Retrocedimos un poco hasta la cima más cercana, fuera de la vista de cualquiera que vigilase en la roca. No pensé que hubiese nadie allí, pues incluso si estuviesen secos y a salvo de la lluvia, los continuos rayos no dejarían ver nada en el valle. Nosotros habíamos soportado sus peores efectos pues de todos modos estábamos obligados a fijar la mirada en el camino y, después de un rato dañaban la vista. ¿Y quién sería capaz de ir tras Alidrisi con semejante tiempo?
—Aquí estamos —dijo Palatina—. Aunque parezca increíble, lo hemos logrado. Y ahora, ¿seguimos adelante con el plan original o sencillamente atacamos?
—Deben de tener una salida alternativa para escapar —advirtió Persea—. Si atacamos quizá tengan tiempo de huir.
—No creo que Cathan esté en condiciones de seguir el plan, ni nosotros tampoco —añadió Palatina.
—Lo mejor será que me acerque y contemple la situación con detenimiento —propuse desmontando. Por un momento me sentí extraño, casi mareado, pero la sensación pasó y me alegré al comprobar que estaba demasiado oscuro para que nadie me hubiese visto tambalearme al bajar del caballo—. Si no hay más acceso que el portal principal, que lo dudo, deberemos atacarlos por sorpresa. —¿Cómo entraremos?— preguntó la amiga de Persea. —Si es que lo hacemos.
—Lo haremos estallar —dije—, silenciosamente.
Los dejé y regresé a la cima, donde me agaché detrás de una pequeña roca. Al principio del valle habíamos visto pequeños árboles y hierba, pero a esa altura no crecía nada, el terreno era yermo y desolado. La fuerza del viento era asombrosa, lo bastante potente para tirarme si no me movía con cuidado.
El sendero rodeaba un campo con piedras de distintos tamaños, situado entre uno de los peñascos que albergaban el refugio y yo. Lentamente, con tanta cautela como pude, empecé a descender en esa dirección. Todo estaba húmedo y resbaladizo. Tropecé en dos ocasiones y me corté las manos con unas piedras puntiagudas al intentar mantener el equilibrio. En cierto sentido era peor que el hielo, pues por lo menos éste era plano y nunca quebradizo o afilado. Algunas rocas eran lo bastante grandes para ocultarme detrás, y me desplacé de una a otra lo más de prisa que pude. Era como andar por una playa rocosa, intentando pisar las piedras más planas entre muchas otras puntiagudas como el demonio.
Intenté mantener la mirada baja casi todo el tiempo, pero cada vez que me sorprendía el estallido de un rayo mirando a la izquierda veía el apocalíptico panorama de Tehama y la dolorosa luminosidad del cielo. Roca a roca, paso a paso, me abrí camino con mucho cuidado hacia el risco que ocultaba una cara del escondite. No divisé ninguna abertura en el muro de la construcción, ninguna posible salida lateral, aunque tampoco esperaba que la hubiese. Una salida alternativa apuntaría al otro lado, en la parte posterior del refugio y fuera de la vista desde el valle.
Finalmente llegué al pie del peñasco. Me detuve y me agarré firmemente a él. Luego seguí su contorno tan pegado como pude bajo la continua lluvia. El rugido del oleaje debajo y el acompañamiento de los truenos eran allí todavía más fuertes, al abrigo del viento.
Volví a detenerme cuando me topé con un saliente más o menos a la altura de mi pecho. Observé la superficie de la roca y, en recompensa recibí una gota de agua en pleno ojo. Me la enjugué y di unos pasos atrás para comprobar si era posible escalar el risco. Quizá, pero… Toqué el reborde con una mano enguantada y sentí cómo resbalaban los dedos. No, era demasiado peligroso.
Allí, de momento, estaba fuera del campo visual de cualquier centinela, pero doblando la esquina la cuestión sería muy diferente. El peñasco se inclinaba hacia fuera y acababa por debajo de donde se encontraba con el camino. Cuando lo pasase, tendría una vista perfecta de la entrada principal, pero también podrían verme a mí, pues incluso suponiendo que no hubiese vigilantes en ningún otro sitio, lo más probable era que allí lo hubiera.
