Finalmente no pudimos hacer otra cosa que esperar, y en eso estuvimos varias horas, observando cómo el cielo se volvía cada vez más oscuro. Entonces comenzaron a caer rayos, fuertes relámpagos que iluminaron el bosque y nos hicieron alejarnos de la zona más cercana al camino para que si había algún centinela situado detrás de la colina no nos viese. Costaba incluso oír nuestras propias voces, pues la lluvia resonaba sobre el río y los truenos se sucedían en una interminable carga. Era una imagen de pesadilla: las montañas iluminadas por una descarga tras otra, dando vivida forma a los peñascos y los acantilados durante una fracción de segundo.
Era una tormenta digna de Lepidor, y nosotros estábamos allí en las montañas, sin la protección de muros, edificios o campos de éter: era la segunda vez en mi vida que estaba en el exterior durante una auténtica borrasca. Al menos ahora no intentaba nadar bajo la lluvia, pero por segunda vez respondía a un plan de Palatina.
Se iniciaron algunas conversaciones, pero ninguna duró demasiado pues el esfuerzo por hacerse oír era excesivo. Más tarde, sería casi imposible comunicarse, y no por primera vez me pregunté cómo demonios pensaba guiar a los demás en un ascenso de varios kilómetros. Podían ser dieciséis kilómetros, o quizá más, y la mayor parte en terreno empinado. ¿Y cómo verían los caballos? Si debíamos guiarlos al menos durante una parte del trayecto, perderíamos mucho tiempo. A medida que la luz del día se desvanecía, sentía progresivamente menos confianza en el éxito del plan, y mi ansiedad creció de forma notable.
Bamalco fue el primero en decir que no había ninguna señal del grupo de retaguardia, que debía de haber pasado la última curva, buscando protección de la lluvia. Tras dejar a los dos guardias custodiando la zona, Bamalco nos convocó en el lugar donde estaban los caballos, un poco más seco, alejado del río y por lo tanto menos ruidoso.
—Alidrisi aún tiene por delante un largo trecho y ahora cabalga en plena oscuridad —dijo con la mirada fija en los hilos de agua que corrían por su capa como si se tratase de un primitivo espíritu de los ríos—. ¿No sería más sensato que una vez allí pasase la noche con su gente y regresase por la mañana? A nadie le resultaría sospechoso teniendo en cuenta que se supone que llegó a Kalessos muy tarde y en medio de esta lluvia terrible.
—Si lo hiciera, se demoraría un día —objetó Tekraea—. Nadie se esperaba que la tormenta fuese tan fuerte, de modo que su clan lo comprenderá. De todas formas, ¿quién va a pedirle explicaciones?
—El Dominio —afirmó Tekraea brindándole a Mauriz otra hos— til mirada. —No ahora, pero sí cuando descubran que sus hombres han desaparecido.
—Eso también podría ser atribuido a la tormenta, pero… —repuso Mauriz, y de pronto lo interrumpió una ensordecedora metralla de truenos que nos sobresaltó a todos—. Por Thetis, nunca había visto un tiempo tan terrible en el Archipiélago. Decía que debemos comprobar si Bamalco tiene razón. Si la gente de Alidrisi se ha ido, eso significa que podemos empezar a actuar antes de lo previsto. En caso contrario, tendremos que hacer algo drástico. —Ése es nuestro último recurso— replicó Palatina con firmeza. —Si Alidrisi se dirige a Kalessos, mejor que no sepa que algo va mal.
—¿Qué haría con el carruaje? —pregunté—. ¿Y con los caballos? ¿Dejarlos sin más ahí durante toda la noche? Y si no es así, les esperan dieciséis kilómetros o más hasta y desde el escondite, y no puede ser un trayecto sencillo.
—Están bien entrenados. Estoy segura de que pueden soportar la marcha por un valle rocoso en medio de una tormenta —aventuró Palatina—. Alidrisi no puede dejarlos. El coche puede muy bien quedarse solo, pero los caballos no. Y tampoco los guardias. Cathan, creo que lo mejor sería que dieses una vuelta y echases un vistazo.
—Habré de cruzar la corriente en algún punto, lo que implica hacerlo a caballo. —Miré las empapadas rocas—. ¿No podemos sencillamente montar todos e ir a inspeccionar? ¿Crees realmente que habrá alguien vigilando? Ya debe de estar medio sordo.
