desde diversos puntos. Corrientes muy distintas de las del océano, de una única dirección.

—¿Cómo llegaba tu gente a la costa de la Perdición antigua—

Mente? —le murmuré a Ravenna poco más tarde. Debían de haber unos dieciséis kilómetros desde el frente del valle Matrodo hasta la boca de la ensenada, así que todavía nos quedaba un buen rato a bordo. ¿O acaso nos esperaba otro buque? Si Tamanes había hablado con buen juicio, el piloto debía de ser genial conduciendo un buque inmenso, pues cuanto más pequeño, más vulnerable resultaba. La hipotética manta del emperador estaría esperando en algún lugar fuera de la ensenada.

—Buenos pilotos —respondió Ravenna sin pretender conocer el motivo de mi pregunta—. Y además había un canal seguro, que todos los demás creían bloqueado. Ignoraba cómo había descubierto el emperador ese secreto, pero sospeché que habría obligado a Ravenna a contárselo antes de mi llegada, o quizá se lo dijera Alidrisi.

Conversamos en calma durante un rato, un gesto de desafío y distracción que sin duda Orosius esperaba que sucediese. Luego nos amenazó y nos mantuvimos en silencio. No tenía sentido seguir provocándolo. Esa noche parecía muy nervioso, mucho más de lo que lo había visto en nuestros encuentros previos, y tenía todo el aspecto de estar a punto de perder la paciencia. Si él no hubiese creído que estábamos totalmente en su poder, toda su calma se habría desvanecido de inmediato. —El Valdur está a la vista, su majestad—. Era la voz de un navegante tras largos minutos de silencio. Nadie salvo nosotros dos había dicho palabra, y tampoco había nadie con quien el emperador pudiese hablar salvo con sus prisioneros, que, por el momento, estábamos por debajo de su dignidad. —Y el Horno. Seguramente el segundo sería el buque de Sarhaddon. —Bien, comprueba su situación.

—En seguida, su majestad. El capitán envía un mensaje urgente. Dice que han perdido contacto con las escoltas del exterior.

Orosius se puso de pie y avanzó hacia el intercomunicador. —¿Qué es eso?— preguntó, y se oyó otra débil voz desde una invisible pantalla. —¿Que el tiempo ha empeorado? Ordené que mantuvieran la posición, sin importar lo que… Ya sé que esta costa es peligrosa… Bien, pues seguid intentándolo. ¡Idiotas! —añadió. Regresó a su asiento sin mirarnos a ninguno, y sentí pena por el capitán. ¿Había ordenado dejar escoltas fuera, en la costa de la Perdición? ¿Tan desalmado era? No pude ver el Valdur hasta que estuvimos justo encima de él, una enorme masa con luces en los costados, que se materializó de pronto desde las tinieblas. ¿Tendría una, dos… cuatro cubiertas? ¡Por todos los Elementos, era gigantesco! Y cuando descendimos, a la claridad de sus luces de éter, me pareció que su longitud era infinita. Había pensado que el Estrella Sombría, con sus tres cubiertas, era grandioso, pero esta nave era más grande de lo que hubiese creído posible. Nos detuvimos y comenzamos a subir a la superficie. VI primero el extremo del muelle y luego los lados a medida que el buque se aproximaba con cuidado para atracar. También el embarcadero era muy grande, pensé mientras miraba las luces brillantes e inmaculadas y los muros pintados con la aleta del delfín imperial. La raya se estremeció cuando hicimos contacto, y oí un siseo proveniente del exterior, el golpeteo de las grúas de conexión y el ruido de una puerta que se cerraba de forma más silenciosa de lo habitual. Dos marinos con pulcros uniformes negros aparecieron desde el puente y abrieron la escotilla. Estábamos demasiado arriba para ver si había una comitiva de bienvenida, pero dudé mucho que la hubiese.

—Traedlos —ordenó Orosius poniéndose de pie—. Como antes.

Luego desapareció por la escotilla y oí las estridentes notas de la llamada de abordaje.

El líder de los guardias, con la aleta blanca en el casco, hizo un gesto con impaciencia y sus hombres nos hicieron levantar de los asientos. Me alegró incorporarme pues tenía la ropa todavía mojada y había humedecido la tapicería, haciéndola muy incómoda. Ravenna se puso de pie con seguridad y yo la seguí fuera de la cabina y luego descendiendo la escalerilla. Había allí unos cuatro oficiales y marineros todos vestidos de negro, no del azul de la armada real, y otros dos hablaban con Orosius, un capitán y un almirante, a juzgar por las estrellas de sus hombros.