Me agaché de nuevo y miré a mi alrededor empleando la visión nocturna. Arriba y delante, a unos ocho metros de distancia, el camino conducía a un muro con un sólido portal, el frente del escondite. He de admitir que no parecía en absoluto una vivienda; la pared corría a lo largo de todo el saliente, con pequeñas aberturas de tanto en tanto para disparar flechas y se perdía de vista en la cara que daba al mar. Medía al menos cuatro metros de alto; era una adecuada estructura defensiva, que se elevaba alrededor del portal. El refugio en sí era mucho más grande de lo que había imaginado, quizá construido sobre un hueco y no sobre un saliente (vi edificaciones con techo de tejas dentro de los muros). Quizá castillo fuese un término más correcto para definirlo. En una esquina se alzaba una torre y sentí que el corazón se me salía del pecho al distinguir débiles luces en algunas ventanas. No me parecía muy alentador. No se podía acceder al portal por el sendero y, delante de mí, había sólo un agujero negro que concluía en la roca sobre la que se había construido la fortificación. Había otro muro en el lado más lejano del camino, que según sospeché serviría para separar éste del precipicio. Y más allá sólo estaba el mar, cientos de metros hacia abajo.
Por lo tanto, si el castillo tenía una salida alternativa, era imposible acceder a ella desde ese valle. ¿Habría en uno de los lados un pasaje o un túnel paralelos al borde del precipicio que condujesen a las montañas a través de algún sendero oculto a la vista desde allí? En ese caso, Alidrisi y su gente podrían escabullirse y perderse en las tinieblas. Se trataba de una edificación lo bastante fuerte para ser defendida con éxito frente a unos cuantos atacantes y, que ante el asalto de un gran ejército, resistiría lo suficiente para dar tiempo de escapar a sus ocupantes. Era perfecta para los fines de Alidrisi.
Me deslicé un poco hacia atrás hasta quedar fuera de la vista de quien vigilase el portal y regresé junto a los demás saltando por el campo pedregoso y cruzando la cima para contarles lo que había descubierto.
—Parece que no tenemos mucha elección —señaló Palatina—. No quiero atacar abiertamente, es demasiado difícil. Tenemos que entrar utilizando la magia, dejar fuera de acción a puede que una docena de guardias en un espacio reducido, detener a Alidrisi para que no huya y luego retener cualquier reacción durante el tiempo suficiente para darnos tiempo a escapar, lo que implica avanzar por el valle en mitad de la noche. Quizá haya heridos entre nosotros, pues sólo tenemos arcos y varas de combate.
—Si esta noche muere alguien, crearemos más problemas que los que resolvamos —opinó Bamalco—. A mí en particular no me agradaría enterrar a ninguno de vosotros, y si matamos a algún hombre de Alidrisi, podría desencadenarse una guerra civil entre clanes. —Eso sucederá de todos modos— repuso el explorador. —Para Alidrisi será un asunto de honor recuperar a la faraona y encargarse de nosotros de paso. —¿Estás seguro de que no hay manera de escalar ninguno de esos riscos?— preguntó Palatina. —Si es demasiado peligroso, es decir… si existe alguna forma de que tú lo hagas, incluso si crees que nosotros no podemos, por favor proponía.
—Los muros están fuera de toda discusión —afirmé—. En cuanto al peñasco, es demasiado resbaladizo. Podría escalarlo en verano o con una soga, aunque no hay ningún sitio donde agarrarla. ¿Tienes una cuerda? —preguntó Telesta, pero no pude ver su expresión.
—Sí, pero entonces… —Había una en mi mochila—. Mauriz tiene una flecha con una punta que arde, que es capaz de perforar como un taladro cuando se enciende. Puede atravesar la madera y también la roca. Sería cuestión de dispararla a mucha distancia, con una soga atada, para clavarla en la parte superior de la peña. Entonces podrías escalarla.