—Intenta utilizar la visión nocturna de los magos de la Sombra, si es que funciona.
—Vale.
Avancé entonces hacia donde habíamos estado de pie un poco antes. La visión nocturna era la parte más elemental de mi magia y estaba tan enraizada en mi mente que emplearla me resultaba casi natural. De todos modos, nunca la usaba por la noche a menos que necesitase hacerlo, pues hacía que el mundo se volviese un lugar gris, como el paisaje de una pesadilla, desprovisto de colores o vida y habitado por fantasmas.
Sin embargo, me permitía ver las cosas con mucho más detalle. Eché la capucha un poco hacia atrás, y me concentré durante un segundo con los ojos cerrados. Sentí en ellos un ligero hormigueo y luego volví a abrirlos en un mundo desolado, muy diferente al anterior. Todo lo demás seguía siendo igual, el ruido de la lluvia, los truenos, el olor a madera y hojas mojadas y la humedad de mis ropas, pero había cambiado todo lo que veía. Ahora las montañas estaban mucho más definidas, de un tono gris oscuro con detalles negros. Entonces, de pronto, todo se llenó de un gris y un blanco dolorosamente luminosos, y cerré los ojos de forma instintiva, sintiendo como si se hubiesen quemado.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? La visión nocturna funcionaba mejor cuanta menos luz había, pero era difícil encontrar algo más intenso o luminoso que un rayo. Cada relámpago me cegaría, ¿y durante cuánto tiempo? Me arriesgué a volver a abrir los ojos, temiendo el estallido de otro rayo, y examiné la ladera opuesta tan de prisa como pude sin detenerme, hasta que otro relámpago me impidió ver de nuevo. Eso era lo peor de todo: no podía predecir los rayos y cerrar los ojos a tiempo. ¿Cómo demonios encontraría el refugio en semejantes condiciones?
Cuando acabé, los ojos me ardían y, confiado en que nadie nos vigilaba, recuperé la visión normal rápidamente. Caminé de regreso junto a los demás, sin saber a ciencia cierta si no tenía afectada la vista.
—¿Y bien? —dijo Mauriz, pero Palatina debía de verme pestañear.
—¿Ha salido algo mal? —preguntó.
—Los relámpagos —respondí sacudiendo la cabeza como si eso pudiese ayudarme a aclarar la vista—. Hacen que mi visión de la Sombra sea inútil la mitad del tiempo.
—Maravilloso ^ —comentó Mauriz—, un ciego guiando a los ciegos.
—¿Es una petición? Porque estoy dispuesto a hacerla realidad —dijo Tekraea con fastidio—. Al menos para ti. —Caballeros, ya es suficiente— interrumpió Bamalco interponiéndose entre los dos. —Tekraea, no estamos aquí para discutir. —Da la sensación de que él sí.
—¡Basta! —los reprendió Palatina—. ¡Los dos! Mauriz tiene razón en un sentido: ahora estamos obligados a actuar. Vuelva Alidrisi o no, si esperamos hasta que anochezca del todo no podremos encontrar la senda. Es decir que tenemos que regresar ya mismo, por lo tanto ¿qué hacemos si hay alguien custodiando el carruaje? —Nada de sangre— sugirió Tekraea en un raro momento de sensibilidad. —Si hay alguien allí intentaremos tomarlo prisionero.
—¡Qué cosa tan poco práctica! —criticó Mauriz.
—¡Qué sensato! —respondió Bamalco, enojado—; Podemos desarmarlos y atarlos; eso evitará que nos sigan o vayan en busca de ayuda. Si los matamos, será perjudicial. Ya habéis matado a demasiada gente en las montañas por hoy.
Le dio la espalda a Mauriz y se dirigió a desatar su montura. Los demás lo seguimos.