—¿Cómo es posible que todavía no haya comunicación? —preguntaba el emperador, aunque no con ira, todavía no. Sonaba más desconcertado que inquieto—. Tendrían que haber podido mantenerse en su sitio con la protección que le di al casco de la nave.

—Existe sólo un estrecho espacio de aguas seguras —dijo el almirante—. Si se marcharon por alguna razón, por ejemplo respondiendo a una petición de ayuda, les llevará tiempo regresar a contracorriente.

—Aquí no hay nadie que pueda pedir ayuda. Estaré en el puente de mando —anunció, y comenzó a caminar en dirección a la puerta, pero luego se detuvo para dirigirse al jefe de los guardias—. Tribuno, asegúrese de que la brigada custodie a los prisioneros, a todos excepto a estos tres, que deben quedarse en mi cabina, aún tengo asuntos inconclusos que resolver con ellos. Mauriz y Telesta me acompañarán.

Frunció el ceño, me señaló con una mano y sentí un hormigueo en la piel. Entonces noté que salía vapor de mi ropa y, cuando cesó, estaba seco de nuevo. —Sí, su majestad— contestó el tribuno mientras el emperador se marchaba. —Decurión, coge a estos tres y cumple con lo que el emperador ha ordenado. Que todos los demás vuelvan a sus tareas habituales. Vosotros tres —dijo señalándonos a Palatina, a Ravenna y a mí—, seguidme.

No me gustó el tono de voz del emperador al decir «asuntos inconclusos», pero no podía hacer nada al respecto. Seguimos al tribuno hacia un amplio pasillo de techos altos. En una manta ordinaria, ésa habría sido la bodega de carga, pero aquí parecía usarse para almacenar los equipajes del emperador y guardar armamento extra. Es decir que el Valdur tenía cinco cubiertas y no cuatro. Las paredes estaban pintadas y el suelo cubierto de las mismas alfombras que el resto de las mantas (para facilitar el desplazamiento), que en este caso eran de color carmesí. De las paredes colgaban estandartes de seda, y supuse que por ahí se conducía a los huéspedes a bordo.

Al llegar al fondo ascendimos una escalerilla con barandilla que llevaba a una sala circular desagradablemente parecida a la del castillo, aunque en este caso decorada según el estilo thetiano. Seguimos subiendo, ahora rodeando los lados del círculo hasta que entramos en un espacio verdaderamente enorme. Me sorprendió la lujosa decoración, el detalle de las tallas de madera e incluso la imitación de mosaicos del suelo. Cuando pasamos por el puente de mando, le eché una mirada, sólo para percatarme de que existía otro espacio algo más pequeño, con camarotes, entre nosotros y el puente; las ventanas frontales que pude distinguir debían de medir unos veinte metros de largo. —Éste es el buque insignia imperial— informó el tribuno como si le hablase a un grupo de atemorizados jefes de tribu. —La manta más grande del mundo. ¿Qué esperabais?

Aunque él no lo supiese, el Aeón era mucho más grande que el Valdur. Pero eso no impidió que yo admirase el interior del buque, que, sin embargo, era para mí una prisión.

Atravesamos más salas espléndidas subiendo una nueva planta, donde quizá atendían a los huéspedes. Las dependencias del emperador se encontraban en la cubierta superior, en la que un candelabro firmemente ajustado colgaba de un techo de cristal transparente.

Dos guardias situados ante unas puertas dobles se pusieron firmes al oír los pasos del tribuno y procedieron a abrirlas. —¿No se priva de nada, verdad?— comentó Palatina contemplando las alfombras azules, los murales thetianos y el techo abovedado del interior. —Es el emperador— respondió el tribuno. Un hombre que parecía nervioso, vestido totalmente de negro apareció al otro lado de la puerta.

—Tribuno.

—Estos tres prisioneros deben esperar en la sala de recepción y permanecer solos.

—Bien. Al emperador no le gustará ver barro en sus finas alfombras.

Como una prevención extraordinaria, supuse, se nos condujo descalzos a una enorme habitación rodeada de ventanas, cuyo suelo estaba cubierto de gruesas alfombras tejidas a mano. Parecía más un palacio que un buque, pensé mirando las sillas y los sofás, el pequeño mueble bar y la mesa recubierta de marfil al fondo. El tribuno hizo que nos arrodillásemos.

—No os mováis —nos dijo, deteniéndose junto a la puerta antes de salir—. El emperador pronto se ocupará de vosotros. —Y se marchó cerrando tras él.