—Pero ¿resistiría mi peso?
Oí un ruido y poco más tarde sentí que me ponían algo en la mano. Era una flecha, y me quedé atónito ante su enorme peso. El extremo posterior era muy estrecho y tenía el extraño aroma de las tejas, similar a la madera de sándalo pero más acre.
—Ha de estar hecha con madera muy resistente —comentó Bamalco inesperadamente—. Si no se partiría con la fuerza del impacto y el calor de la llama. —Podría funcionar— murmuró Palatina, esperanzada.
Daba la impresión de que los thetianos estaban demostrando su mérito, el de la habitual superioridad de contar fácilmente con equipos tan sofisticados que cualquiera hubiese pagado por ellos precios dignos de un rey. Pero, aun así, no confiábamos en ellos. Les deberíamos mucho más que un favor si esa estrategia daba resultado, y Mauriz y Telesta tenían demasiado en juego para no pedir nada a cambio cuando les conviniese.
—¿Se puede bajar por el otro lado? —preguntó Persea—. Quizá haya un terraplén.
—Quizá no —repuso Palatina—. Yo en su lugar pasaría por encima del peñasco que hace de muralla. Ahora no tiene sentido, pero con buen tiempo allí podrían colocarse varios arqueros y tal vez instalar incluso una pequeña catapulta si hay sitio, y deshacerse así de un ejército completo. O sea que debe de haber un camino interior cuando se alcanza la cima. Observé dudando el frente del risco con los tonos grises de mi visión de la Sombra. En realidad, había huecos donde colocar las manos y los pies al escalar, sólo que no eran nada seguros. Pero si no me atrevía a intentarlo, nuestra única opción sería el ataque directo, en el que me vería obligado a hacer mucha buena magia. La suficiente para que la detectasen los magos del Dominio, incluso estando tan lejos de Tandaris.
—Lo intentaré —dije pensando en lo que podía salir mal y en lo fácil que sería que resbalase y cayese. En ese caso todo habría sido en vano—. Si soy capturado utilizaré la magia, probablemente agua para abrir paso por los corredores. Vigilad desde aquí, os haré una señal. Cabalgad hacia la base del acceso y esperad a que caiga el puente. Tan pronto como eso suceda, sólo deberéis avanzar y haceros con los hombres de Alidrisi tan pronto como podáis.
—Incluso si utilizas la magia, al Dominio le llevará un tiempo llegar hasta aquí para investigar, lo que nos hará ganar unas horas.
—Si tenéis que atacar, habrá heridos, así que intentaré no ser capturado. No os preocupéis si tardo alrededor de una hora, pero si pasa más algo ha salido mal. Y entonces dependerá de vosotros.
—No llegaremos a eso —repuso Palatina—. Recuerda que, bueno o malo, nuestra familia tiene la suerte de los malditos.
—Las maldiciones fueron inventadas especialmente para los Tar’ Conantur —añadió Mauriz—. Las inventó el primer primado para designar a Aetius. Tú, en cambio, recibirás honores.
Nadie dijo nada más mientras Palatina y el explorador ayudaban a Mauriz a anudar la soga alrededor de la flecha. Era una cuerda de buena calidad, que me habían proporcionado en la Ciudadela, y habría lamentado perderla. ¿Podría haber, sin embargo, otra ocasión más importante que ésta para usarla? No se me ocurrió ninguna. Persea cogió mi impermeable y yo me abroché el ligero arnés que llevaba.
Bamalco sacó una yesca de su mochila impermeable y nos colocamos alrededor de Mauriz mientras intentaba encender la flecha bajo la lluvia. Sin duda, su luz alertaría a un vigía que estuviese observando, pero nos movimos un poco para hacerla arder donde no nos viesen.