—Si cabalgamos siguiendo el río durante un trecho y luego cruzamos la corriente un poco más adelante, es menos probable que oigan el ruido de los caballos. Los demás deben de estar esperando en algún sitio doblando la curva. Continuar por el bosque hizo que la marcha fuese muy lenta al tener que esquivar raíces y ramas caídas. La mayor parte del tiempo guiábamos a los caballos más que montarlos, porque si alguno se caía era muy probable que otro también se lastimase, y no podíamos permitirnos herir a ninguno. La primera vez que giramos hacia el río dimos con una zanja muy profunda que nos obligó a seguir hacia adelante, pero la segunda vez tuvimos más suerte. Desenrollamos las mantas de hule que habíamos colocado sobre el lomo de los caballos para mantenerlos tan secos como fuera posible y montamos, algo bastante difícil en medio de un lodazal que nos llegaba hasta las rodillas.
Tras tanto tiempo en el bosque, el sonido perpetuo de la lluvia nos había puesto los nervios de punta y por un momento agradecimos abandonar la protección de los árboles para volver al aire libre. Esa sensación de alivio duró lo que tardamos en cruzar la corriente, con la lluvia golpeando continuamente sobre la capucha y la parte posterior de la capa.
Ya casi no se nos veía desde los dos desvíos, y fue cuestión de segundos cabalgar hasta el siguiente risco, que nos ocultaba de cualquier centinela. Por allí debían de estar los demás, pero ¿dónde? No había ningún sitio fuera del camino donde se pudiesen ocultar. Continuamos un poco más allá, y entonces me tranquilicé al ver a uno de los guardias de Telesta junto al límite del bosque intentando convencer a su caballo de bajar a la orilla para cruzar la corriente. Persea y los otros lo seguían de cerca. Nos unimos a ellos cuando regresaron al camino.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella tan pronto como la distancia nos permitió oírnos—. Alidrisi ya pasó, pero todavía no ha tenido tiempo de llegar al refugio y volver.
—Tuvimos problemas —explicó Palatina cuando todos estábamos en la misma orilla. Por fortuna, Telesta no dijo nada mordaz como había hecho Mauriz, pero los demás parecieron preocupados después de que Palatina les contó por qué habíamos regresado.
—Eso no suena nada bien —comentó Persea, dubitativa—. ¿Qué ocurriría si Cathan de pronto no puede ver lo que hace mientras escala uno de los muros del refugio?
—Ahora ya estamos aquí y es demasiado tarde para echarnos atrás. La tormenta nos ayudará cuando Ravenna esté con nosotros, entonces serán ellos los que estarán en desventaja.
—¿Y los otros guardias? ¿Y Alidrisi? —preguntó Persea—. ¿No será ahora mucho más difícil?
—Afrontaremos lo que sea cuando lleguemos allí —afirmó Palatina—. En este momento creo que debemos resolver el tema del carruaje y sus posibles vigilantes.
Decidimos arriesgarnos por el camino antes que volver al bosque y cabalgar fuera de la piedra, sobre el barro, donde los cascos hacían menos ruido. Los caballos estaban cubiertos de lodo y el semental de Mauriz ya no se veía tan magnífico.
Recorrer los doscientos metros que separaban la curva de la segunda bifurcación nos pareció una eternidad. Supuse que si me hubiese divisado algún centinela, los guardias ya se habrían echado sobre nosotros. Los thetianos le quitaron la protección a las cuerdas de sus arcos. Palatina me había dicho que las cuerdas estaban hechas de un material impermeable, pero que de todos modos se cubrían por una cuestión de seguridad. Los arcos
Tenían una curvatura singular y estaban especialmente diseñados. Es probable que fuesen muy caros y que estuviesen pensados para ser utilizados a lomos de un caballo o en otras posturas inusuales. —Muy bien— anunció Palatina cuando nos detuvimos ante la segunda bifurcación. Los thetianos colocaron flechas en los arcos. —¿Tenéis preparadas las varas de combate? Ahora subiremos la pendiente y si hay centinelas nos verán. Mauriz y su gente los contendrán mientras les exigimos que se rindan. Si alguno tiene un arco e intenta usarlo, disparadle al hombro. Estoy segura de que podréis hacerlo.
Todos asintieron. Saqué de la espalda la vara de combate, un palo de resistente madera con extremos metálicos. No causaba mucha impresión, pero en manos de un profesional se convertía en un arma letal. Por desgracia, no resultaba muy eficaz contra alguien armado con una espada, a menos que uno fuese un profesional, y ninguno de nosotros lo era. —¡Ahora!— ordenó Palatina en voz baja, y condujimos los caballos cuesta arriba. Si hubiese habido allí algún guardia, ya nos habría oído, pero no llegó ningún sonido desde lo alto de la colina hasta que alcanzamos la cima.