—Se enfriará tan pronto como dé en el blanco, así que la soga no se prenderá —explicó Mauriz cuando consiguió encender la flecha. Brillaba con un anaranjado vibrante, el primer color cálido que había visto en muchas horas. La llama desapareció muy pronto; nada más colocarla en el arco, la punta se transformó en un foco ardiente y luminoso en medio de la oscuridad. Entonces Mauriz disparó y la brillante flecha cruzó el campo pedregoso hasta clavarse, silenciosa, en la peña del otro lado, a apenas unos treinta centímetros de la cima.
—Te dije que somos unos arqueros muy buenos —confirmó Palatina cuando vimos que el proyectil había dado en el blanco—. Buena suerte, que Thetis te acompañe. Me dio entonces un fuerte abrazo y añadió:
—No olvides el motivo por el que haces todo esto.
Un instante más tarde ya estaba cruzando el terreno de piedras, ahora con un poco más de confianza pues ya lo había recorrido dos veces. Por fortuna no me volví a caer y sólo me tambaleé una vez. A cada momento esperaba oír un grito de alerta proveniente de los muros, pero no ocurrió nada.
Llegué a la base del peñasco, debajo del sitio donde se había clavado la flecha y, tras encontrar la soga, la amarré a las anillas que llevaba en el arnés, recubiertas de hilo para que no hiciesen ruido al chocar entre sí. Entonces, para probar, apoyé mi peso en la cuerda, que no dio señales de ceder. Tiré con todas mis fuerzas y, tras obtener el mismo resultado, respiré profundamente y comencé a subir.
No era la manera habitual de escalar, y hubiese preferido emplear pitones, pero me las arreglé con la soga, impulsándome hacia arriba a pulso cuando la superficie del risco no me lo permitía, pues prefería agarrarme a los huecos de la piedra más seguros. Ser de complexión pequeña y delgado tenía sus ventajas, que quizá compensasen mi falta de fuerza bruta. Además, estar en el Archipiélago, en especial en compañía de Mauriz y Telesta, me había recordado que, después de todo, mi estatura no era tan baja salvo para las medidas estándar del norte de Océanus y Taneth.
No entendía por qué Orosius era más alto que yo, ya que se suponía que éramos gemelos idénticos. Quizá no lo fuese realmente, y sólo se debiese el modo en que su imagen se proyectaba en la figura del agente. Un resbaladizo hueco al que me aferré a duras penas me devolvió a la realidad, y me concentré en la escalada. Estimé que me quedaban unos veintitrés metros hasta la flecha de Mauriz. Desde luego, no era una distancia para subir de noche y con ese tiempo tan terrible. Gracias a Thetis, esa pared del peñasco estaba casi completamente protegida del viento, por lo que no corría peligro de ser aplastado de un golpe contra la roca o de balancearme a la deriva de un lado a otro. Escalar sin impermeable era bastante incómodo, aunque el resto de mis ropas ya se habían empapado bastante antes de que me lo quitara. Lo que más padecía allí era el frío, que cada soplo de viento volvía aún peor. Si me viese Ravenna, probablemente pensaría que era un fantasma.
La subida aferrado a la soga bajo la lluvia constante me pareció que duraba una eternidad. Seguían cayendo rayos y truenos sin parar y sentía el rugido de las olas rompiendo mucho más abajo contra los acantilados de la costa de la Perdición. Sin duda debía de ser uno de los sitios más espectaculares del mundo, y allí estaba yo escalando sus rocas durante la peor tormenta en varios años. Si podía ponseguir que algunas de las peores pesadillas del Dominio se hiciesen realidad, me dije a mí mismo, todo habría valido la pena. Y si lograba ponérselo peor al mismo emperador, todavía mejor.
Por fin, con los ojos irritados por el dolor de emplear la visión de la Sombra con los relámpagos (pese a que mantenía la vista clavada en la roca), divisé la flecha justo encima de mí, lo que me dio energías para escalar los últimos metros. Me cogí de la flecha y me impulsé con cuidado para llegar a la cima del risco.
Sentí que el vacío se abría debajo de mí. Un terror intenso me invadió y los músculos se me tensaron antes de comprender que restaba estable y que había roca a menos de un metro frente a mí. Me balanceé hacia allí y sentí con alivio que mis pies tocaban suelo firme. Sin saber cómo me las compondría luego para bajar, con |a flecha clavada justo por debajo del borde exterior, desaté la cuerda y la enrollé apresuradamente sobre el parapeto. A mi alrededor todo era como había predicho Palatina: no había terraplén y sí una muralla almenada esculpida en la roca. Era bastante estrecha, no llegaba a los cinco metros, y debajo se veía un patio al que bajaba por una escalera de madera. El castillo estaba debajo de mí con sus torres y edificios. Pero no había ninguna abertura en la roca en su parte posterior y, por lo tanto, tampoco
Una segunda salida. El contorno del peñasco sobre el que estaba se curvaba hasta toparse con un saliente de la montaña que estaba por encima. Un sendero lo comunicaba con una plataforma similar del lado opuesto, mientras que el castillo se encontraba a resguardo en el hueco intermedio. Había sitio incluso para un pequeño jardín con naranjos y limoneros en el extremo más lejano, donde podía darle el sol.
¿Dónde estaba entonces la salida alternativa? Supuse que era un túnel excavado en el otro lado. Pero en aquel momento no tenía tiempo de averiguarlo. Debía encontrar a Ravenna y para eso tenía que hacer un poco de magia. Ella estaba allí, podía sentirlo, aunque Ukmadorian había asegurado rotundamente que un mago sólo podía detectar la presencia de otro si se tocaban entre sí o si el otro utilizaba su magia. Pero el enlace mágico que Ravenna y yo habíamos realizado en Lepidor lo cambiaba todo, pues había creado entre los dos un nexo duradero. No tenía nada que ver con el amor: era sencillamente el hecho de que por unos breves instantes nuestras mentes habían convergido y actuado unidas sin necesidad de palabras.
Y si yo podía sentir la presencia de Ravenna, lo más seguro era que también ella supiese que estaba cerca.
Me concentré, vaciando la mente de todo pensamiento ajeno a la cuestión con el método que tantos meses me había costado perfeccionar. Luego miré hacia abajo y noté la presencia de otra magia en una sala de espaldas al mar, en el extremo opuesto del castillo a donde yo estaba. Desde ese lugar, ella podía observar Tehama, su tierra natal, a la que parecía amar y odiar al mismo tiempo, y que aparentemente había sido borrada del mapa hacía muchos siglos.
Ahora llegaba la parte más difícil. Congregué ante mí todas las sombras que me rodeaban, empleando el poder que venía de la ausencia de luz, y me envolví en las tinieblas, capa tras capa, ligándolas estrechamente para que no pudiese dispersarlas un trueno, ni las llamas, ni nada. A partir de entonces sólo podía utilizar la visión de la Sombra, aunque, por fortuna, la protección contra ojos entrometidos también moderaba el efecto de los rayos y seguiría haciéndolo durante un rato.
Entonces, como un espectro, un ser de la noche cuya única forma era una oscuridad absoluta, me así a la barandilla con cuidado y descendí los resbaladizos escalones que bajaban al patio por un pequeño hueco entre dos edificios. Incluso allí, las ventanas estaban cerradas o tapadas con cortinas, pero pude distinguir luz por los bordes de algunas. La cuestión era ahora cómo llegar al lado opuesto del castillo recorriendo un laberinto de pasillos donde sin duda tenía que haber gente. Todavía no era tarde, demasiado pronto incluso para que alguien se hubiese ido a dormir, y, por otra parte, mi capa de sombras no funcionaría a plena luz.
Avancé a gachas hacia una puerta en la pared frontal del patio y coloqué una oreja contra la madera. Del interior no parecía llegar el menor sonido. Busqué el agujero de una cerradura para espiar, pero no había ninguno. Parecía bastante extraño que no tuviesen cerraduras en el interior por si alguien escalaba los muros, y empujé la puerta por si acaso.
Se abrió, y me asusté cuando crujió levemente. Sin embargo, el ruido debió de ser ahogado por un trueno, pues no apareció nadie.