—¡Dispersaos! ¡Arqueros, detrás!
Pero con sólo una mirada pude comprobar que esa estrategia no tenía sentido. El carruaje yacía abandonado, totalmente vacío con las cortinas de las ventanas corridas. No había caballos ni ningún signo de vida. Me arriesgué a utilizar la visión nocturna inmediatamente después de caer un rayo, y miré a toda prisa de izquierda a derecha, por detrás de los árboles. —Nada— confirmó el explorador. —Deben de haberse ido. —De todos modos, tened cuidado. Descenderemos un poco. Mauriz, mantén los ojos abiertos.
Guiamos los caballos lentamente hacia el carruaje, mirando con cautela a todos lados por si nos hubiesen tendido una emboscada. Pero llegamos al coche sin ningún problema. —Y ahora ¿qué camino cogemos?— preguntó Palatina tras lanzar un suspiro de alivio. Después de eso, era tan sencillo como cabalgar un pequeño trecho en dirección a cada uno de los dos valles. Mauriz y yo encontramos huellas de cascos en el barro unos doscientos metros por encima del sendero de Matrodo, mientras que en el otro valle el rastro desaparecía transcurrida cierta distancia. —Debe de haber cambiado de camino y se ha ido por detrás de esa colina— señaló Mauriz —, y cabalgó por las rocas hasta acercarse. Por aquí han pasado muy pocos caballos, y algunos de ellos muy grandes.
—Caballos de tiro —señalé—. Gracias, Mauriz.
Por una vez, su taimada mente thetiana había sido útil. De no ser por él y su astucia, habríamos cabalgado hasta el agotamiento por el otro valle, que según comentó Palatina cuando volvimos a reunimos, era un sitio ideal para llevar a engaño: tras descender al fondo del valle, la senda era de piedra, por lo que habría sido imposible que se conservasen las huellas.
—De modo que se trata del valle Matrodo —comentó Persea mirando entre la lluvia las cargadas nubes que cubrían todo el valle—, ¿puedes ver bien a mucha distancia con esa visión tuya, Cathan?
—Sí, pero tendría que hacer un poco más de magia.
—Mientras tanto, aquí tenéis un catalejo —repuso Bamalco sacándolo de su mochila—. Pensé que sería práctico. Son unos auténticos anteojos thetianos de larga distancia, no ésos de calidad inferior que fabrican los tanethanos.
Nos fuimos turnando para otear el horizonte del valle, en busca de cualquier señal delatora, humo, edificaciones, luces, pero fue en vano. De cualquier modo, nadie pensaba que pudiésemos hallar nada así, de forma tan sencilla. El escondite debía de estar situado a mucha distancia y mucho más arriba, quizá oculto detrás de un peñasco o en un pequeño valle lateral, bien difícil de encontrar y digno de alguien como Alidrisi.
—¿Hasta qué distancia podemos ver? —le preguntó Persea al explorador—. O lo que es más importante… ¿desde qué distancia podrían vernos ellos mirando desde arriba?
—Si somos realistas, entre dos y tres kilómetros. Es probable que nos vean antes que nosotros a ellos, a menos que seamos muy cuidadosos.
—Por eso queríamos ir de noche —repuso Tekraea.
—Ahora no hay diferencia entre el día y la noche, con estos relámpagos.
—¡Maldito sea este condenado tiempo! Quizá Sarhaddon tuviese razón; es evidente que Althana no hace nada por ayudarnos.
—No culpes a Althana de las tormentas —replicó Palatina—. Puede que todavía necesitemos su ayuda.
El irregular grupo que formábamos comenzó a ascender el embarrado sendero hacia la entrada del valle. Matrodo era más zigzagueante y tortuoso que la ruta que acabábamos de dejar, con riscos sobresaliendo de la montaña a ambos lados y precipicios bordeando buena parte del trayecto. En algunas ocasiones, los peñascos nos protegían contra el viento. Pero, en otras, éste nos empujaba haciendo que nuestras capas volasen a nuestra espalda casi horizontalmente. Eso era lo peor, pues el sendero era demasiado traicionero y cambiante para distraer la vista de lo que nos esperaba delante, y la lluvia caía directamente sobre nuestros rostros. Sentí como si un centenar de pequeños ríos me bajara por el cuello empapándome hasta los pies. La oscuridad era allí más penetrante que en el valle principal, con las montañas alzándose cada vez más altas a cada lado, y los repentinos rayos centelleaban, fascinantes, iluminando rocas que parecían a punto de caer y aplastarnos. Los truenos resonaban de un extremo al otro del cielo sucediéndose en un aluvión casi continuo, y, en alguna ocasión, cuando me atreví a levantar la mirada, VI los remolinos de nubes, apilándose una sobre otra, mientras los huecos entre ellas se encendían con esporádicos rayos. Hasta donde podía determinar, el viento no se movía siguiendo la banda climática. Eso significaba que estábamos ante una auténtica tempestad invernal, que rugía probablemente desde Turia hasta Taneth.
Ascendimos curva tras curva, con el sendero volviéndose cada vez más empinado. Mauriz y el explorador cabalgaban al frente siguiendo las huellas de Alidrisi, una tarea de por sí difícil que hacía casi imposible la lluvia y el hecho de que éste y sus hombres habían arrastrado ramas tras ellos para borrar su rastro. Eso a la vez era un consuelo, pues confirmaba que íbamos por el camino correcto. ¿Para qué tomarse tanto trabajo si no? Ravenna estaba en algún sitio de esas montañas, y con ella (era mi deseo) la clave para hallar el Aeón; quizá incluso, me atreví a aventurar, algún modo de acabar con las tormentas.
Con frecuencia, cuando llegábamos a un lugar con una buena vista, hacíamos un alto para que yo utilizase mi visión de la Sombra y observara con detalle la mágica negrura de las montañas. Llegué a distinguir cuatro construcciones, cuatro enormes peñascos fortificados, una de ellas apoyada de forma inestable en la cima de un saliente, dando la sensación de que en cualquier momento perdería el equilibrio y caería sobre nosotros, en el valle inferior. Pero en ninguna parecía haber señales de vida, ninguna tenía esa peculiaridad que las hace más acogedoras y cálidas que cuanto les rodea.
—¿Por qué nadie vive en ninguna? —le preguntó Palatina a Persea mientras luchábamos contra una irregular pendiente que sucedía a otra más convencional en una colina más pequeña, de espaldas a la ladera de la montaña.
—Ni idea —respondió Persea—. Quizá estén encantadas o a punto de derrumbarse. O quizá las habían abandonado deliberadamente. No sabía a qué clan pertenecían exactamente esas montañas; podían ser de Tandaris o de Kalessos. O quizá fuese territorio de Tehama, aunque no me pareció probable. Aunque no podía decir a qué altura estábamos, debía de ser a mucha, pues que yo recordase, en ningún momento habíamos descendido ni un paso. Había la altura suficiente para que empezase a sentir la falta de aire, así como fuertes dolores de tanto cabalgar; sin duda, una mala señal. Se suponía que el mar quedaba a unos cuantos kilómetros, pero, aun así, debíamos de estar muy por encima de él, y seguíamos subiendo. ¿Habría más adelante precipicios? Recordaba haber visto en el mapa de los oceanógrafos que la ensenada estaba rodeada de rectos acantilados por todos lados excepto por el interior, donde estaba Tehama (allí donde se había construido el puerto ahora en ruinas, sobre un cráter con forma de cuenco). Esa zona era inaccesible desde donde estábamos, y en teoría también lo era ahora desde Tehama.
Pero las huellas que seguíamos no se desviaban, no cambiaban de dirección. De modo que continuamos avanzando hasta que ya no hubo un milímetro en todas mis ropas que no estuviese empapado (hacía ya bastante que la crin del caballo se había convertido en una húmeda maraña sobre su cabeza). ¡Y el frío! ¡Por todos los Elementos! ¡Esto era tan malo como nadar por la helada corriente de Lepidor!