La abrí lo suficiente para entrar y luego la cerré detrás de mí con tanta delicadeza como pude. En el interior había un pestillo, quizá más que suficiente para protegerse de los intrusos, pero nadie lo había echado.
En una esquina empezaba un pasillo de piedra con puertas cerradas a ambos lados. Una única tea ardía colgada en una de las paredes, pero, por fortuna para mí, era la única luz.
Oí voces lejanas que venían de delante. Iba en la dirección correcta, pero el problema era cómo llegar. Ravenna estaba delante de mí y hacia la derecha.
El pasillo acababa en una sala circular con un candelabro de éter colgado del techo abovedado. Tenía columnas y el suelo estaba decorado con mosaicos de estilo qalathari. Quien había construido o restaurado ese lugar no había reparado en gastos. Parecía el amplio recibidor de una casa elegante, salvo que allí no había ninguna puerta, sólo cuatro corredores que seguían los puntos cardinales. Por eso el pasillo que había recorrido estaba situado en un ángulo tan extraño, para llegar a la sala en la orientación exacta.
Por delante percibí luces y el sonido de más voces. Muchas voces que conversaban despreocupadamente. Oí ruido de vajilla y risas. Debían de estar cenando, lo que simplificaba las cosas. Con un poco de suerte casi todos los hombres de Alidrisi estarían allí, fuera de mi camino. Distinguí una escalera circular a poco de coger el corredor derecho desde la sala. El patio por el que había entrado estaba al mismo nivel que el portal, pero si no recordaba mal, los edificios del frente tenían dos plantas. O sea que debía subir.
Oí pasos y me oculté en la parte más oscura del pasillo. Un hombre con una botella de vino apareció por la escalera y cruzó la sala en dirección a la zona más iluminada y ruidosa de la casa. Sólo cuando me llegó una exclamación que venía del comedor me atreví a atravesar la sala y subir unos cuantos escalones. La escalera tenía también una parte que descendía y que sin duda conducía a la bodega.
No percibí ningún sonido procedente de arriba, de modo que subí los últimos escalones y eché una mirada al pasillo. Volvía a haber luz natural allí, que entraba por las ventanas de cada extremo, y el brillo de un relámpago lo inundó todo durante unos pocos segundos. Sin embargo, no VI luces encendidas.
Ravenna estaba allí, podía sentirla, a apenas unos metros. Quizá en una de las habitaciones del fondo, donde una ventana sin cortinas mostraba la vista de la ensenada y de Tehama. El suelo era de madera, lo que me fastidió por su tendencia a crujir, pero por suerte una larga alfombra cubría la parte central del pasillo. Las paredes eran de piedra o yeso, y no crujieron, como hubiese hecho la madera, cuando la toqué por accidente.
Sentía la agonía de la incertidumbre en cada paso que me acercaba a la habitación, a veces en la más absoluta oscuridad, otras en medio de una luz intensa. Incluso el menor sonido me parecía muy fuerte, como siempre me pasaba cuando intentaba andar con sigilo. Por fin llegué al final del pasillo y distinguí dos puertas, una a cada lado. No me detuve a pensar ni un instante: la que buscaba era la de la derecha. Avancé, alcé la mano en dirección a la puerta para golpear con delicadeza y, sin saber por qué, dudé unos segundos. Luego di tres golpes suaves.
No hubo respuesta. Quizá Ravenna estuviese dormida. Probé a girar la manecilla y sentí que la puerta se abría. Era una habitación amplia, sin luces, con algunos muebles y una cama con la ropa y las almohadas amontonadas. Eso llegué a ver justo antes de distinguir una pequeña silueta sentada en una silla de cara a la ventana. Allí estaba ella, que por algún motivo llevaba una capucha subida.
—¿Ravenna?
La figura encapuchada se puso de pie con lentitud y se volvió mientras las sombras que me envolvían se desvanecían y desaparecían.
—¿No reconoces a tu propio hermano?