Se oía chapotear a cada paso que daban los caballos. Ya no me importaba que hubiese barro en mis botas. En algunos sitios, las piernas me rozaban directamente con la montura a través de la ropa empapada, así que el dolor aumentaría con las horas. Aquí y allí veíamos abrirse valles laterales, pero no parecía haber ninguna manera de llegar hasta ellos a no ser que fueras una de esas cabras montesas cuyos balidos oíamos cada tanto. En Qalathar había también tigres y leones, pero sin duda esas criaturas más sensatas estarían cobijadas en algún espacio cálido y seco, como los gatos monteses, las aves y cualquier otro animal con una pizca de sentido común. Excepto nosotros.
En una ocasión ascendimos lo que nos pareció ser la cima del valle, pues no se veía nada que fuese más allá. Pero cuando por fin llegamos allí no notamos ninguna diferencia, salvo por un ligero declive y un conjunto de rocas bastante plano en un lado. Y, como comprobé poco después, un sendero lateral.
—¡Deteneos, retroceded! —ordenó Palatina—. Aquí estamos demasiado expuestos.
La oscuridad era casi absoluta, con un cielo que, salvo durante los ocasionales rayos, era de un color entre azul grisáceo y negro penetrante. Por eso, me pareció que nadie podría vernos ni aunque quisiese. Sin mi visión de la Sombra, yo mismo no habría podido distinguir las montañas que nos rodeaban. Así que decidí utilizarla y mi espectro visual se amplió en el instante mismo en que volví a abrir los ojos. Los acantilados estaban hacia la derecha, pero entre dos colinas a la izquierda había un hueco, una grieta que conducía a una abertura muy alta y estrecha. En un extremo, casi oculta entre unas rocas, había una construcción, que no estaba en ruinas. Distinguí el techo, pero mis sentidos estaban por entonces un poco atontados y no podía asegurar si salía humo o se percibía calor en el interior. Tampoco vi luz, pero eso bien podía ser porque las ventanas estuviesen cerradas.
—No puedo asegurar nada —dije volviendo a la visión normal tan pronto como pude y sintiéndome un inútil. Les había dicho que podría encontrar la casa en medio de la oscuridad: por eso habíamos recorrido de noche toda aquella distancia. Pero allí estaba, medio cegado por los rayos e incapaz de decirles si ése era el sitio que buscábamos.
—No importa —afirmó Palatina—. Parece probable que lo sea.
Mauriz y el explorador siguieron adelante un trecho y se detuvieron en la siguiente curva. Ninguno desmontó, pero los VI dar vueltas observando el terreno. Mauriz dijo algo y el otro hombre negó con la cabeza, pero el thetiano pareció insistir. Tras un momento los dos avanzaron en direcciones diferentes, Mauriz siguiendo el sendero lateral y el explorador el principal.
—¿Por qué tengo la sensación de que alguien nos está tomando el pelo otra vez? —comentó Persea.
—¿Quién, Mauriz?
—O él o Alidrisi. No lo sé. Puede que nos haya engañado con una pista falsa.
—Alidrisi tendría que haber sido thetiano —intervino Bamalco—. Mauriz es el único lo bastante retorcido para seguir todo esto.
Él y el explorador regresaron de prisa para informar que, por segunda vez, Alidrisi y sus hombres habían fingido coger un camino diferente. En este caso, al parecer, la treta era más sutil, pero esencialmente la misma.
—Dicho y hecho, supongo. Probablemente, Mauriz ha utilizado varias veces ese mismo truco —añadió Bamalco cuando retomamos la marcha, mientras la fugaz esperanza que yo había tenido de encontrar nuestro destino se evaporaba por completo—. ¿Crear pistas falsas para eludir reuniones del clan? —aventuró Telesta con una leve sonrisa. Se había mantenido en silencio durante la mayor parte del trayecto, dejando que Mauriz hablase. Quizá ella no tuviese una fe tan ciega como él—. Creo que Alidrisi está siendo descuidado debido a la tormenta. No le parece que nadie vaya a seguirlo en estas condiciones. El camino ha de ser más sencillo en verano, pero seguir su rastro sería bastante complicado. Nadie comentó nada, concentrados como estábamos en permanecer sobre las monturas con la vista fija en el camino. Aún continuaba la tormenta y nadie pensaba que fuese a parar. Podía durar varios días. ¡Si al menos pudiéramos descansar cuando llegásemos! Pero después de alcanzar nuestra meta vendría una nueva e interminable cabalgata para bajar al valle, y sólo Thetis sabía cuándo estaríamos a salvo.
Cuando volvimos a detenernos, calculamos entre todos que llevábamos unas tres horas de marcha. Incluso a paso de tortuga, teníamos que estar a punto de llegar al final del valle. Ahora todo estaba oscuro y seguíamos por un camino apenas iluminado por los rayos. Las huellas de cascos aún eran visibles cuando el barro estaba todavía húmedo, y pasamos junto a las ruinas de una construcción y otro sendero que conducía a ella, un camino lo bastante amplio para permitir el paso de los caballos. A los truenos y el quejido del viento, casi una constante salvo cuando nos resguardaba un desfiladero, parecía haberse sumado un nuevo acompañamiento. Algo que sonaba como si un demoníaco percusionista tocase enloquecidamente sus instrumentos, en especial los platillos.
—Aquí hay algo que no me cuadra —grité, mirando entre la lluvia la senda, que mostraba una ligera pendiente—. ¡Deteneos!
Lo hicimos, y alcé la vista justo cuando el siguiente relámpago iluminó el paisaje.
—¡Thetis!
—¡Santa madre del mar!
Me tambaleé, conmovido. En mi mente quedó grabada una única imagen: un panorama de rocas, agua y montañas a mucha distancia, pero que daban la sensación de estar muy próximas, vastos e inasibles bloques de piedra empequeñeciendo todo lo que nos rodeaba. Acantilado tras acantilado, tan altos que acababan desapareciendo entre las nubes, una visión tan poderosa que reducía lo demás a una triste insignificancia. Y, debajo, en el fondo de un abismo que parecía extenderse hasta el infinito, acosando con la espuma la oscura roca empapada por la lluvia, estaba el mar. La ensenada, donde blancas olas se estrellaban al pie de los precipicios, olas inmensas incluso vistas desde aquella altura. Una masa de negras aguas contenidas y rodeadas por el blanco de las rompientes, arremolinándose de forma inquietante. —Tehama— dijo Persea, y la palabra casi fue ahogada por el estruendo. —El final del camino— susurró Mauriz. —Por Thetis, no hay nada como esto en todo vuestro reino.
Volví a contemplarlo gracias a dos relámpagos seguidos. La escena parecía siempre la misma y siempre sorprendía por su inmensidad. Palatina me cogió del brazo, casi empujándonos a mí y al caballo para avanzar por el sendero todo lo lejos que pudimos. —Usa tu visión de la Sombra; aquí tiene que haber algo.
Aunque reticente, sintiendo el dolor en los ojos, lo hice. La imagen resultaba así mucho más terrible, semejante a un paisaje infernal imaginado por un artista demente. No había a la vista ningún rastro de vida humana, ni señal de que nadie, con excepción de nosotros lo hubiese pisado antes. Los acantilados de Tehama se alzaban a sólo unos kilómetros de distancia, perdiéndose entre las nubes cientos de metros por encima de nosotros, de manera que incluso la visión de la Sombra era incapaz de seguirlos. Sobre la costa, donde hasta hacía unos segundos las montañas eran tan dominantes y, en cambio ahora, parecían tan insignificantes, el sendero avanzaba hacia la derecha, en paralelo al borde del acantilado y a unos veinte metros de éste. Me tapé los ojos con las manos empapadas cuando un nuevo rayo lo volvió todo blanco por un instante. Luego seguí con la vista el camino, que ascendía más y más hasta perderse detrás de unas rocas… y allí estaba. Un refugio a espaldas del acantilado, entre dos peñascos. Las señales de calor resultaban inconfundibles a mis ojos, igual que las pisadas en el camino frente a nosotros.
El escondite de Alidrisi estaba oculto totalmente por los riscos, salvo desde donde estábamos, el único lugar por donde se podía acceder sin riesgo de caer. Y desde allí lo único que se podía aventurar era que el refugio existía, a la vista tan sólo de una pequeña parte de su base.
Cuando Palatina y yo nos reunimos con ellos, los demás todavía permanecían absortos, con la mirada perdida en la oscuridad, a la espera de otro rayo que alumbrase el panorama. —Allí está— afirmó Palatina. —Allí está.
—No cabe la menor duda —dijo Mauriz con un estremecimiento, mirándonos entre las tinieblas—, ésta es la costa de la Perdición.